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Cuando quedó trasladado aquello, secó el bachiller la tinta meneando el papel en el aire, como pañuelo, lo dobló en cuatro muy exactas partes Sancho y lo guardó debajo de la camisa, anunciando al bachiller que cuando acabara el libro vendría a verlo, sin querer hablar más por el momento, porque estaba con el alma en carne viva, y se fue a rematar aquel trabajo que tantas congojas le producía, ajeno al gran revuelo que había en el pueblo desde que la ilustre comitiva del duque había llegado a él.

Se había corrido por los contornos la llegada de aquel fiero animal y fueron muchos los que venían a verlo.

Quiso mostrárselo también Sansón a Antonia, pero la encontró abatida y sin ánimo, porque habían empezado a sobrevenirle las náuseas propias de su estado, y sin atreverse apenas a importunar al que ya era, aunque en secreto, su esposo, le decía:

– Mira, Sansón, que si tardamos más en decirlo, tendremos bautizo y entierro el mismo día, porque del sofoco que he de pasar, me llevarán a enterrarme junto a mi tío.

Le prometió Sansón hablar a su padre en cuanto el conde se marchara de nuevo a la Corte, pero no se decidía el conde a despachar a sus ilustres huéspedes mientras el elefante siguiera enfermo, y aquello se alargaba lo indecible. Por eso empezó Sansón Carrasco a pensar en una traza para abreviar aquella estadía de los duques, que encontraba, a medida que los iba conociendo un poco más, dos seres más dignos de lástima que de otra cosa, en su genuina estupidez.

Entre las cosas y noticias dignas de mención que ocurrieron aquellos días, hubo también una relacionada con Dulcinea.

Sucedió cierto día en que los duques quisieron agasajar a todos los amigos de don Quijote, y tuvo que ver con la nueva de que Tosilos había traído del Toboso, donde le confirmaron a la comitiva ducal que no hacía ni un mes que la tal Aldonza Lorenzo se había casado con un caballero que había llegado al pueblo trayendo cartas del muy famoso Caballero de los Leones, también conocido como el de la Triste Figura, y más universalmente como don Quijote de la Mancha.

Cuando se enteró de esto Sansón Carrasco, supuso que ese caballero casadizo no podía ser otro que aquel don Santiago de Mansüla a quien conoció y con quien terció en aquella venta donde encontró a Quiteria. Nada dijo, y nada hubiera dicho el bachiller, de no so ser porque estando ese día a la mesa, con su señor y los duques y todos los demás, ocurrió lo que ocurrió.

Habían sido llamados aquel día también el cura y el barbero, por la curiosidad que tenía la duquesa en todo lo que se relacionaba con don Quijote, a quien ya solía llamar, «mi don Quijote», o simplemente «don Quijo», curiosidad, ha de decirse al paso, que los duques se negaron a extender a la triste tumba del caballero, cuando don Pedro les invitó a visitarla y a rezar sobre ella unos responsos, con tenerla a cincuenta pasos; dejó el duque resuelto ese capítulo con cincuenta ducados que entregó a don Pedro para misas por el alma del hidalgo, pero no quiso mancharse los zapatos con el barro del camposanto.

También al paso hay que recordar que Sancho, tras leer en la Segunda Parte que todo lo de la gobernación de su ínsula había sido una afrentosa infamia, así como lo de extremar la broma enviándole aquellas sartas de corales a Teresa Panza, se excusaba de continuo para no personarse donde le llamaban la duquesa ni el duque, por la tirria que les había tomado. No obstante, y después de mil requerimientos, no pudo evitar acudir a aquel almuerzo. Se sentó en un rincón y selló sus labios, contrariado por haber tenido que dejar de leer su libro, que aún no había concluido.

Estaban todos a la mesa y entró el lacayo Tosilos, anunciando que el marido de la llamada Dulcinea había llegado al pueblo, y enterado de que los duques habían querido ver a su mujer, pedía audiencia.

– Antes de dejarle pasar -dijo el bachiller- he de confiaros algo de suma importancia para la tranquilidad de este pueblo y de sus habitantes ahora y en los siglos venideros.

En pocas palabras les contó cómo había encontrado en una de las ventas donde posó don Quijote a media docena de caballeros que andaban vagando en busca del pueblo de don Quijote, más locos y trastornados que él, con el fin de agasajarlo y quién sabe si convertir su pueblo en un centro de peregrinación, teniendo en cuenta la fama y la celeridad con que las aventuras se iban propagando. Relató también cómo otros iban incluso en pos de Sancho, con la intención de llevárselo como escudero. Y cómo él, Sansón Carrasco, había ocultado el nombre de la patria de don Quijote por tener la fiesta en paz.

– Así que, señores, les pido que si preguntara si lo conocemos, neguemos que ésta haya sido la patria de don Quijote, si queremos una vida tranquila. Le hemos enterrado y vive ahora en libro. Su patria es ese libro, y su sepultura. Quien lo celebre y admire, acuda al libro. Ésa es su Meca, su Roma, su Jerusalén, su Guadalupe.

Se mostraron de acuerdo todos con la prudente maquinación de Sansón Carrasco e hicieron pasar al caballero.

Venía vestido con una gabardina sobre el jubón, y un sombrero de ala ancha que se quitó y con el que hizo tan profunda humillación que pensaron iba a barrer de una sola pasada el suelo de aquella estancia.

– Señores…-principió el caballero mirando detenidamente a los allí presentes, y sólo por el modo en que dijo esa palabra se vio que iba a decir las cosas más que en canto llano, en contrapunto.

No reconoció don Santiago al bachiller, a quien miró como a un extraño, pero sí le conocieron a él, por razones distintas, el bachiller, y Sancho. A ninguno de los dos podía pasarles inadvertido aquel ojo inconfundible que tenía, metido un poco en el otro, y aquel jabeque tan feo sobre la ceja. El bachiller conoció en él al caballero de la venta que respondía al nombre de don Santiago de Mansilla, y Sancho a aquel Ginés de Pasamonte que mostró su mala catadura después de ser liberado por don Quijote junto a otros galeotes y penados, robándole el rucio, como acababa de enterarse leyendo la segunda parte, y como también se enteró leyendo en ella que aquel titiritero que obedecía al nombre de maese Pedro y que se presentó en la venta con un ojo tapado a lo corsario y un mono adivino, no era otro que Ginés, sólo que en aquella ocasión de los títeres llevaba disfraces tan consumados, que ninguno de los que le conocían, hubieran podido sospechar de quién se trataba.

– Señoras -prosiguió-, me llamo don Santiago de Mansilla.

Y dio a esta frase categoría de revelación.

– Yo me quiero salir de aquí -dijo en un susurro Sancho al bachiller, sospechando nueva burla y no estrenada afrenta-. ¿Qué es todo esto? Asco me dan ya todas las pantomimas…

– No sé qué te ocurre, Sancho -le respondió por lo bajo el bachiller-, pero deja hablar al caballero.

Así lo hizo Sancho, que se caló la caperuza hasta los ojos y hundió éstos en las simas de los manteles, por no ser descubierto de quien quería pasar por caballero. Aunque el recaudo de Sancho para taparse quizá resultase excesivo, porque lo probable es que tampoco lo hubiese reconocido; tanto había adelgazado el escudero.

– Había ido a Zaragoza a comprar dos yeguas, tataranietas de unas que trajo a España el visir moro de Granada -siguió diciendo aquel Ginés de Mansilla, aquel don Santiago de Pasamonte.

No recordaba tampoco Sansón Carrasco que ese de las yeguas hubiera sido el negocio de aquel don Santiago, sino otro muy diferente de vendegatos, lo cual hizo que no perdiera una palabra de las que decía, ni de vista a Sancho Panza, que a cada instante que pasaba, más y más se mostraba desasosegado e impaciente.

– Muy cerca de Zaragoza, en La Almunia de doña Godina -prosiguió el llamado para Sansón don Santiago y para Sancho Ginés de Pasamonte- conocí a don Quijote de la Mancha, el caballero más loco y admirable de cuantos hoy fatigan los caminos, y a su escudero, el más gracioso de los edecanes.

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