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Necesitado de encontrar a un compañero con quien comunicar todo lo que había leído, se fue Sansón Carrasco a casa de Sancho Panza, y se lo llevó por ahí, a las afueras del pueblo, a pasear y a dejar que el aire puro y libre le ventilase la cabeza después de haberla tenido durante tres noches enfrascada en la crónica de don Quijote.

– Ningún libro se ha escrito como éste ni más humano, Sancho, y a Cide Hamete y a Cervantes debemos todos nosotros el quedar para la posteridad mucho mejor pintados de lo que somos, lo cual dice bien de su generoso pulso para idealizar las líneas de nuestro retrato. No hay en todo el libro ni una palabra que no haya salido del tintero de la piedad o que no la haya dictado la misericordia, y las cosas y nosotros mismos estamos esquiciados tan a lo vivo que es como si anduviéramos libres por entre sus páginas, y entráramos y saliéramos de ellas como de nuestras casas. Y si es cierto que las locuras de nuestro amigo mueven a risa todavía hoy, a mi han dejado ya de hacerme gracia, porque veo lo mucho que incomprendimos a don Quijote los que más decíamos comprenderle, porque sus locuras, siéndolo en la forma, nunca lo fueron en el fondo. Y sí, ahora me doy cuenta de qué equivocado andaba yo queriendo traerlo a casa, con la excusa de apartarlo de las burlas y los agravios que se le hacían en el ejercicio que él llevaba de deshacerlos en otros. ¡Qué necio fui, queriéndolo reducir a mi cordura! El loco fui yo y todos cuantos creen que los libros son cosa diferente de la vida, que se leen y se olvidan! Para él cada libro fue un sol o una luna, que le daban o le quitaban luz, y yo le dejé a oscuras para siempre. ¡Yo sí que fui tonto, por pensar que las burlas menoscaban el honor de nadie, cuando.suele ser lo contrario, que quien se burla de alguien suele quedar en esa burla a la postre peor que el burlado! Mi propósito, al querer vencer a don Quijote, fue, como quien dice, humano. El de don Quijote, al querer vencer a los gigantes, sobrehumano y propio de un héroe. Yo me fingí caballero andante, y en eso anduve como impostor. Don Quijote no necesitó fingir con nadie, porque lo que era, lo fue siempre a conciencia, sin engaño.

Y por mucho que lo escarnecieran, apalearan y burlaran, y en el libro se ve, jamás le alcanzaron el corazón, que obraba tan rectamente humillando al soberbio y ensalzando al humilde, que es la única enseña que ha de seguir un hombre de bien, y no al revés, como suele hacerse: decir viva quien vence.

Y quiero decirte que si por arte de magia uno de aquellos encantadores en los que él creyó me propusiese el trato de arrancarme un brazo por traerlo de nuevo a la vida, lo haría, y me quedaría con ello igualado a su autor, de quien se diría perdió el suyo no en la más memorable y alta ocasión que vieron los siglos pasados ni esperan ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del rayo de la guerra, Felipe Segundo, de feliz memoria, sino dándolo por nosotros, por ti, por don Quijote, por Antonia y Quitería y por cuantos en el libro aparecemos, a la manera que de la costilla de Adán salió Eva.

– Siendo así, ya ardo en deseos de leerlo. Démelo vuesa merced, que la duquesa no querrá negarme tal favor. El elefante aún sigue postrado y según el malabar tiene unas fiebres que tardarán en pasarle una semana. Y si vos habéis tardado tres días en leerlo, ocho, digo yo, serán suficientes para que pueda hacerlo yo, que ya puedo considerarme en este oficio de lector casi oficial de tercera.

– Y aún te van a sobrar, porque has sido un buen aprendiz, Sancho, y más leyendo aquello que se dice de nosotros, porque en ese caso al entendimiento le nacen alas, que parece que el libro más que escrito, ha sido destilado, por cómo se bebe. Pero las advertencias que te hice la primera vez, en este caso vendrán dobladas. Mira que hallarás pasajes en los que averiguarás cosas que sería mejor que no las supieses, porque no añaden nada y pueden quitarte el reposo. Y ya sé que esto que voy a decirte seguramente te va a avivar la curiosidad, pero si me hicieras caso, con la primera parte te darías por contento. Habrás de leer cosas aquí que te hagan daño.

– Asi es, tengo ahora mucha más curiosidad que antes. Pero no se preocupe vuesa merced, porque estoy curado de espanto. Dadme el libro y yo iré donde la duquesa.

– Iré contigo, Sancho, porque no está bien que el libro le llegara por otras manos que aquellas en las que ella lo dejó.

Encontraron a la duquesa en el granero adonde había ido a llevar cierta golosina al elefante, que eran dos docenas de requesones, que a aquella mole convaleciente le hacían gemir de gratitud, de contento y de gusto.

– Y dime -dijo la duquesa en cuanto vio que el bachiller Carrasco le traía el libro- ¿habla de mí en él?

– Si habla.

– ¿Y ésa es parte principal del libro o de las llamadas de paso?

– Principal.

– ¿Y cuenta la burla de Clavileño?

– La cuenta.

– Y quiero yo saber si trae allí también la invención de Altisidora y Merlín.

– Allí aparecen, si señora, Merlín y Altisidora y todos los que entraron en las burlas como redomados comediantes.

– ¿Y dice si soy hermosa y distinguida?

– Sí. Ya lo creo. Y no sólo el historiador dice de vuestra Excelencia todo lo bueno, sino que se recogen unas palabras que la dueña doña Rodríguez le dice a don Quijote, y compara vuestra lozanía y la morbidez de vuestro rostro a una espada acicalada y tersa, y las dos mejillas, a leche y carmín, una al sol y otra la luna.

Quedó muy complacida la duquesa y hueca, viéndose alabada tan en público y allí mismo prometió a la dueña doña Rodríguez dos perlas que tenía. Lo agradeció doña Rodríguez de modo entrecortado, pero no le quitaba el ojo al guasón bachiller, pues demasiado bien se acordaba ella de haber dicho todo eso a don Quijote, y aún más, como que toda aquella hermosura de la duquesa debía agradecerla primero, a Dios, y luego, a dos fuentes que tenía en las dos piernas, por donde se desaguaban los malos humores de los que decían los médicos que estaba llena.

Y fue también una malicia del propio bachiller, que no tenía ya, después de haber leído aquella segunda parte, demasiada buena opinión de quienes, como los duques, no parecían encontrar entretenimiento más que en reírse de la gente, demostrando en eso ser como tantos que tienen un desarrolladísima jovialidad cuando se trata de los demás y muy malas pulgas cuando los demás quieren tenerlo con ellos mismos.

El propio Sansón Carrasco se dio perfecta cuenta de que aquellos duques tampoco debieron de serle muy simpáticos ni a Cide Hamete ni a Cervantes, porque ni uno ni otro revelaron el nombre de señores tan importantes. Aunque, cabe añadir al paso, que Cide Hamete malamente pudo revelarlo ni aun escribir esa segunda parte, porque llevaba muerto más de ocho meses, y debió de ser que Cervantes, que como muchos otros esperaba después de la primera la segunda parte, decidió seguir atribuyendo al moro el resto de la historia, para no meterse en más jardines y seguir la unidad de la obra, y así si la primera parte se la debemos enteramente a Cide Hamete, la segunda, que también se le atribuye, sólo pudo ser de Cervantes. El caso es que formalmente ni uno ni otro simpatizaron con los duques, como tampoco el bachiller. Y su recelo hacia tan principales señores subió de cotas, quizá porque pensó que únicamente en ese trance, mientras duró el hospedaje en casa de los duques, su buen amigo don Quijote no había procedido como debiera a su dignidad, estando demasiado obsequioso y servil con quienes tanto se burlaban de él, desplazado su lugar natural que fue siempre el de no someterse a nadie, y menos que a nadie al poderoso. Y así, había leído aquellas páginas con un sentimiento ambiguo de lástima y tristeza, y pensaba que el autor debía de haber andado, como en otros pasos, mucho más discreto, y mientras estaba leyéndolas, deseaba terminarlas cuanto antes por ver a sus dos amigos de nuevo al aire libre, dando rienda suelta a su melancolía don Quijote y a sus desportilladas aspiraciones Sancho Panza.

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