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– Dinos, Sancho, dónde podremos recogernos esta noche y si hay una posada que pueda darnos alojamiento al duque, a mi y a todos los que vienen con nosotros, así como un lugar donde dejemos acomodado al elefante.

Iba Sancho a responder, cuando vieron salir de su casa al conde, que hacía un día había llegado con su familia a recoger sus rentas y asentar en su secretaría al joven Carrasco.

– Duque -se presentó-, soy el conde de los Alcores y esa de la plaza es mi casa. Acabo de llegar con mi familia de la Corte, donde vivimos, y aunque los aposentos no están dispuestos como convendría a la importancia de tales huéspedes, os ruego que lo seáis de mí y de mi familia mientras estéis en este lugar. En cuanto al elefante, podréis acomodarlo en uno de mis alhorines, donde se le preparará lo que haya menester.

Y aunque el duque no quería ocasionar trastorno alguno, tanto insistió el conde, que los duques y sus criados y dueñas se quedaron en la casa del de los Alcores, enviando a la posada al naire, al aprovisionador y el resto de los criados que se ocupaban del animal, tras de lo cual se fueron todos a sus casas, esperando impacientes el día siguiente para poder admirar a su gusto aquel fastuoso viajero de las selvas africanas.

Enterado sobre la marcha el conde de que su nuevo secretario había sido amigo y vencedor de don Quijote, del cual ni había oído hablar hasta ese momento ni por supuesto había leído su libro, quiso agradar a sus huéspedes y pidió al bachiller que cenara con ellos esa noche.

Fue una gran cena aquella, pese a la improvisación.

– Y así fue, después de vencerlo en Barcelona -concluyó el bachiller, tras haberles hecho pormenorizada crónica de esa derrota-, como mi amigo don Quijote se volvió a este pueblo. Traía la promesa de no salir en un año, que pensaba acortar él no de tiempo, pero sí de tedio, viviendo vida pastoril y de égloga como el pastor Quijotiz, acompañado de su amigo el pastor Pancino y de mi mismo, que los acompañaría con el nombre de Sansonino o Carrascón.Y a los pocos días de llegar a su casa, y sin que nada ni nadie lo presagiara, ni hubiera tenido tiempo como quien dice de quitarse el polvo del camino, cayó enfermo, y en menos de dos semanas se lo llevó por delante la melancolía y la tristeza de verse reducido en ese estado, comprobando acaso que ninguno de los trabajos que había hecho en sus salidas por el mundo le había reportado otra cosa que penas y desdenes, motes viles y burlas por todas partes. Pero habéis de saber que don Quijote murió cuerdo, pidiendo perdón por todas sus locuras y encomendando su alma a Dios y deseándonos a todos vernos presto en el paraíso.

Oyeron con atención los duques y el conde todas estas noticias, y una vez que acabó de hablar el bachiller, el duque, con patente tristeza porque aquella muerte les había privado de una garantizada diversión, dijo:

– Es lástima, porque pensábamos llevárnoslos con nosotros a nuestro castillo, a él y a Sancho, y tenerlos allí todo el invierno como a servidores nuestros, y para ello habíamos incluso concertado un gran encuentro con Dulcinea. A tal propósito he enviado a Tosilos y dos de las dueñas hasta el Toboso, con el recado de traerse a Dulcinea con ellos, para lo cual el lacayo lleva dineros nuestros, joyas y otros presentes que sirvan para ablandar su ánimo si acaso éste se muestra remiso, y así los esperamos mañana aquí. Que habría sido cosa de ver ese torneo entre Dulcinea y don Quijote, y ya habíamos cruzado apuestas de que resultaría aún más interesante que cuando en un peleadero se muestran dos gallos que no se han visto nunca hasta entonces.

Los oía hablar el conde y no entendía cómo personajes tan importantes de España y de tan rancia raigambre se dejaban enredar con pasatiempos de muchachos, pero enseñado a la vida de la Corte y reconocido al honor que era tenerlos de huéspedes, los agasajó toda la noche con inequívocos desvelos.

Quisieron también los duques saber de Sancho Panza y de la vida que hacia en el pueblo, y si trabajaba y en qué, y volvió la duquesa a manifestar su deseo de llevárselo consigo, si quería él entrar a su servicio, porque confesó que le había cobrado una grandísima afición a sus simplezas y repentes, lo mismo que a sus refranes, que tanto le habían distraído durante el último verano.

– Aunque he notado en él un gran cambio, que casi me le hizo irreconocible.Y no lo digo tanto porque haya perdido más de tres arrobas de su peso, como que me ha parecido un hombre triste, lo cual en los Sanchos de este mundo resulta una enfadosa impertinencia. Para triste ya está una. No obstante, bien estaría hablar con él y hacerle decir alguna de sus simplezas.

Viendo el conde que deseaban hablar y tener allí a ese tal Sancho Panza, a quien ni conocía ni del que sabía otra cosa que lo que allí se estaba contando, envió recado a uno de sus criados a la casa del escudero para que lo trajera.

Mientras llegaba, contó Sansón Carrasco cómo Sancho Panza no había podido hacer ni hacía nada desde que don Quijote había muerto, con gran preocupación de su familia, a la que tampoco tranquilizó el hecho de que hubiese querido aprender a leer y de que hubiera leído ya la primera parte de su historia.

Oír eso y romper a reír los duques, y, por imitación, el conde, fue todo uno, pues encontraban muy gracioso y el colmo de la extravagancia que un gañán mostrase curiosidad por leer, y desearon entonces, más que nunca, tenerlo delante y ver cómo se despeñaba con aquellos tan recientes y poco digeridos estudios suyos.

Llegó Sancho a casa del conde y viendo allí sentada a la dueña doña Rodríguez, no pudo reprimir una elegía:

– ¡Quién iba decirnos, doña Rodríguez, que volveríamos a vernos, y en estas circunstancias! ¡Cuánto rabiamos juntos y cómo daría yo ahora por volver a las andadas, y a aquella perpetua zaragata! Ahora entiendo cabalmente las palabras de mi amo cuando decía que cualquier tiempo pasado fue mejor, y suspiraba él por aquella edad de oro donde no había ni tuyo ni mío. ¡ Qué pronto se va el placer, cuan presto llega el dolor! Y si ahora estuviese aquí nuestro don Quijote les admiraría tanto, que si mucho lo tasaron por loco, llegaría a los cielos lo que le tasaran por cuerdo. Y decidme, mi respetada dueña, ¿cómo le fue a aquella hija vuestra que casó con Tosilos? ¿Viven bien avenidos, no se arrepienten de aquel casamiento que les llegó de modo tan extraño y desviado? ¿Goza vuesa merced de buena salud? ¿Espera ya nietos vuestra persona?

Se admiró mucho la dueña doña Rodríguez de oír hablar de aquella manera tan comedida y cortés al escudero, y antes de responderle pedía ella a sus señores, con rápidas miradas, si se le concedía la venia de satisfacerle la curiosidad y el interés. Se la otorgaron ellos y le dio ella cuenta exacta de lo que quería saber.

No se resignaba la duquesa a perder su momento de diversión, y por verle equivocarse y emplear unas palabras por otras, quiso saber cómo era que le había dado por aprender a leer, y refirió Sancho lo ya sabido, o sea que cuando había sido gobernador tuvo mucho pesar en no poder él ni leer las cartas que los duques le enviaron ni la que le envió su amo, teniendo que darlas a quienes sabían de ese negocio.

– Ah, y qué gran noticia es ésta, Sancho -dijo la duquesa, que ya empezaba a ver por dónde podía principiar la burla- que te traemos muy buenas nuevas de tu ínsula. Cuando te fuiste quedaron tan faltos de tu consejo y tan mal acostumbrados por tu buen gobierno, que aquella república anda ahora muy feamente, y nada nos placería más al duque y a mí que te volvieras allá, donde serías al punto aclamado y vivirías tan regaladamente como no pudiste por la brevedad de tu mandato.

Confirmó el duque con una gran cabezada las palabras de su esposa, y todos esperaron las de Sancho, quien, al contrario de lo que en él era uso, se tomó unos instantes para responder.

– Ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño, y aunque se me traspasaran plenos poderes y estuviera en mi mano enviar al destierro al doctor Tentetieso por haber querido matarme de hambre, y aunque pudiera con el gobierno hacerme rico y vestir a mi Teresa como a una reina, y casar con condes y condesas a mis hijos, no volvería yo a levantar la vara ni vestir la toga. Pude ser caballero con mi amo, y no lo quise, y ahora digo lo que entonces le dije, cuando me encontró en aquel barranco en el que fui a caer. Después de tantear las cargas que trae consigo el gobernar, y las obligaciones, hallé por mi cuenta que no las podrían llevar mis hombros, ni son peso de mis costillas, ni flechas de mi aljaba; y así, antes que diese conmigo al través el gobierno, quise yo dar con el gobierno al través, y dejé la ínsula tan bonitamente como la encontré: con las mismas calles, casas y tejados que tenía cuando entré en ella. Mientras duró mi gobierno no pedí prestado a nadie, ni me metí en granjerías; y, aunque pensaba hacer algunas ordenanzas provechosas, no hice ninguna, porque supuse que hacerlas o no, iba a dar ¡o mismo, pues nadie habría de cumplirlas. Salí, pues, de la ínsula sin otro acompañamiento que el de mi rucio. Eso le dije a don Quijote esa mañana en la que me sacó de la sima, que de no haber sido por él, allí estarían mis huesos a estas horas. Y lo que os dije entonces, Señorías, lo repito: que mejor estaba comiendo mi pan y hartándome con don Quijote que gobernando no ya una ínsula, sino el mundo entero. Y bastará que esperen vuesas mercedes a que se publique la segunda parte de la verdadera historia de don Quijote, como nos tiene asegurado el bachiller que ha de publicarse, para que lean vuestras Excelencias que lo mismo que hablo aquí lo dije en su día a don Quijote, y que estas palabras no me las ha dictado ni la humildad ni la simpleza, sino el más recto veredicto del corazón. Así lo siento y conforme al sentir, digo y hago, que he aprendido ya a decir sólo lo que siento, sabiendo que si sé sentir sabré decir.

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