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– Y a ellas me atengo -acertó a decir un empalidecido bachiller-. Los temores viven en nosotros como los murciélagos, y se despiertan sin por qué. ¡Un hijo! ¡Ahí es nada! Pero no temo más que a mi padre, que ha de ver en esta boda una unión muy desigual, y más ahora que me sabe ya secretario del conde y con una renta tan providencial. Vienen los hijos, en efecto, con un pan bajo el brazo. Yo le hablaré, yo le diré, yo le contaré y le haré ver que ya no puedo echarme atrás. De hoy no pasa, y no tengas otro cuidado, Antonia, que el de velar por ese hijo nuestro. Y el dolor de que estés sola en esta vida y no tener a nadie más que a mí y a Quiteria, va a facilitarnos las cosas. Tienes tu hacienda, tengo yo la mía y desde hoy el mejor oficio del mundo, como secretario; casa propia, que es la tuya, y por delante la vida. ¿A qué hemos de temerle? De hoy no pasa: el señor Tomé Carrasco va a tener exacta cuenta de nuestro negocio.

Y hablando de aquella manera Sansón Carrasco y oyéndole Antonia, se diría que ninguno de los dos quería volver a mencionar al señor De Mal ni de sus amenazas ni de la famosa manda del testamento de don Quijote. Como si no pensar en aquellos cánceres acabara librándoles de ellos.

Se marchó a su casa Sansón, pero en todo aquel día no halló ni el momento ni el modo de anunciarles que había de casarse con la sobrina de don Quijote. Imaginar lo que su padre diría al oír aquel nombre, tantas veces denostado por él, lo mismo que el de aquella casa y todo lo que la regía, le causaba pavor.

Volvió Sansón por la tarde a casa de la sobrina desolado:

– Antonia, no puedo. Le he cobrado tanto miedo a mi padre, que no sé cómo decírselo. Puesto que va a ser el tuyo, lo conocerás y le temerás como yo.

– Nos casaremos en secreto, y ante los hechos consumados no tendrá más que avenirse.

Y hablando de lo que harían o no, y de cómo, y del modo en que arreglarían su vida, se les fue pasando a los amantes aquella tarde, al lado de la lumbre de la chimenea.

Al día siguiente, en secreto, quedaron citados frente a la casa de Antonia. Caminaron hasta el convento de Las Claras y contaron como testigos con Quiteria y el barbero, a quien hicieron jurar que les guardaría el secreto, el mismo al que se comprometió el frailecillo descalzo que ceremonió la unión. Y allí, en la iglesia del convento, a las seis de la mañana quedaban casados el bachiller y Antonia, que aplazaron participar la nueva a todo el mundo cuando encontraran favorable coyuntura. El bachiller seguiría viviendo en la casa de sus padres, y Antonia en la suya, como siempre.

Cuando las dos mujeres se vieron solas, Quiteria respiró tranquila:

– Habéis hecho lo propio, porque ese niño, cuando nazca, va a rozar los límites del crédito, así como va a salimos sietemesino, y aún eso sería a estas alturas una bendición.

Antonia, sin ánimo para la chirigota, miraba angustiada al ama, como diciéndola: ¿cómo puedes bromear con algo tan seno?

Se había echado encima el invierno, y entoldados los cielos parecían hundir las vascas llanuras de la Mancha con pesadumbres irrefragables. Todo lo calurosos y secos que habían sido el verano y el otoño últimos, estaban siendo fríos y lluviosos aquellos meses, y poco más podían hacer los vecinos del pueblo que estarse en casa junto al fuego o en tareas que admitieran ser hechas bajo techado, como había determinado Sancho con su fabrica de cestos, canastillas, argadillos y azafates.

Aunque no muchos más pudo hacer durante las dos semanas siguientes Sancho, porque enteras las consagró a leer su libro.

Lo hizo de una manera concienzuda, sin saltarse líneas, a menudo volviendo sobre lo leído una y otra vez, cuando no comprendía lo que en él se decía y otras, suspendiendo la lectura, abrumado por los recuerdos que aquellas palabras despertaban en él o la memoria de otras gestas que el historiador moro no había considerado dignas de figurar allí y que para él habían sido si no más, sí, al menos, tan significativas como esas otras que allí figuraban. Cuando lo acabó, buscó al bachiller, y en casa de éste lo encaminaron a la de Antonia.

Le invitaron los dos jóvenes a pasar y a que se sentara con ellos junto al fuego.

– ¿Y querrá la señora sobrina del que fue mi amo tenerme a su lado? ¿Ya no pierde la paciencia cuando me oye hablar? ¿Ha olvidado que me decía que era yo quien le sacaba a su tío de su casa y yo el que le espoleaba la locura?

– Eso era cuando mi tío vivía. Muerto él, ¿a quién puedes tú hacer daño, que eres como un mendrugo de pan y mejor dispuesto que ninguno de los hombres de este pueblo? Siéntate aquí con nosotros, ahora que formas parte ya de los culteranos. Dime, ¿qué traes en la faltriquera que abulta como un queso?

– Mejor me ha sabido, Antonia, y no hubiera querido que se me hubiese acabado nunca. Jamás habría pensado que el terminar algo, no siendo la vida, causara tanta pena, y ha debido de ser que ese libro era como el maná, y cuando se me iba acabando, notaba yo que se me apagaba la vida misma, y estos días lo he leído tan despacio y tantas veces por no llegar al final, que ya no sabía cómo hacer. Y no saben vuesas mercedes cómo espero ahora su continuación, porque con un llamativo como éste no podría ser mala la olla. Y ya veis, señor bachiller, que andabais errado en decir que no han de prestarse los libros, porque este lo devuelvo como me lo entregasteis, si acaso no viene algo mejorado, que en eso digo yo que los libros serán como las personas, que cuanto más trato tienen con sus lectores, mejores se vuelven.

Y diciendo eso, sacó Sancho el libro de su faltriquera y se lo entregó al bachiller, que no se molestó en revistar el estado en que se le volvía y lo miraba por todas partes como si fuese una caja a la que no encontraba el secreto resorte que la abriese.

– Debe de ser que como eres neófito todavía en esta cofradía de los letraheridos, devuelves los libros. Pero dime, ¿qué te ha parecido, en qué te encontraste igual y en qué distinto o mejor, y en qué peor?

– La primera cosa que he sacado yo de su lectura es que es malo nacer siendo Sancho, pero que no es mejor nacer siendo don Quijote. Y que quizá el propio nacer es lo que es malo, porque no son sino trabajos e ílusionismos los que nos esperan. La segunda es que no hay nadie que no sea al mismo tiempo lo suyo y lo contrario, loco y cuerdo, pobre y rico. En lo que creo que anduvo equivocado el señor Benengeli fue en decir que no sabia si darme el título de hombre de bien, porque ninguno pobre suele serlo. Y eso lo dijo por pertenecer a la herejía mahometana, ya que no debió oír en la catequesis las bienaventuranzas, porque allí bien claro se dice, que de los pobres será el reino de los cielos, y que es más difícil que pase un camello por el ojo de una aguja que ver enhebrar la puerta del cielo a un rico, y no creo que el cielo quisieran llenarlo de malas gentes. Por lo demás, lo que cuenta el señor Benengeli está tan atenido a la verdad y a los hechos reales que habría pensado que fue cosa de brujería cómo llegó a conocerlos, de no saber que el señor Cervantes es muy cristiano y no querría mezclarse con nada que oliera a nigromancia. Cierto que, por lo que a mí se refiere, y en esto de los libros y las historias ha de decirse que cada palo aguanta su vela, cierto, digo, que muchas veces se me tilda de necio, simple, interesado, egoísta, gumía, descuidado, poltrón, un si es o no poco pulido y limpio con mi persona, y muchos disparates más, como el de presentarme corno un hombre de escaso y ralo juicio, cosas todas ellas que no me han molestado, porque no se hallará luego nada, ni en mis palabras ni en mis actos, que no esté sustentado por el recto juicio y los sanos propósitos, y así he de decir que salgo favorecido demasiadamente bien en ese retrato, y en aquellos en que quedé mermado o perdidoso, lo achaco a que el señor Benengeli lo dijo por no conocerme. Pondré un ejemplo. Vuesa merced me conoce bien. Sabe que me gusta hablando acarrear dichos, gracias, donaires, burlas y toda clase de cohetería incumbente, y enfilar refranes como quien ensarta corales. Son para mí los refranes la filosofía del pobre, y a ellos me atengo. Y sin embargo hasta el capítulo XIX, según el libro, no se me cae ninguno de la boca, lo cual es poco probable que haya ocurrido, porque me despierto con uno en los labios, y me acuesto con otro, y sigo en sueños sacándolos de molde. ¿Qué quiere decir ello? Que aunque yo los dijera, el señor Benengeli no los oía, y si los oía no los encajaba. Y esto mismo vale para lo contrario, haciéndome decir cosas que no pudo oír, porque no las dije. Que en esto de las historias he visto que hay que tender a la verdad general del asunto, y poner de acuerdo a las partas en los detalles es cosa menos que imposible.

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