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Y ahora me arrepiento también de no haber sabido escribir, contra lo que pensaba, porque hubiese podido pasar a pliego todo lo que mi señor don Quijote me ordenó que le dijera de su parte a su señora Dulcinea, que aunque sé que eso formaba parte de su locura, no está bien dar la palabra a nadie, y no cumplirla, aunque se trate de un loco. Porque si el loco está en su derecho de ser loco, tenemos los demás el deber de tratarle con consideración y respeto, y no por loco engañarle en cosas de su cordura, haciéndole creer que son de loco.

Y don Quijote podía estar loco con sus caballerías, pero que sentía amor por Dulcinea era cosa probada, y al ser probada y no forzosa, no la compartió con nadie. Y no haberla visto nunca, no empecía para estar enamorado de ella y para que su amor fuese tan legítimo como el del más pintado Calixto, porque de lo que él estaba enamorado era del amor, y eso no era de locos, sino de hombre en su sano juicio, si no es que todos los hombres damos en loco en cuanto nos enamoramos, y de ahí que se diga, «mira, ahí va Mendoza loco de amor», o «Constanza, te amo con locura». Todo lo hubiese podido yo remediar, sí señor, sabiendo leer y escribir. Y ahora que ya sé, ¿me habéis apartado ese libro? Venga, que me estoy muriendo de ganas por leerlo.

– Vamos con tiento, Sancho. ¿Estás seguro de que vas a querer leerlo? Mira que no te he dicho antes nada, pero podrás tropezar en esa historia con cosas que no sólo no te gusten, sino que te den gran pesar y tártagos. Acaso las encuentres inexactas o mentirosas, y tal vez reputes que menoscaban tu honra. Advierte que ese que verás, serás tú, y al mismo tiempo no lo serás, y acaso no querrás serlo.

– Podría ser -admitió Sancho-, pero déjeme decirle dos cosas. Primera: no creo, por las informaciones que me adelantó mi señor don Quijote, que el moro Cide Hamete haya hecho otra cosa que dar cuenta puntualísimamente de los acontecimientos de nuestras correrías andantes. Tampoco el señor Cervantes habrá querido contar lo que no era, ya que como soldado que ha sido, no podría no ser un hombre que pusiera la honra suya y ajena por delante de la honra de los demás, pues deshonrando a unos se deshonraría a sí propio. Habrá, no lo dudo, momentos en que podrá uno no quedar en un paso como le gustaría, pero ¿a quién no le sucede eso? ¿Quién no pisa una peladura en la calle y viene a caer rociando al suelo, y a quién no causamos risa cuando nos confundimos o equivocamos en cosas de poca monta? Nos miramos en un espejo, y con ser espejo, la mayor parte de las veces no quedamos a gusto de lo que vemos, y no por ello lo rompemos. Si lo hiciéramos, obraríamos como grandes botarates. Así pues, écheme acá ese libro pronto, que me perezco por leerlo, y luego de leído, le pediré incluso ese otro en el se habla de un don Quijote que no fue el nuestro, y de un Sancho Panza que no soy.

– Ahí voy, Sancho, que lo he buscado por todas partes y no lo he hallado.

– Después de lo oído, todo eso me suena a excusa. Creedme, hace ya mucho que me rapo las barbas.

– No te miento; no lo encuentro. Y tiene que ser que se lo prestara a don Quijote, como recuerdo que hice, y no me lo devolviera. No obstante vamos a pesquisar de nuevo en este armario, porque ya que vas a ingresar en la cofradía de los bibliómanos, tienes que saber que muchas veces los libros no aparecen, estando delante de los ojos, como si estuvieran encantados. Y aunque si fuesen un perro te morderían, de tan cerca que los tienes, no los ves, y por eso hay que buscar una y mil veces en el mismo sitio.

Dicho eso, abrió una alacena donde guardaba lo menos cien libros, mientras Sancho, sentado frente a la mesa, se admiraba en silencio de ver todos aquellos volúmenes, algunos de tamaño infolio. Y como no era hombre que pudiera estarse callado mucho tiempo, picado como estaba por la curiosidad, acabó preguntando.

– ¿Y habréis leído seguramente todos esos libros, señor Carrasco?

– Ésa es una de las preguntas más famosas que se les hace a los libros cuando se juntan más de ocho -corroboró alegre el bachiller-, pero unos se leen de la primera hoja hasta la última, y otros, como esos diccionarios, se consultan. Y algunos se compran y no se leen nunca, sino que se espían, y con eso basta, y a otros basta verlos de lejos para saber que no queremos acercarnos más de lo que ya lo hemos hecho, y a otros en cambio nos acercamos y nos hablan de modo que no entendemos. De los no leídos, o no leídos con gusto, lo mejor es llevarlos a los alfarrabistas, zarracatines y aljabibes o darles aceite y usarlos para tapar ventanas. Porque si los libros no han de leerse, ¿para qué querría uno tenerlos al lado? ¿Mantendrías tú en tu casa y alimentarías seis perros si no tuvieras ganado que guardar? Los libros son poco más o menos que un perro. Un libro, si es bueno, te defiende, mantiene lejos al indiscreto y al intruso; y, sobre todo, un libro te da la mejor compañía en los momentos de soledad, melancolía y tedio por los que todos atravesamos, y a diferencia de los amigos un libro, como un perro, se quedará a tu lado todo el tiempo que tú lo precises. Por eso, si un libro no te hace falta y ya no vas a disfrutar de él, lo mejor es darlo a otro o dejar que se vaya, porque lo que se dice del agua, puede decirse también de los libros, a saber, libro que no has de leer, déjalo correr.

– Yo en cambio -le interrumpió Sancho- siento ahora una sed infinita de esas aguas, y como si hubiera dejado correr a mi lado todas sin probarlas, todas me las bebería.

– Ten cuidado, Sancho, y no te vayan a hacer daño, porque así como a Felipe el Hermoso le mató un vaso de agua, algo parecido podría ocurrirte si te lanzaras sobre el primer libro que saliera a tu paso, sólo porque tienes una sed desaforada. Y tampoco pases fatiga por lo contrario, extremo que conocerás igualmente, a saber, que veas un libro y nada te diga, y que lo dejes correr; ello será señal o de que vistes que ese agua no te convenía o que no tenías sed, y en cualquier caso, ¿por qué bebería?

– Y así ha debido de ser, que he vivido indiferente hasta ahora a la gramática y a los libros, sin que llevara pena por ello. Y es o porque no me convenía o porque no tenía yo esa ansia. Apenas había cumplido cinco años cuando ya mi padre me puso a guardar tres cabras que tenía, y no había cumplido los- diez, y ya llevaba yo una yunta de muías, y habría arado si no hubiera sido que no tenía fuerza para mantener clavado el rejo del arado, de modo que por unas cosas o por otras no pude ir la escuela, ni siquiera a las lecciones que en mi tiempo impartía don Pedro a los zagales y mozos por la noche, en invierno, cuando se acababan las tareas, se echaba la noche encima y las tardes se hacían tan largas. Pero, decidme, ¿no encuentra vuesa merced el libro que busca?

Y así era. Había sacado de su armario todos aquellos libros y los había mirado uno por uno, pero ninguno resultó ser el que buscaba. Hasta que el bachiller Carrasco, súbitamente, se golpeó la frente con la mano abierta, como si tratara de fijar de ese modo un recuerdo al que tanto tiempo había costado emerger de las simas profundas donde llevaba enterrado casi un año.

– ¡Ahora caigo! ¡Ya sé quién va a tenerlo! En cuanto terminé de leerlo y me repuse de aquellas fiebres nerviosas, no del todo fingidas, me planté en este pueblo con qué ganas de hallaros a todos los que figurabais en él. Luego viniste tú a darme la bienvenida, y te conté lo del libro, que había leído. Y tú corriste a contárselo a don Quijote, y él me mandó llamar. Quiso mí buena fortuna que en muy poco tiempo me hiciera muy amigo suyo, y me cobró pronto una grandísima afición, por tener en mí alguien con quien hablar de cosas de caballería, de lo que, sabes, sé yo tanto como el más docto en esos asuntos. Hasta me ofrecí a ser su escudero, y lo hubiese sido si tú al final no te hubieras decidido a ello. Reconozco que al principio me tomé a don Quijote un poco a churla, y me hinqué de rodillas y quise hacerle ese cuento que había leído en el libro que todo el mundo hacía con él, pero él, aunque no se tomaba totalmente en serio aquellas burlas, las pasó por alto, y en cierto modo, como era un hombre bueno y nada vanidoso, las encontraba naturales venias y rendimientos no a su persona, sino a lo que ella representaba, quiero decir, el orden de la caballería. Le dije entonces que su historia andaba ya en los papeles. Yo pensaba que ya estaría él al cabo de la calle de que se había publicado y que quería abundar en la lisonja, como a veces les ocurre a los pagados y espumosos de sí mismos, que se hacen de nuevas de algo, con tal de que les vuelvan a relatar algo que se saben ya de memoria; pero no. Era su condición tan humilde y poco entretenida en esas rizadas pleitesías, que importándole mucho lo que dijeran de él los siglos venideros, le daba un ardite lo que en cambio decía el siglo presente, aunque me confesó que una de las cosas que más contento debe de dar a un hombre virtuoso y eminente es verse, viviendo, andar con buen nombre por las lenguas de las gentes, impreso y en estampa, y eso debía de decírselo a todo el mundo, porque hace unos días me lo recordaba Antonia. Lo cual no le llenaba de telarañas la cabeza, porque cuando ya llegamos a ser amigos, también solía decirme, «señor bachiller, sepa vuesa merced que la opinión de los contemporáneos hay que ponerla en cuarentena, porque las más de las veces la mueve el interés, y cuando no, el temor, y cuando no es uno o otro, suele ser la adulación, que siempre es taimada y logrera y la alcahueta de los otros dos. Y así encontrar un hombre que te diga la verdad, y más en un libro, es punto menos que imposible, pues la gente o bien no se atreve, y ahí aparece el temor, o bien lo hace pensando en sí propio, y eso es fruto de la vanidad». Y si no te has olvidado, recordarás que preguntó entonces don Quijote cuáles aventuras salían en el libro y cuáles eran reputadas como más célebres. Y yo le dije que unos se atenían a la aventura de los molinos de viento que a él le habían parecido Briareos y gigantes, y otros a la de los batanes; unos, a la de los dos ejércitos, que resultaron ser dos manadas de carneros, y otros a la del fraile muerto que llevaban a enterrar a Segovia, o la de la liberación de los galeotes o la de los monjes benitos, con la pendencia del valeroso vizcaíno.

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