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– ¿Qué tienen las hormigas que a todo el mundo le da por recordármelas últimamente? No creo que vaya a leer esos libros, aunque ya no soy de los que digo de esta agua no he de beber. No me hace falta saber leer, de todos modos, ni haberlos leído, para comprender que todo lo que en ellos se contaba eran grandísimos disparates, pues no hay hombre ninguno que pueda esta mañana vencer unos gigantes en la China y estarse rondando esa misma noche a su dama en un castillo a más de tres mil leguas, ni aun en Quintanar por la mañana y en Argamasilla por la tarde, ni cortar de un solo tajo las cabezas de doscientos enemigos, ni tampoco he visto yo, con todo lo que he andado, gigantes por ninguna parte, y sí molinos, carneros y pellejos de vino, que a todos nos parió una mujer y todos salimos de la misma estrecha hura. Pierda vuesa merced cuidado, que yo no acabaré loco asi venga ahora en su vera efigie el mismo Belianís de la mano de Alifanfarón. Nadie se vuelve loco por un solo libro. La locura se enciende con muchos libros, por lo mismo que no verá arder vuesa merced un libro solo, sino en compañía de muchos.

Sansón Carrasco, hombre curioso donde los hubo, emprendió la alfabetización de su amigo con entusiasmo, por ver si la ciencia despertaba aún más el talento y la gracia de Sancho o si, por el contrario, la arrasaba para siempre, pues suele el saber de los libros ser como un manto de sal para los cultivados campos del ingenio espontáneo.

Las lecciones empezaron a buen ritmo. Dedicaban el bachiller y Sancho la mañana a ellas. El escudero aprendió en una semana a distinguir todas las letras con su nombre, y recibió indecible contento que cosas como arado o jubón, pudieran ser leídas bajo el hábito de las letras, y fue gracioso verle como muchacho con chichonera irse dando en todas las esquinas del abecedario. Y en otra semana más, se soltó a leer de corrido, lo cual fue para muchos, pasando el tiempo, el primer milagro que hizo don Quijote y el primero que pusieron en la relación aquellos que acordaron subirlo a los altares, que, dicho sea de paso, los hubo, sobre todo los miembros de cierta academia al-carreña que acordó decirle una misa todos los años y mover sus hilos en Roma para que el Santo Padre lo canonizase. El milagro de Sancho, como se le conoció, lo corroboraba. Nadie podía entender que en tan poco tiempo alguien tan porro como el escudero y tan empedernido, mostrara tan ciernas y moldeables sus entendederas. Se imaginaban la mente del escudero como sumisa pella de barro en las habilidosas manos de un alcaller. Pero no llegó a escribir tan bien como leía, porque no se avino la rudeza de su mano con las mórbidas plumas de ganso, que acababan en el papel despuntadas y astilladas, y cuando lograba, entre borrones, trazar limpiamente algo, resultaba tan ininteligible, tenue y tembloroso como el pulso de un agonizante.

– Hasta aquí he llegado y no preciso más -dijo Sancho cierta mañana.

Aquello le pareció, en electo, juego de niños. Y añadió: -Y no entiendo que se haga llorar a los niños en las escuelas, sino que debe de ser que no todos tienen un maestro como lo he tenido yo. Y ahora quiero deciros lo siguiente, señor bachiller. Mientras don Quijote vivía, él era, por así decirlo, mis ojos, mi lazarillo. Él me guiaba por donde le parecía, y yo le seguía. El me contaba los libros que había leído, que no todos eran de alocadas caballerías, y a su boca venían las enseñanzas de tanto trasiego libresco. MÍ vida era una, y no llegaba más lejos de donde iba mi rucio, y yo con él. Hasta hace un año y parte de otro, poco me importaban a mí los libros que hubiera leído no sólo don Quijote, sino todos los que se juntaron en la biblioteca de Alejandría, porque entre ellos ninguno me hubiera sacado de pobre ni me habría traído la comida a la mesa. Entré al servicio de don Quijote y empezó él a pintarme con maravillosas palabras no sólo lo que tenía delante, sino lo que ya había pasado, y lo primero parecía que cobraba una vida que no tenía, y lo pasado volvía al presente a tener nueva y rebrotada vida. Qué modo de hablar y cuánto me equivoqué yo pensando que nada de lo que traían los libros podrían sacarnos de nuestro lamentable estado. Desde que murió don Quijote mi vida se ha visto menoscabada, y no hago sino pensar en lo que he vivido y en lo que ya nadie hará que viva. No volveré a tener un amo tan bueno como él ni a aprender más de lo que con él aprendí, sin que quisiera él enseñarme, porque no tenía ese ánimo. Me corregía cuando me equivocaba, haciendo conmigo obra de misericordia, aunque he de decir que tenía demasiadamente pronta la ira para romperme en la cabeza su lanzón o lo que tuviera a mano, y darme de palos, que en esto probó que tenía madera de maestro de escuela. Pero vos lo sabéis, y lo sabe el señor cura y maese Nicolás y todos los que alguna vez le oyeron, que sus locuras venían envueltas entre tales y tan sazonadas verdades que daba aún más lástima oírlas, porque le recordaban a uno de continuo que aquella buena cabeza la regía un loco, aunque, como ya os dije, aquellas locuras suyas quedaran en la redención de su buen juicio. Y yo diría aún más: don Quijote era loco cuando obraba, y no siempre; pero nunca de pensamiento, que pocos habrán pensado lo que él y como él. No hay día que pase que no me acuerde de todo lo vivido con él, y ando por los rincones llorando sin consuelo. Y haga lo que haga, me acuerdo de lo que haría o no mi señor don Quijote, que hasta en sueños se me presenta todas las noches, y de noche andamos nuevas jornadas y aventuras, como si siguiéramos en el camino. Ahora comprendo que pudiera perder conmigo la paciencia, que me apaleara y que me motejara de necio y sandio, de desagradecido y de villano, porque como tal me conduje a veces. Pero también sé decir que todo ello cambió cuando, dejado el gobierno de la ínsula, seguimos nuestras aventuras. Me dijo entonces, «Sancho, ha llegado la hora de hacerte caballero. Hinca la rodilla en tierra y yo te unciré a esta espada que cantas victorias ha cobrado. A partir de este día serás y te conocerán los orbes como el Caballero del…». Y no se le venía ningún nombre a la cabeza, como tampoco, según me confesó, se le vino la primera vez que lo buscó para sí, que estuvo varios días hasta dar con el bien sonoro e incumbente de don Quijote de la Mancha. Y así, paseó su vista al retortero y no halló cosa de más relieve que unas zarzas en las que habían dejado prendidas sus vedijas un rebaño de ovejas. Pareció inspirarse de pronto y me dijo, «mira ahí esas lanas. Señal es de muy buenos augurios, y no pudiéndote decir Caballero del Vellocino, será bien que te llames a partir de este minuto Caballero del Copo, dando a entender con ello que tras el Copo vendrá un día el Vellocino, enseña que a ambos nos conviene. Y con esto, Sancho, arrodíllate para levantarte como don Sancho del Copo».Yo, mohíno como me hallaba en aquel entonces con el fracaso de mi gobierno, le dije que no estaba para burlas y que no quisiera hacer de mí un hombre desdichado, y que había salido de mi casa sirviéndole y que algún día me gustaría entrarme en ella como criado suyo, y que le agradecía la fineza, pero que tampoco encontraba yo muy ajustado aquel don Sancho en quien no sabía ni poner su firma en un documento ni leer mi nombre si me lo presentaban. Y fue esto último lo que le decidió desistir, y me dijo «tienes razón, Sancho bueno, Sancho humilde, Sancho hermano; pero a la primera ocasión que puedas, aprenderás a leer y en menos que canta un gallo serás tú el Caballero del Copo en memoria de esta jornada y de todas las que harán inmortales nuestras hazañas».Y el recuerdo de aquel día, mi querido bachiller, ha sido en parte lo que me decidió a tomar lecciones. Yo no fui armado caballero, pero don Quijote no olvidó que algún día me haría profesar en esa orden, recordándome a cada paso que de la misma manera que puso a mis pies una ínsula, coronaría mi cabeza con los fulgores de la caballería. Y empezamos desde ese día a ser uno para el otro y el otro para uno, como dos hermanos, y ya no había tuyo ni mío, ni tú o yo, sino que todo lo partíamos por igual, él en lo mucho y yo en lo poco, él sobre un caballo, y yo sobre mi rucio. No había cosa que no juzgase él con tino, fuera de su locura, ni negocio humano del que no entendiera, y como no fuese en lo tocante a su manía, nadie partió mejor el campo de lo que él lo hizo, y cuando no podía él creer algo, como que subimos por los aires a lomos de aquel caballo de madera llamado Clavileño, lo creía sólo por darme crédito, como yo acabé dándoselo a todo lo que sucedió en la cueva de Montesinos, sólo por apreciarlo. Así que se comprende que después de haberío conocido a él, todo me parezca a mí desustanciado y nabo crudo. Muchas veces le oí decir que en los libros se celaba el consuelo de todo solitario, y nadie puede figurarse la soledad en la que estoy, que yo, que era alegre, me muero de tristeza; era decidor, y cada palabra he de arrancármela de las entrañas; reía o estaba dispuesto a hacerlo por cualquier cosa, y lloro por los rincones; me gustaba comer, y ayuno en una hura sin hambre ni apetito, y el vino sólo me produce, cuando lo bebo, mayor tristeza; y si antes caía ya dormido en cualquier lecho, ahora doy vueltas en el mío, inquieto y atribulado sin encontrar una sola razón de tanto desasosiego. Si no pongo yo un remedio pronto, me moriré de contrariedades y melancolías como él, y lo sentiría, porque de todas, las únicas ganas que no he perdido son las de vivir y volver a mi primitivo estado, a ser amigo de mis amigos, a decir mis donaires, si se tercian, y a celebrar los de otros, a beber y comer como solía, a entretener a mi Teresa, a desbastar a mi Sanchico, que es un diamante en bruto, y a pulir ya al que es el más donoso del mundo, que es mi Sanchica. Déme, pues, ya ese libro. Me lo he ganado. Puedo leerlo, yo lo entenderé, él me consolará, juntos haremos nuestra jornada, y amanecerá Dios y medraremos.

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