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Desde que se había muerto don Quijote, Sancho había tomado la costumbre de pausar el habla, como hacía su amo, cosa que impacientaba más y más a Teresa, acostumbrada a que las palabras de su marido le salieran siempre como una perdigonada.

– Acaba, Sancho -le dijo Teresa-, que es para hoy.

– No sé qué prisas tienes, mujer. Yo no tengo ninguna, ni la voy a tener en unos cuantos meses. Vamonos a las cuentas. Sabes, como yo, que quien quiera tenerme a su servicio le bastan dos ducados al mes más la comida, y me tendrá más aficionado y leal que el perro de un chacinero. Desde el comienzo me apalabré con don Quijote en treinta reales al mes. Con treinta reales tengo yo, tienes tú y tienen mis hijos de sobra para ser honrados, no deber nada a nadie y esperar la luna debajo de un peral. Aunque en el trato no entraba la comida, el jornal no se menoscabó ni un maravedí, porque la vida caballeresca suele traer aparejados los banquetes y convites en los que uno no tiene más que extender la mano y traerse a la boca un carnero entero con las entrañas enternecidas por más de doce pichones y un zaque del mejor vino del mundo, y cuando no es así, se sustenta de borrajas, pamplinas y todas las otras tagarninas y piruétanos que va cogiendo en los ribazos, y del variado surtido de las fuentes. De modo que en ese trato con don Quijote salí un tercio mejorado que con Tomé Carrasco, que fue el último con quien trabajé ajornal, que me daba dos ducados al mes. Echa tú las cuentas y verás que en estos tres meses he ganado noventa reales, a los que habrás de sumar aquellos doscientos escudos que me dio el duque, cuando dejamos sus tierras, y los que se llevó el negocio discreto y personal que tuve yo con don Quijote y…

– ;Qué negocio es ése, Sancho, del que nada me habías contado?-preguntó su mujer.

– ¿Y no recuerdas ya lo que te dije por carta, y que era mejor no darle tres cuartos al pregonero?

Teresa, aturdida por la visión de la sarta de corales con los extremos de oro que le envió la duquesa cuando Sancho era su huésped, había olvidado de la carta todo lo demás, no siendo lo de corresponder a su benefactora con un fardel de bellotas, a las que se mostró aficionada la señora. Del resto, lo había olvidado todo, de modo que Sancho hubo de pormenorizar lo referente al encantamiento y desencantamiento de Dulcinea.

– ¿Y de cuándo acá has creído tú en encantamientos? Mira de estar lejos de brujas y cabrones, no te vayan a reconciliar el día menos pensado.

– Nunca dije que yo creyera en tales fábulas -se defendió Sancho-, pero don Quijote sí, y así ese señor Merlín que vino a casa de los duques le dijo que si quería ver desencantada a Dulcinea y devolverla a su porte principesco, borrando la apariencia de grosera labradora a la que la habían reducido, tenía que darme yo tres mil trescientos azotes.

– ¿Pero no me dijiste el otro día que en ese punto de Dulcinea le habías tenido engañado a tu amo siempre? ¿No me contaste que la primera vez que te mandó a llevarle no sé qué cartas, no fuiste, y luego le contaste que sí la habías visto y añadiste además todo lo que un enamorado quiere oír siempre de su dama, diciéndole que Dulcinea era así y asá de hermosa, de gentil y de radiante?

– Todo eso es cierto, y no es cosa que me guste recordar, porque parece que soy un pícaro. Pero ¿qué podía hacer? Si le decía que no había ido, contaba con su ira, y diciéndole que la había visto, qué daño podía hacerle a quien ya la tenia presente a todas horas.

– No me meto en tus negocios, pero;qué tiene que ver todo eso con el encantamiento de Dulcinea?

– Tiene que esta última salida don Quijote hizo que fuésemos al Toboso. Yo iba bien corrido, pensando que cuando me preguntara que le llevara a la casa de Dulcinea, en la que él daba por supuesto que yo había estado llevándole las cartas, no iba a saber qué decirle. Así que la primera moza que nos topamos se me ocurrió señalársela como Dulcinea. Y él podía estar loco, pero no era tonto, y me dijo que cómo era posible que Dulcinea fuese una moza tan ordinaria, con aquella voz de mulero que tenía. Y ya sabes tú lo que dicen, más vale sostenerla y no emnendalla; yo me hice fuerte eh lo mío, y él dudó; le mentí, y lo creyó, y le pregunté cómo es que no veía a la mujer más hermosa de la tierra, y no supo qué responder. Él me decía: «Pues no la veo».Y yo le decía, «si está delante». Hasta que él mismo encontró la solución del enigma, que fue dar en pensar que, así como yo la veía tal como era, en su porte princesino, él tenía que conformarse viéndola bajo la apariencia de una campesina vulgar, merced a los encantamientos que con ella habían obrado sus malos enemigos. ¿Lo entiendes ahora? A partir de ese momento su terco desvivir fue el de desencantar a Dulcinea y volverla a su ser genuino, porque te diré que tanto como no poder gozar de su visión, le sumía en la desesperación más completa el que la reina de sus pensamientos tuviera que soportar sobre su delicada piel las burdas sayas de una pueblerina. Y ahí es donde entró en danza el señor Merlín con lo de mi zurra.

– ¿Pero me vas a decir que tú crees en esas cosas?

– Mira, Teresa, en lo del encantamiento de Dulcinea no puedo creer, porque tampoco creí nunca en Dulcinea. Pero nada me hace pensar que Merlín no fuese Merlín, y anduviese o no tan errado como don Quijote del encantamiento, el caso es que yo debía azotarme. No quería yo, y no quería otra cosa mi amo. Llegamos él y yo incluso a las manos. Hasta que acordamos que me pagaría un cuartillo por azote.

– Espera, Sancho y no vayas tan deprisa. ¿Llegaste a darte todos esos azotes?

– ¿Yo? ¿Me has visto alguna vez chuparme el dedo? Pero fue a mi amo a quien se le ocurrió pagármelos, porque el tal Merlín no dijo nada de pagarlos o dejarlos gratis. Y creo que no puede acusarme nadie de engañar a mi amo don Quijote. Acaso se podría reprocharme que no le desengañara diciéndole que aquellos azotes no servirían de nada, pues ni existía Dulcinea encantada ni existiría desencantada, pero ni le desengañé yo ni hubiera podido desengañarle nadie, ya que con mi amo tratándose de Dulcinea habría sido dar coces contra el aguijón. Lo demás, el que quisiera cobrarlos, estando él dispuesto a pagarlos, el amor que les tengo a mis hijos y a mi mujer hizo que me mostrara interesado.

– Bien hecho, marido mío, ahora sí te conozco. ¿Y a qué se llegó?

– Si los ricos pueden pagarse sus locuras y los locos gastarse su hacienda en los que somos pobres, ¿qué nos han de importar a nosotros los pobres las locuras de los ricos? Le pregunté cuánto me daría por cada azote que me diese, y me respondió que si él me hubiera de pagar conforme lo que merecía la grandeza y calidad de ese-remedio, el tesoro de Venecia y las minas del Potosí serían poquísimos para pagarme, y me ordenó que tentara la bolsa con el dinero suyo que llevaba yo. y que tasara el precio a cada azote. Y eso hice, vi lo que había, y sin querer abusar de su largueza, porque la avaricia rompe el saco, le dije que un justiprecio sería el de pagarlos a cuartillo cada uno. Le pareció bien, y teniendo en cuenta que eran tres mil trescientos azotes, hablamos de tres mil trescientos cuartillos, que son los tres mil, mil quinientos medios reales, que hacen setecientos cincuenta reales; y los trescientos, ciento cincuenta medios reales, que vienen a hacer setenta y cinco reales, que, juntándose a los setecientos cincuenta, son en total ochocientos veinticinco reales, diez veces lo que gané en jornales, y con ellos mírate rica, Teresa mía, y a mí bien triste, porque me comen ahora los escrúpulos y no me parece del todo bien lo hecho, aunque por todo lo dicho, no se hubiera podido hacer de otra manera.

– ¡Cómo no! ¿No lo dio tu amo por bueno en su testamento? ¿No dijo él «estamos en paz», dando a entender que lo que había hecho loco lo sancionaba cuerdo? Albricias y bienvenidos sean todos esos dineros, y qué gran numerista ha perdido el mundo!

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