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– Ay, yo no -se excusó la sobrina-. Le quería más que tú, porque al fin y al cabo era de mi sangre, pero yo estaba bien tranquila. Y no entiendo que pienses que le querías más tú, que no fuiste nada suyo.

– No digas, Antonia, que le querías más que yo, porque nadie sabe lo que en cada casa se cuece, y estoy por asegurar-re que cada palo que recibió en esos meses, los sentí yo en las entrañas, por cómo se me salía el corazón por la boca, sin venir a cuento, a cualquier hora, y yo me decía: Ay, señor Quijano, ¿qué os han hecho ahora?

– Yo sabía que mi señor tío era bueno para valerse, siquiera fuese por hacer honor a su linaje. Bien se conoce en esto que el tuyo es plebeyo, y hay cosas que no podrás entender y que todo re amilana.

Quiteria, acostumbrada a tales alfilerazos, no los tomaba en consideración, y había aprendido a responderle en el mismo tono:

– No sé lo que podré o no comprender, pero algo me dice que si no sentías lo mismo que yo sentía, eso sería porque no le querías lo mismo que yo le quise.

– Lo mismo y aun más -se defendió Antonia-, porque la sangre tira de otra manera, y por sus venas y las mías corría la misma, sin contar con la de mi señor padre, don Felipe, que algún día volverá, me llevará con él a Madrid y sabrá ponerme donde me corresponde, fuera de este pueblo y lejos de este caserón viejo y acabado que huele a freza. Pero dejemos estar esta cuestión de mi padre. De mi tío, yo casi prefería que anduviera por esos mundos, a que nos trajera de cabeza todo el día. Ya sabes lo que se dice, al loco y al aire, darles calle. Que cuando no vendía un majuelo para comprar más y más libros, repartía sus cuartos sin tino, e invitaba a unos y a otros a sentarse a su mesa, con tal de que le hablaran de la soldadesca. Hubo meses, y lo sabes mejor que yo, que no parecía sino que aquí viviera el señor Bartolomé de Castro, que no es precisamente un gorrión al que contenten cañamones y alpistes y el agua de la fuente, y lo que mi tío no se permitía comer, se lo daba a sus huéspedes con tal de que le regalaran los oídos con las cosas que quería oír, y lo que no bebía él, se lo trasegaban todos esos regalones, hambrones y tagarotes. Cuántas mentiras no le habrá adobado mi señor Castro de su milicia, con tal de poder agasajarse de gorra, con qué embustes le embaucaba más fácilmente que a un niño. Y cuántos gazapos a cuenta de una estocada, y qué pollos con alcaparras se llevaron sus asaltos, y qué bandadas de palominos rindió la punta de su lanza, y cuántos besugos como la leche domaron sus patrañas, y qué primorosos pucheritos de natas le ablandaron sus memorias de nada. Y dolor de cabeza me daba verle tan a merced de picaros, aprovechados y soldados viejos. ¡Y ese bellacón, golosazo y gumia de Sancho, que el diablo pierda! No estaba sino queriéndole sonsacar a la vida, y perderlo por esos andurriales. Así que yo pensaba, aire, aire, fuera de casa menoscabará su honra, y su honra es suya, pero la hacienda queda, dentro de lo que cabe, como siempre estuvo, y no por que viva aquí, va a recobrar el seso ni la honra, pues bastante desgracia era tenerle como le tuvimos. Lejos, perdía su honra, y en casa perdía doblemente su honra y su hacienda, que es la mía. A una casa de salud habría que haberlo llevado, con los señores locos. Y Dios me perdone a mí también por lo que voy a decir, Quiteria, que mejor es que Dios lo haya llamado a su seno, que dejárnoslo a merced de la tropa que lo sangraba o de los amigos que con él hacían burlas. ¿Y el cura, hurgando en la llaga de su locura, con la excusa de saber si había o no sanado? ¿Y su amigo el rapador maese Nicolás? ¿Qué necesidad tenía él de meterse en danza? ¿No le bastan sus academias? ¿No le basta el cuervo que tiene en su barbería? ¡Mejor hubiera sido que se hubiese entretenido en enseñarle latines y más tranquilo hubiera dejado a mi tío! Ha muerto, y bien muerto está en lo que a nosotras respecta. Mujeres somos, Quiteria, solas estamos, y para llorar sus penas, cualquiera se vale. Así que te lo digo bien claro: mi tío tenía su vida ya cumplida y la había gozado, era viejo, no tenía mujer ni hijos a los que haya dejado huérfanos, pero sí una sobrina amantísima que va a destinar la hijuela en misas que lo saquen cuanto antes del Purgatorio y que pondrá su hacienda en el mismo punto, si no más, de como él la tomó de sus padres, mis señores abuelos, si me dejan.

Mientras duraba esta plática estaban las dos mujeres escogiendo lentejas, sentadas a la mesa, y Quiteria dejó su tarea y levantó la vista de aquellas áridas semillas, para clavarla en Antonia. Se lo pensó antes de hablar, y Antonia, sabiéndose mirada, también dejó quietos los dedos y sostuvo la mirada de Quiteria con impasible tristeza.

– Cuánta pena me da, Antonia, oírte decir esas cosas y que creas que tu tío se andaba mejor por esos mundos, pobre, roto y burlado, que aquí sujeto con nosotras. Quiero pensar que se trata de tu puericia, que te hace hablar de esa manera, como si no tuvieras entrañas, o como si pensaras que la juventud y la vida van a ser cosa de siempre. Pero antes de lo que te piensas, tú misma te verás vieja y acaso loca como tu tío, que esas cosas he oído yo decir que se pasan de padres a hijos, por la sangre.

No creía Quiteria lo que acaba de decir, ni lo sentía, pero le devolvía en esas palabras el réspice de la hidalguía. Lo hacía, digamos, que con claros fines pedagógicos, más que por vengativa o rencorosa, que nunca lo fue.

Se conocían bien las dos mujeres. Muchas veces antes se habían zaherido.

Acogió esas palabras Antonia con una sonrisa sarcástica, y se puso a rumiar una respuesta adecuada, por lo que es casi seguro que ni siquiera oyó lo que Quiteria seguía diciéndole.

– Para mí, mientras vivió el amo, aunque anduviera lejos, por esos mundos, la casa seguía viva, y notaba su presencia en todos estos aposentos, corrales y sobrados. Y se ha muerto él, y se diría que ya nada me retiene aquí, y digo lo de aquél, que donde no está mi dueño, está mi duelo.

Y hubiera llorado Quiteria de no haber sido Antonia, la fría, la dura, la empedernida Antonia, la que estaba delante, así que se contuvo las lágrimas.

Antonia seguía buscando algo que molestara a Quiteria, pero no lo encontró, y pensó: ya tendré ocasión.

Anduvo Quiteria inquieta unos días. Hacía en la casa sus tareas taciturna y ausente, cuando no estaba en bregas y enojos con Antonia. Nada en apariencia había cambiado. Se levantaba y se acostaba a la misma hora que lo había hecho siempre, pero su corazón se marchitaba antes de tiempo.

Consideró:

– Ya soy vieja.

En cuanto a Antonia, esperaba no sabía qué, entre torbellinos azarosos que la tenían también a ella asustada y medrosa, con su secreto, y pensaba a su vez:

– Si no lo remedio pronto, me convertiré en alguien igual que Quiteria. ¡Qué triste es la vida!

Y concluyó la muchacha en el fondo de su corazón que su señor tío Alonso Quíjano había obrado con harto egoísmo dejándose morir antes de haberla casado, negocio este para el que un hombre valía, según ella, más que una mujer. Y con aquella manda absurda en el testamento, que hizo que pensara de nuevo: «¡Viejo loco!».

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