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Al contrario que a su tío, que había vestido de cualquier manera, siempre igual, en invierno con un balandrán que no se quitaba ni para comer, y en verano, con aquel jubón viejo, a Antonia le gustaba ir muy lavada y planchada, con la ropa limpia, que cuidaba con esmero, como un tesoro, lo mismo que las cintas de seda de color rosa, blanco, rojo, que se ponía en el pelo, que en ella era muy negro y undoso.

A menudo pensaba, mirando a su tío: «Yo no puedo ser nada suyo, yo me parezco a mi padre; no he sacado nada de mi madre ni de mi tío ni de la familia de mi madre.Yo soy de la de mi padre».

Lo extraño es que a pesar de esa belleza, se consideraba fea y poco agraciada, y su natural destemplanza y desasosiego le hacían tenerse por una mujer que se quedaría sola como ei ama Quiteria. «Si no soy de Sansón, no seré de nadie», se dijo ese día. también, al tiempo que se asustó de su propio discurrir: «Se ha muerto mi tío y yo no debiera estar pensando en estas cosas. No hoy, por lo menos». Pero apenas pudo tascar el freno de las desbocadas ensoñaciones que siguieron a los minutos que le acompañó d bachiller camino de Santa Clara. «¿Por qué no habrá sido primo mío Sansón? ¿Por qué no habría ido yo a vivir a su casa? Pediríamos una dispensa, y podríamos casarnos. Pero he tenido que venir a la casa de mi tío.»

Sansón Carrasco no era tan diferente a Antonia como creía ésta. Es posible que él no supiera mucho de asuntos de amor ni les dedicara demasiado tiempo. En aquel momento no podía pensar en otra cosa que en la muerte de su amigo. Le impresionaba la muerte. Pese a su juventud sabía que con don Quijote se había evaporado algo más que un hombre. Lo intuía oscuramente. Estaba muy afectado, de modo muy diferente a como podía estarlo Sancho, aunque en aquellos pocos meses le había tomado un gran cariño. Se dijo al dejar a Antonia a las puertas de las Claras: «¿Qué hubiera sucedido si don Quijote hubiese sido mi padre?». Esa pregunta no le llevó a pensar que habría sido primo de Antonia. Reconoció que se había llevado y entendido mejor con don Quijote en un año que con su padre en toda su vida. Don Quijote era todo lo contrario que su padre, y lo deploró el bachiller por Tomé Carrasco.

Su padre, al verle entrar en casa el día que murió don Quijote, después de haberse pasado la noche velándole, no pudo reprimir un gesto de fastidio y una frase hiriente. Claro que no sabia que había muerto, porque las campanas no empezaron a hablar sino a mediodía, y cuando él entró eran las nueve de la mañana.

– ¿Tan temprano y ya perdiendo el tiempo, señor estudiante?

– Acaba de morirse don Quijote -proclamó triunfal Sansón Carrasco, con mucha gravedad en el rostro, consciente de que aquella respuesta no se la esperaba.

– Ah -dijo su padre, pero como no era hombre que se dejara vencer, y mucho menos por su hijo, añadió-: Qué lástima de hombre.

Sansón Carrasco no respondió a ese comentario, porque lo había dicho únicamente para molestarlo, y subió directamente a su aposento. Allí se lavó, se puso ropa limpia y tomó algún alimento que le llevó una criada de su madre.

A Sansón Carrasco todos lo creían el mozo más feliz de la tierra.

Tenía entonces veinticuatro años. No era muy grande de cuerpo, aunque sí de talle rocoso, de piel oscura y muy buen entendimiento. Su aspecto era característico, de nariz chata, boca abultada y ojos pequeños y vivos, señales de que era de condición maliciosa, tracista y amigo de burlas. De hecho cuando vio a don Quijote el día en que éste preparaba su tercera y definitiva salida, publicado ya el libro con la primera parte de su historia, se arrojó de rodillas delante de él y empezó a echarle grandísimos bombos. Cualquier otro que no hubiese sido don Quijote se habría amoscado con aquel turibulo y hubiera descubierto en la pantomima la insolencia de un fatuo o una simpleza de necio. Pero don Quijote era un ser puro que veía muy natural que hubiese alguien que hincase la rodilla en el suelo no tanto para rendirle pleitesía como por honrar en él a toda la caballería andante, y tratándose de tal cosa le hubiera parecido incluso poco que hubiesen lanzado a su paso cohetes y triquitraques.

Comiendo el refrigerio que le trajo la criada, se acordó el bachiller de aquella primera vez que vio a don Quijote y de las chufetas que le dijo. y sintió un poco de vergüenza por haberle escarnecido. Pensó: «Le hemos matado entre todos, sin quererlo; no creímos que estuviese tan mal como estaba y quizá no nos hemos portado con él como buenos cristianos».

Todo el mundo pensaba que Sansón Carrasco había terminado ya su grado de bachiller, y que iba a recibir pronto con la tonsura las órdenes que le faltaban.

Pero llevaba dos años de dilaciones y demoras. Su padre le apremiaba de continuo para que tomase estado, pero el mozo no se decidía, apoyado en parte por su madre, a la que tenía sorbido el seso. Su padre se enfrentaba a ella: «Tú ríele las gracias», decía malhumorado.

;Y qué hacía Sansón Carrasco en la vida? Nada. Salió dos veces a buscar a don Quijote para traerlo a casa.

La primera se vistió con una casaca de color amarillo. Cosió en ella muchas lunas pequeñas de resplandecientes espejos, y se puso una celada de la que volaba una gran cantidad de plumas verdes, amarillas y blancas. Al verlo así en el patio, su padre entró furioso en casa, buscó a su mujer y la arrastró a la vista del mozo:

– ¿Puede explicarme alguien qué hace vestido de esa guisa mi hijo, como un mamarracho?

El hijo le informó que se trataba de una obra de caridad, que era la de devolver a su casa a un hombre que andaba por el mundo perdido el juicio, y que a ningún buen cristiano debía parecerle mal. «¿Quién?», preguntó el padre. «Don Quijote», respondió el lujo. La cólera del padre subió de punto: «¿Te refieres a nuestro vecino Alonso Quijano?;ese iluso, ese novelero? Cuanto más lejos se vaya, mejor para la sobrina, que se va a quedar sin nada como siga comiéndose la hacienda en libros». Sansón no se rindió y agregó que lo había consultado con don Pedro, y don Pedro era un cura juicioso y le parecía bien. Don Pedro tenía mucho ascendiente en la casa de los Carrascos, y Tomé Carrasco, por esa vez, no dijo nada.

Pero quiso la mala fortuna que Sansón Carrasco encontrare a don Quijote, y que éste le venciera.

Cuando su padre le vio llegar de vacío y con dos costillas rotas, estuvo pensando qué decir, pero el recuerdo de don Pedro le contuvo. Se tiró sin hablar todo ese día. Cuando estuvieron sentados a la mesa, cenando, se ve que o hablaba o reventaba, y dijo, sin que se supiera a quién o a qué se estaba refiriendo:

– ¿Hasta cuándo va a durar esto?

En cuanto se repuso de las costillas, el bachiller Sansón Carrasco volvió a hacer los preparativos para una segunda búsqueda. Enfundó la armadura con unos ropones blancos, de los pies a la cabeza, y pintó de blanco el yelmo y el escudo, sobre el que clavó también una luna brillantísima hecha de azófar.

Su madre palmoteo de entusiasmo, porque lo encontraba más apuesto y galán esta segunda vez que la primera, pero el padre, para no verlo salir, se estuvo tres días sin aparecer por la casa, de caza en unas dehesas suyas, con dos monteros improvisados entre sus pastores.

En esa segunda ocasión tuvo que ir hasta Barcelona, porque don Quijote ya había atravesado media España, pero no le fue difícil dar con él. En todas partes o habían oído hablar del caballero loco, o lo habían visto o conocían a alguien que lo había visto.

Cuando llegó de vuelta al pueblo, victorioso y ufano. Tomé Carrasco, harto de chilindrinas, le lanzó la terminante:

– Basta de perder el tiempo. Decídase, señor bachiller, y haga por recibir las órdenes y hacerse clérigo como mi señor cuñado -se refería al hermano de su madre, obispo de Sigüenza, que se había ofrecido hacía años a favorecer a su sobrino-, pero se acabó de comer en mi mesa la sopa boba. O las órdenes, o ya sabéis dónde está la puerta.

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