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– David… -murmuró.

Blanes no respondió. Permanecía con la cabeza gacha, en la oscuridad.

Elisa se encontraba más tranquila. No le había resultado fácil: el calor y la tensión eran insoportables. Pese a que apenas llevaba encima una camiseta de tirantes y unos pantalones cortos, notaba la espalda, axilas y frente pegajosas de sudor. Además, necesitaba dormir. Unos cuantos minutos, pero dormir. Sin embargo (primer consejo que se dio a sí misma), sabía que tenía que seguir despierta si quería sobrevivir, y (segundo consejo) debía conservar la calma por encima de todo.

Por eso decidió decírselo con absoluta serenidad.

– Nos has mentido, David.

Él giró la cabeza y la miró.

– Dijiste: «Solo ven los desdoblamientos quienes realizan la prueba». Las imágenes de ratas y perros las obtuvo Marini, pero la primera, la del Vaso Intacto, la conseguisteis los dos. Tú también viste el desdoblamiento del vaso, ¿verdad? ¿Por eso no quieres que hagamos esta prueba?

Desde la oscuridad, Blanes la contemplaba en silencio.

Ella se imaginó lo que veía: su figura de mujer de pie en el umbral, a contraluz, la cabellera negra recogida en una gran cola sobre su cabeza, la camiseta descubriendo el vientre y los vaqueros de bordes rotos ceñidos a sus ingles.

– Elisa Robledo -susurró él-. La alumna más lista y hermosa… y la capulla más arrogante.

– Y a ti nunca te importó una mierda ninguna de las tres cosas.

De nuevo se midieron con la mirada. Entonces sonrieron. Sin embargo, justo en ese momento él dijo lo más espeluznante:

– Hay otra víctima de Zigzag que no conoces, pero la he matado yo. -Seguía con los puños sobre la mesa. Se había puesto a contemplar algo invisible que hubiera allí, entre sus manos, con intensa concentración. No miró a Elisa mientras hablaba-. ¿Sabías que, a los ocho años de edad, vi a mi hermano pequeño morir electrocutado? Estábamos en el comedor, mi madre, mi hermano y yo. Entonces… Lo recuerdo muy bien… Mi madre se ausentó un instante y mi hermano, que estaba jugando con una pelota, pasó a jugar con la madeja de cables de la televisión sin que me enterase. Yo estaba leyendo un libro… Me acuerdo del título: Maravillas de la ciencia. En un momento dado me volví y vi a mi hermanito con el pelo como un puercoespín, rígido. Emitía un ruido ronco por la garganta. Me pareció que su cuerpo de cintura para abajo estallaba como un globo lleno de agua, pero en realidad lo que ocurría era que se estaba haciendo pis y caca encima. Me arrojé sobre él, medio loco. Había leído en algún sitio que era peligroso tocar a alguien que se está electrocutando, pero en aquel momento me dio igual… Corrí hacia él y lo empujé como si estuviéramos peleándonos. Me salvó el simple hecho de que en ese instante saltaron los fusibles. Pero en mi recuerdo tengo la impresión de haber… tocado fugazmente la electricidad. Es un recuerdo muy raro, sé que es falso pero no puedo quitármelo de la cabeza: toqué la electricidad y toqué la muerte. Sentí que la muerte no era una cosa tranquila; la muerte no era algo que pasaba y finalizaba: era rígida, y zumbaba como una máquina poderosa. La muerte era un monstruo de metal quemado… Cuando abrí los ojos, mi madre me abrazaba. A mi hermano ya no lo recuerdo. He borrado la visión de su cadáver. En ese momento, justo en ese horrible momento, decidí que sería físico: supongo que quería conocer bien a mi enemigo…

Se detuvo y la miró. Prosiguió, con voz quebrada:

– Hace días viví otro momento horrible, el más horrible después de la muerte de mi hermano. Pero en este caso me arrepentí de ser físico. Fue el martes. Reinhard me llamó al medio día, tras echar un primer vistazo a los documentos de Sergio, y me contó por encima lo que ocurría. Yo tenía que viajar a Madrid para preparar la reunión, pero antes… Antes quise visitar a Albert Grossmann, mi maestro. Necesitaba verlo. Creo que una vez te conté que él estaba en contra del Proyecto Zigzag. Me ayudó a hallar las ecuaciones de la «teoría de la secuoya», pero al sospechar las posibles consecuencias de los entrelazamientos se apartó y nos dejó solos a Sergio y a mí… Decía que no quería pecar. Quizá lo decía porque era viejo. Yo era joven entonces, y me agradó que me lo dijera. Ésa es la diferencia, la gran diferencia, entre las edades: a los viejos les horroriza el pecado, a los jóvenes les atrae… Pero este martes, después de que Reinhard me revelara todo lo que Marini había hecho, envejecí de golpe. Y fui a contárselo a Grossmann… buscando quizá la absolución. -Hizo una pausa. Elisa lo escuchaba con la cabeza apoyada en el marco de la puerta-. Estaba ingresado en un hospital privado de Zurich. Sabía que iba a morir, ya lo había asumido. Su cáncer se hallaba muy avanzado, con metástasis pulmonares y óseas… Se pasaban el tiempo ingresándolo y dándole el alta. Conseguí que me permitieran entrar fuera de las horas de visita. Él me escuchó desde la cama, agonizando. Yo veía llegar la muerte a sus ojos como se ve llegar la noche en el horizonte. Su pavor, conforme yo le contaba la conexión entre los asesinatos (que él ignoraba) y la existencia de Zigzag, era inmenso. No me dejó terminar. Se arrancó la mascarilla de oxígeno y empezó a gritarme. «¡Mal nacido! -me dijo-. ¡Has querido ver lo que nadie puede ver, lo que Dios prohibió que viéramos! ¡Ésa es tu culpa! ¡Y tu castigo es Zigzag!» Y lo repetía gritando a voz en cuello, tosiendo y muriéndose: «¡Tu castigo es Zigzag!». En realidad, ya estaba muerto, pero aún no lo sabía.

Blanes jadeaba, como si en vez de hablar hubiese hecho un violento ejercicio. Sus dedos empezaron a tamborilear en la mesa polvorienta como en un teclado.

– Entró una enfermera y tuve que marcharme. Cuando llegué a Madrid al día siguiente, me enteré de que había fallecido de su enfermedad esa misma noche: Zigzag lo había matado a través de mí.

– No, tú no…

– Tienes razón -la interrumpió él con dificultad-. Yo también vi los desdoblamientos del vaso… Sergio y yo los estudiamos, y comprendimos los riesgos que implicaba el entrelazamiento. Me negué a seguir por ese camino y creí convencer a Sergio. Juramos no revelarlo nunca. Pero él continuó con las pruebas en secreto… Años después empecé a intuir lo que sucedía, pero no dije nada, ni a Grossmann ni a nadie. ¡Todos muriendo a mi alrededor y yo… en silencio!

Y de repente Blanes se echó a llorar.

Fue un llanto esforzado y torpe: como si llorar precisara de una habilidad de la que carecía por completo. Elisa se acercó y lo abrazó. Pensó en la madre de Blanes ciñendo el cuerpo de su hijo mayor con todas sus fuerzas, tocándolo para asegurarse de que él, al menos él, seguía vivo; de que él, al menos él, no había sido alcanzado por la máquina poderosa.

– No sabías lo que sucedía… -le dijo suavemente, acariciando su nuca sudorosa-. No podías estar seguro, David… No eres culpable de nada…

– Elisa… Dios mío, ¿qué hice…? ¿Qué hicimos…? ¿Qué hemos hecho todos los científicos?

– Acertar o equivocarnos: es lo único que podemos hacer… -Ella hablaba sin dejar de abrazarle-. Vamos a probar de nuevo, David… Vamos a intentar acertar esta vez, por favor… Déjame intentarlo…

Blanes parecía más tranquilo. Pero cuando se apartó y la miró a los ojos, ella advirtió el terror que lo embargaba.

– Tengo tanto miedo de que acertemos como de equivocarnos -dijo.

– Ya está -anunció Jacqueline Clissot, encaramada a una silla.

– Tal como la profesora quiere -afirmó Carter contemplando la pantalla del ordenador donde Elisa se sentaba-: en el centro de su culo.

Elisa se volvió hacia la mini cámara adosada al ordenador de control. Estaba situada sobre un trípode a su espalda, apuntando al teclado principal. Aprobó la posición. Si Ric había manipulado el acelerador esa noche, suponía ella, todo lo había hecho desde allí. Además, la imagen registraba también la puerta del generador donde había muerto Rosalyn.

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