El hombre que tenía enfrente dejó de hablar con su compañero y miró por la ventanilla. Silberg hizo lo mismo. Vio una oscuridad salpicada de luces en la parte inferior. Había visitado Madrid varias veces, y le gustaba aquella pequeña gran ciudad. Desplazó la manga de la chaqueta para consultar su reloj: eran las 2.30 de la madrugada del jueves 12 de marzo. Imaginó todo lo que sucedería después de transcurridos esos minutos: el avión aterrizaría, los hombres de Eagle lo llevarían a la casa y de allí sería trasladado con los demás al centro del Egeo… o quién sabía a qué otro lugar remoto. Tendrían que estudiar un plan de fuga con Carter. Solo si escapaban de las manos de Eagle podrían diseñar algún método para enfrentarse a la verdadera amenaza.
Pero ¿cuál sería ese método? Silberg lo ignoraba. Se limpió el sudor con la manga de la chaqueta mientras notaba, bajo el suelo, el chasquido del tren de aterrizaje.
Uno de los hombres se inclinó hacia él.
– Profesor, ¿sabe cuál es la…?
Fue lo último que pudo escuchar.
En medio de la pregunta, las luces se apagaron.
– ¿Oiga? -dijo Silberg. Oyó su propia voz al decirlo.
No recibió respuesta.
Tampoco escuchaba el zumbido de los poderosos motores del Northwind. Y había dejado de experimentar el vértigo del descenso.
Por un momento pensó que podía haber muerto. O quizá había sufrido un derrame cerebral, y aún le quedaba un resto de conciencia que se apagaría lentamente en medio de la oscuridad. Pero acababa de usar su voz y la había oído. Además -ahora se percataba-, podía palpar los brazos del asiento, el cinturón de seguridad seguía sujetándolo y casi columbraba el vago contorno de la cabina entre las tinieblas. Sin embargo, todo a su alrededor se había quedado quieto y mudo. ¿Cómo era posible?
Los hombres de Eagle tenían que estar a tres pasos de distancia. Recordaba detalles de ambos: el de la derecha era más alto, de facciones recias, con patillas hasta la mitad de los pómulos; el de la izquierda, rubio, fornido, de ojos azules, con una hendidura muy marcada en el labio superior. En aquel momento Silberg hubiese dado cualquier cosa por volver a verlos, o al menos escucharlos. Pero la masa de negrura frente a él era demasiado compacta.
O no.
Miró a su alrededor. Unos metros a su derecha, en lo que debía de ser la pared de la cabina, había una ligera claridad. No se había fijado en ella hasta aquel momento. La observó detenidamente. Se preguntaba qué podía ser. ¿Un agujero en el fuselaje? Una claridad quieta y difusa. El espíritu de Dios flotando sobre las aguas. La Nada. Filósofos y teólogos se habían esforzado a lo largo de los siglos por entender lo que en aquel momento sus ojos abarcaban de un solo vistazo.
De niño, la pasión por las lecturas bíblicas había llevado a Silberg a preguntarse qué se experimentaría al vivir un milagro: el mar se abre, el sol se paraliza, las murallas se desmoronan al sonido de las trompetas, el cadáver resucita y el lago se alisa en la tempestad como una sábana bajo manos expertas. ¿Qué habrían sentido los protagonistas de tales maravillas?
Ya sabes lo que se siente. Pero este milagro no viene de Dios.
De repente supo qué significaba aquella claridad, así como todo lo que le rodeaba.
Zigzag. El ángel de la espada de fuego.
Lo había sabido desde el principio, pero se negaba a aceptarlo. Era demasiado espantoso.
De modo que es así. Incluso en un avión.
Llevó la mano izquierda a la cadera y palpó el cierre del cinturón de seguridad, pero no logró abrirlo: como si la pestaña formara una sola cosa con la hendidura del enganche. Desesperado, dio un tirón hacia delante y la correa se le clavó en la carne (no parecía llevar ropa alguna encima) haciéndole gemir de dolor, pero no se abrió.
No podía levantarse. Y eso no era lo peor.
Lo peor era la sensación de que no estaba solo.
Resultaba sobrecogedora en medio del silencio de aquella noche eterna. Más que una verdadera percepción era la certidumbre de que había algo o alguien al fondo de la cabina, detrás de él, donde se encontraban las últimas filas de asientos y los aseos. Miró por encima del hombro, pero la incapacidad para girar del todo la cabeza, el obstáculo de su propio asiento y la ausencia de luces le impidieron ver nada.
No obstante, tenía la certeza de que aquella presencia era muy real. Y se acercaba.
Se estaba acercando por el pasillo central.
Zigzag. El ángel de…
Súbitamente, perdió toda la calma que había logrado mantener hasta entonces. Un pánico atroz le invadió. Nada, ni el recuerdo de Bertha, ni sus múltiples lecturas, su cultura inmensa o su mucho o poco coraje le ayudaron a soportar aquel momento de absoluto terror. Temblaba y gemía. Se echó a llorar. Luchó como un poseso con el cinturón de seguridad. Pensó que se volvería loco, pero tal cosa no sucedía. Creyó comprender que la locura no llegaba con tanta rapidez al cerebro que la ansía. Más fácil era cortar una extremidad, mutilar una víscera o desgarrar una carne palpitante que arrancar la razón a una mente sana, dedujo. Intuyó que estaba condenado a mantenerse cuerdo hasta el final.
Pero se equivocaba.
Lo comprobó un instante después.
Había cosas que podían arrancar la razón a una mente sana.
La noche parecía frágil. Una débil gasa negra cuajada de luces diminutas. El picudo morro del Northwind la desgarró como un cuchillo de hielo. La mayor parte de su tonelaje presionó los amortiguadores hidráulicos mientras los frenos retenían el increíble impulso en medio de un ruido atronador.
Harrison no esperó a que se detuviera. Se apartó del encargado del aeropuerto y señaló con la cabeza la furgoneta estacionada en el pasaje de la terminal número tres. Sus hombres subieron a ella, eficaces, silenciosos; el último cerró la puerta y el vehículo se deslizó sin prisas hacia el avión. Casi todos los vuelos comerciales habían cesado a esas horas de la madrugada, por lo que no era de temer ningún tipo de molestia. Harrison acababa de recibir un informe de los pilotos: el viaje se había realizado sin incidencias. Pensó que la primera parte de su tarea, reunir a todos los científicos, estaba concluida.
Se volvió hacia su hombre de confianza, sentado junto a él.
– No quiero armas ni violencia. Si no desea entregar su maletín ahora, no se lo quitaremos. Ya tendremos tiempo de hacerlo al llegar a la casa. Lo primero de todo es lograr que se confíe.
La furgoneta se detuvo y los hombres bajaron. El viento, que alisaba el césped alrededor de las pistas despeinó el níveo cabello de Harrison. La escalerilla ya estaba situada, pero la compuerta de salida del avión no se abría. ¿A qué esperan?
– Las ventanillas… -señaló su hombre de confianza.
Por un instante Harrison no entendió qué quería decir. Entonces volvió a mirar al avión y cayó en la cuenta.
Salvo el cristal de la cabina de los pilotos, los cinco ojos del buey a los costados del lujoso Northwind parecían pintados de negro. No le constaba que aquel modelo tuviese cristales ahumados. ¿Qué hacían los pasajeros a oscuras?
De repente las ventanillas se encendieron con la suavidad con que, al anochecer, se despiertan las farolas en una calle solitaria. La luz flotaba de una abertura a otra: sin duda, alguien sostenía una linterna dentro de la cabina. Pero lo más llamativo era el color de aquella luz.
Roja. De un tono sucio, poco uniforme.
O bien el efecto lo causaban las manchas que cubrían por dentro los cristales.
Un hormigueo procedente de sus entrañas clavó a Harrison en el suelo. Durante un momento fue como si el tiempo no transcurriera.
– Entrad… en ese avión… -dijo, pero nadie pareció oírle. Tomó aliento y reunió fuerzas, como un general dirigiéndose a su maltrecho ejército ante la inminencia de la derrota-. ¡Entrad en el maldito avión!