– Estuvimos en Nueva Nelson y vimos el pasado -dijo Jacqueline.
– Pero ¿qué información podrían extraer de eso? ¿Y qué recuerdos pretenden borrarnos? Todos nos acordamos del Proyecto Zigzag y las imágenes del Lago del Sol Y la Mujer de Jerusalén…
– No las olvidaré nunca -susurró Silberg, y por un instante pareció envejecer.
– Entonces, ¿qué es lo que compartimos? ¿Qué hemos compartido todos estos años, desde Nueva Nelson, que a ellos les interesa conocer y luego borrarnos?
Elisa, que había estado contemplando a Jacqueline, sintió de improviso que temblaba.
– Él… -musitó. Por un momento pensó que no la entenderían, pero el súbito cambio que se produjo en la expresión de los demás la impulsó a continuar-: Eso con lo que soñamos… Yo lo llamo «Señor Ojos Blancos».
Blanes y Silberg descolgaron la boca a la vez. Jacqueline, que se había vuelto hacia ella, asintió.
– Sí -dijo-. Así son sus ojos.
Esa sensación de enfermedad. De plaga, había dicho Jacqueline. Tú también la sientes, ¿verdad, Elisa? Ella había movido la cabeza en un gesto de reconocimiento. «Plaga» era la palabra correcta. La sensación de estar «manchada», como si hubiese restregado su cuerpo contra un moho en la superficie de un vasto cenagal. Sin embargo, era más que la pura sensación física: era la idea. Jacqueline la tradujo apropiadamente, y Elisa sospechó hasta qué punto la paleontóloga la había sufrido quizá más que ella:
– Es como si estuviese esperando algo terrible… Formo parte de eso y no puedo huir. Estoy sola. Y eso me llama. Nadja también lo sentía, ahora lo recuerdo…
Elisa había perdido el aliento. Me llama, y yo quiero obedecer. Deseaba decir aquello, pero le parecía tan repulsivo que ni siquiera se atrevía a concederle la ventaja de la voz. Una presencia. Algo que me quiere a mí.
Y a Jacqueline.
Quizá a todos, pero sobre todo a nosotras.
Tras una pausa muy, larga, Blanes alzó la vista. Elisa nunca lo había visto tan pálido, tan desconcertado.
– No es preciso… que me digáis nada si no queréis -murmuró-. Os contaré mi experiencia, y solo debéis decirme si es similar o no. -Se dirigía sobre todo a ellas, y Elisa se preguntó si ya había hablado con Silberg al respecto-. A él lo veo en mis pesadillas, mis «desconexiones»… Y cuando aparece… me veo a mí mismo haciendo cosas espantosas. -Bajó la voz y en sus mejillas despuntó una mancha de color-. Tengo que hacerlas, como si él me obligara. Cosas con… mi hermana o mi madre. No placer, aunque a veces hay placer. -El silencio era enorme y Elisa comprendió el esfuerzo que Blanes hacía al hablar-. Pero siempre hay… daño.
– Mi esposa -dijo Silberg-. Ella es mi víctima en sueños. Aunque decir «víctima» es quedarme corto. -De pronto aquel hombretón arrugó el rostro y se levantó, dándoles la espalda. Lloró largo rato, y nadie fue capaz de consolarlo. Otro recuerdo súbito hizo estremecer a Elisa: aquella vez, frente a la trampilla de la despensa, en que lo había visto llorar igual. Cuando volvió a mirarlos, Silberg se había quitado las gafas y tenía el rostro brillante-: Me he separado de ella… No nos hemos divorciado: nos seguimos queriendo. De hecho, la amo más que nunca, pero no podría seguir viviendo a su lado… Tengo tanto miedo de hacerte daño… De que él me obligue a hacérselo…
Jacqueline Clissot también se había puesto en pie y había caminado hacia la ventana. En el salón había oscuridad y silencio.
– Podéis consideraros afortunados -dijo sin volverse, mirando la noche a través de los sucios cristales. Lo que más horrorizó a Elisa de su confesión fue que su voz siguió siendo la misma: no lloró, no gimió. Si Silberg había hablado como un condenado a muerte, Jacqueline Clissot lo hizo como alguien que ya hubiese sido ejecutado-. Nunca hablo de esto con nadie, salvo con los médicos de Eagle, pero supongo que no hay por qué seguir ocultándolo. Hace años que pienso que estoy enferma. Lo pensé cuando me separé de mi esposo y de mi hijo, un año después de volver de Nueva Nelson, y decidí dejar las clases y la profesión. Ahora estoy sola, vivo en un estudio que ellos me pagan, en París. Lo único que piden a cambio es que les cuente mis sueños… y mis conductas. -Hablaba completamente inmóvil, su cuerpo moldeado bajo el breve y extravagante vestido. Elisa estaba segura de que solo llevaba aquella prenda encima-. Pero no es cierto que viva sola. Vivo con él, si entendéis lo que quiero decir. Él me dice lo que tengo que hacer. Me amenaza. Me hace desear cosas y me castiga a través de mí misma, con mis propias manos… Llegué a creer que estaba loca, pero ellos me convencieron de que era un resultado del Impacto… ¿Cómo lo llaman? «Delirio traumático.» Yo no lo llamo así. Cuando me atrevo a ponerle nombre, lo llamo «Diablo» -susurró-. Y me vuelve loca de terror.
Hubo un silencio. Las miradas se dirigieron a Elisa. Le costaba esfuerzo hablar, pese a la confesión que acababa de hacer Jacqueline.
– Siempre he creído que eran fantasías -dijo con la boca seca-. Me lo imagino visitándome casi cada noche, a una hora determinada. Debo esperarle… apenas vestida. Entonces él llega y me dice cosas. Cosas horribles. Cosas que me hará, o hará, a las personas a las que quiero si no le obedezco… A mí también me aterra. Pero pensaba que… que se trataba de una fantasía íntima…
– Es lo más horrible -asintió Jacqueline-: que queríamos pensar que éramos nosotras, pero sabíamos que no era cierto.
– Tiene que haber una explicación. -Blanes se frotaba las sienes-. No me refiero a una explicación racional. La mayoría de nosotros somos físicos, y sabemos que la realidad no es necesariamente racional… Pero tiene que haber una explicación, algo que podamos probar. Una teoría. Debemos buscar una teoría para entender lo que nos ocurre…
– Existen varias posibilidades. -La voz de Silberg no parecía proceder de él. Poseía una cualidad que la asemejaba con el silencio de toda la casa y los campos nocturnos-. Vamos a descartarlas. En primer lugar: que Eagle sea la única responsable. Nos han drogado y nos han convertido en esto.
– No -negó Blanes-. Es cierto que nos ocultan información, pero ellos mismos parecen tan desorientados como nosotros.
Y atemorizados, pensó Elisa.
– El Impacto es la segunda posibilidad. Me consta que el Lago del Sol y la Mujer de Jerusalén nos produjeron cosas. Y en este punto Eagle tiene razón, sus efectos son completamente desconocidos. Quizá es el Impacto lo que nos hace estar obsesionados con… con esa figura. Quizá sea un producto de nuestro inconsciente alterado… Supongamos que Valente enloqueció y se las arregló para matar a Rosalyn y a Ross… No quiero discutir cómo lo hizo sino plantear el hecho en sí. Y suponed que ahora le ocurre lo mismo a otro de nosotros. Podría ser uno de los que estamos en esta habitación, o bien Sergio… Suponed, por increíble que parezca, que uno de nosotros sea… el responsable de las muertes de Colin y Nadja.
La idea de Silberg había sembrado la inquietud.
– En todo caso -observó Blanes-, el Impacto podría explicar la semejanza entre nuestras visiones y el cambio operado en nuestra vida… ¿Hay alguna otra posibilidad?
– La última -asintió Silberg-: un misterio, como la fe. Lo incomprensible. La incógnita de la ecuación.
– En matemáticas se suelen despejar incógnitas -dijo Blanes-. Tendremos que despejar ésta si queremos sobrevivir…
La voz de Jacqueline atrajo de nuevo toda la atención.
– Os aseguro una cosa: sea lo que sea, estoy segura de que es un mal consciente y real. Algo perverso. Y nos acecha.