– Elisa: desde hace dos semanas han abandonado la vigilancia. Me consta.
– No me importa. Déjame salir. No debemos hablar entre nosotros.
– Concédeme una oportunidad. Necesitamos reunirnos sin que ellos lo sepan. Una sola oportunidad.
Elisa le miró. Blanes tenía mucho mejor aspecto que en la base de Eagle. Llevaba una camisa holgada y vaqueros; seguía con barba, quizá exactamente la misma cantidad de pelos que había perdido en la cabeza. Pero era obvio que parecía distinto. Ella también parecía distinta. Se sintió absurda así vestida. Toda su frágil existencia se desplomó de golpe ante ella. Pensó que quizá él tenía razón: era preciso que hablaran.
– La verdad, me alegro de verte -agregó él, sonriendo-. No estaba seguro al cien por cien de la eficacia de ese mensaje musical… Ya te he dicho que han abandonado la vigilancia, pero quise tomar precauciones. Además, sospechaba que no ibas a venir de otra forma. A Jacqueline también tuvimos que… ponerle un cebo.
No dejó de notar aquel plural: «tuvimos». ¿A quién más se refería? Pese a todo, la presencia de Blanes, su proximidad, era sólida y la reconfortaba. Mientras contemplaba el desfile luminoso del Madrid nocturno le preguntó por los demás.
– Se encuentran bien: Reinhard ha viajado en tren con un billete sacado por uno de sus alumnos, y Jacqueline ha venido en avión. Sergio Marini no podrá venir. -Y, ante la expresión interrogante de Elisa, añadió-: No te preocupes, no le ocurre nada, pero no vendrá.
El resto del viaje, a través de autopistas de luz amarilla y carreteras negras, fue silencioso. La casa se hallaba en pleno campo, cerca de Soto del Real, y parecía grande incluso en la oscuridad. Blanes le explicó que se trataba de una vieja posesión de su familia, ahora propiedad de su hermana y su cuñado, que habían pensado en convertirla en albergue rural. Agregó que Eagle no tenía conocimiento de su existencia.
El salón en el que penetraron poseía los muebles justos para que los invitados no se sentaran en el suelo. Silberg se levantó a saludarla, Jacqueline no. El aspecto de Jacqueline la hizo parpadear, pero desvió la vista cuando percibió que el efecto que provocaba su mirada en la ex profesora era muy similar al que ella había experimentado cuando Blanes la observó. Y Jacqueline también parecía haber visto en ella un espejo que la reflejara. ¿Qué significaba todo aquello? ¿Qué estaba ocurriéndoles?
– Me alegro mucho de que hayáis venido -dijo Blanes acercando una silla de hierro forjado para ella; luego ocupó otra-. Vayamos al grano. Ante todo debo deciros que comprenderé perfectamente vuestra sorpresa, incluso vuestra incredulidad, cuando oigáis lo que vamos a contaros. No puedo reprochároslo: solo os pido un poco de paciencia. -Se hizo el silencio. Blanes, que entrelazaba los dedos apoyando los codos en los muslos, declaró abruptamente-: Eagle Group nos está engañando. Nos engaña desde hace años. Reinhard y yo hemos encontrado pruebas. -Llevó la mano hacia el cajón de un mueble próximo y sacó unos papeles-. Otorgadnos un voto de confianza. Los recuerdos irán viniendo, os lo aseguro. Así ha ocurrido con nosotros…
– ¿Los recuerdos? -dijo Jacqueline.
– Hemos olvidado muchas cosas, Jacqueline. Nos han drogado.
– Cuando estuvimos en la base del Egeo -intervino Silberg-. Y cada vez que nos entrevistan esos «especialistas» nos administran drogas…
Elisa se inclinó hacia delante, incrédula.
– ¿Por qué lo hacen?
– Buena pregunta dijo Blanes-. En principio, están intentando ocultar que las muertes de Craig y Nadja se relacionan con las de Cheryl, Rosalyn y Ric. Resultan sorprendentes los esfuerzos de Eagle por ocultar cosas. Están gastando millones en conservar la cortina de humo, pese a que el caso se les está yendo de las manos: cada vez hay más testigos, personas a las que deben ingresar y «tratar», periodistas a los que es preciso confundir… En Madrid, cuando lo de Nadja, las autoridades desalojaron a todo el bloque con la excusa de una amenaza de bomba y luego filtraron la noticia de que una joven rusa había enloquecido y se había suicidado tras amenazar con volar el edificio.
– Tenían que contar alguna historia creíble, David -dijo Elisa.
– Cierto, pero observad esto. -Deslizó uno de los papeles hacia ella-: La dueña del piso, amiga de Nadja, de vacaciones en Egipto, quiso regresar de inmediato al enterarse. No llegó a tiempo: dos días después, unos chavales de otro de los pisos del mismo bloque, jugando con bengalas navideñas, produjeron un incendio. Los vecinos fueron evacuados, no hubo víctimas, pero el edificio quedó carbonizado.
– Sí, se especuló mucho sobre eso. -Elisa leyó los titulares de los periódicos-. Pero fue una desgraciada coincidencia que…
Eso está fuera de toda discusión. Te contaré otra coincidencia.
Miró a Blanes, inquieta.
– Tampoco han quedado testigos ni escenarios en lo de Colin Craig -prosiguió Blanes-: su esposa se suicidó dos días después en el hospital, y el niño murió a las pocas horas de ser encontrado, con síntomas de congelación. Ni la familia de Colin ni la de su esposa quisieron quedarse con la casa y la pusieron a la venta a través de intermediarios. La compró un joven ejecutivo de una empresa informática llamada Techtem.
– Es una empresa tapadera de Eagle Group -aclaró Silberg.
– Enseguida la echaron abajo hasta los cimientos -completó Blanes-. Lo mismo en ambos casos: sin testigos, sin escenarios.
– ¿Cómo habéis conseguido todos estos datos? -preguntó Elisa, hojeando los papeles.
– Reinhard y yo hemos hecho algunas averiguaciones.
– De todas formas, no prueban que las muertes de Colin y Nadja se relacionen con lo sucedido en Nueva Nelson, David.
– Ya lo sé, pero míralo de esta forma. Si lo de Colin y Nadja no tiene ninguna relación con Nueva Nelson, ¿por qué armar este montaje para hacer desaparecer los escenarios de los crímenes? ¿Y por qué secuestrarnos y drogarnos a todos?
Jacqueline Clissot cruzó las largas piernas, que llevaba descubiertas hasta el muslo con el increíble vestido sin mangas dividido en tres partes (gargantilla, top y falda central) con aberturas entre cada nivel. Elisa la encontraba muy sensual y maquillada hasta la exageración, con el pelo negro atado en un moño.
– ¿Qué pruebas tienes de que nos han drogado? -preguntó, impaciente.
Blanes habló con calma.
– Jacqueline: tú examinaste el cadáver de Rosalyn Reiter. Y después de la explosión bajaste a la despensa porque Carter te llamó para que vieras algo. ¿Recuerdas todo eso?
Por un instante Jacqueline pareció convertirse en otra cosa: su rostro perdió toda expresión y su cuerpo quedó rígido en el asiento. Su sensual apariencia contrastaba tanto con aquella reacción de muñeco de cuerda estropeado que Elisa sintió temor. Vio la respuesta en el desconcierto de la ex profesora antes de oírla hablar.
– Yo… Creo que… Un poco…
– Drogas -dijo Silberg-. Nos han borrado los recuerdos con drogas. Puede hacerse hoy día, ya lo sabes. Existen derivados del ácido lisérgico que incluso crean falsos recuerdos.
Elisa intuyó que Silberg tenía razón. En medio de la bruma de su memoria creía entrever que había recibido varias inyecciones mientras se hallaba confinada en la base del Egeo.
– Pero ¿por qué? -insistió-. Supongamos que las muertes de Colin y Nadja se relacionan con las de Rosalyn, Ric y Cheryl. ¿Qué les interesa de nosotros? ¿Por qué nos llevan allí, nos drogan y nos devuelven? ¿Qué información podemos darles? ¿O qué recuerdos quieren borrarnos?
– Es la cuestión clave -apuntó Silberg-. Nos han drogado a todos, no solo a Jacqueline, pero los demás no hemos examinado ningún cadáver ni sido testigos de ningún crimen…
– Y no sabemos nada -dijo Elisa. Blanes alzó una mano.
– Eso quiere decir que sí sabemos algo. Tenemos algo que ellos necesitan, y lo primero de todo es averiguar qué es. -Los miró, uno a uno-. Debemos saber qué es lo que compartimos, lo que tenemos en común, aun sin darnos cuenta.