– Te contaré el resto como me lo contaron a mí. Después del viaje en helicóptero desperté en otra isla. Se halla en el mar Egeo, el nombre es mejor que no lo sepas. Al principio apenas vi a nadie, solo a unos tipos vestidos con batas blancas. Me dijeron que Cheryl Ross había enloquecido debido al Impacto y se había quitado la vida cuando bajó a la despensa de la estación de Nueva Nelson… A mí eso me pareció absurdo. Yo acababa de hablar con ella… No podía creerlo.
Víctor la interrumpió para hacerle una de las preguntas que más le importaban.
– ¿Y Ric?
– No quisieron hablarme de él. Durante la primera semana solo me hicieron pruebas: exámenes de sangre y orina, radiografías, resonancias, de todo. Y seguí sin ver a nadie. Empecé a perder la paciencia. La mayor parte del tiempo me la pasaba encerrada en una habitación. Me habían quitado la ropa y me observaban mediante cámaras: cada cosa que hacía, cada conducta… como si fuera… un bicho. -La voz de Elisa temblaba, ahogada en una náusea repentina-. No podía vestirme, no podía esconderme. La explicación que me daban, siempre por altavoces, nunca en persona, era que necesitaban asegurarse de que me encontraba bien. Una especie de cuarentena, decían… Logré resistir un tiempo, pero al finalizar la segunda semana me hallaba con los nervios destrozados. Armé una buena, con gritos y pataletas, hasta que entraron, accedieron a entregarme una bata y trajeron a Harrison, el tipo que acompañaba a Carter cuando firmé el contrato en Zurich. Solo verlo me resultó desagradable: seco, pálido, con la mirada más fría que puedas concebir… Pero fue él quien me contó lo que llamó «la verdad». -Hizo una pausa-. Lamento lo que voy a decirte ahora. No te va a gustar.
– No te preocupes -dijo él entrecerrando los ojos, como si fueran ellos, y no los oídos, los destinados a recibir la mala noticia.
– Me dijo que Ric Valente había asesinado a Rosalyn Reiter y a Cheryl Ross.
Víctor susurró algo hacia Dios: palabras silenciosas, apenas, fabricadas con el gesto de los labios. A fin de cuentas, pese a todo, había sido su gran amigo de la niñez. Pobre Ric.
– El Impacto lo había trastornado más que a ninguno de nosotros. Suponían que la noche de aquel sábado de octubre abandonó el dormitorio, tras dejar una especie de muñeco hecho con la almohada para fingir que seguía durmiendo, atrajo a Rosalyn a la sala de control con alguna mentira y allí la golpeó y arrojó contra el generador… Luego hizo algo que nadie esperaba: se ocultó dentro de uno de los refrigeradores de lo despensa. Al parecer, se habían estropeado con el cortocircuito. Estuvo allí escondido durante el registro que hicieron lo, soldados, y nadie lo vio. Luego, cuando entró Cheryl Ross, la destrozó a golpes. Había conseguido un cuchillo o un hacha de ahí toda la sangre en las paredes que yo había visto. Tras matarla se suicidó. Colin Craig descubrió ambos cadáveres a bajar a la despensa, y empezó a gritar. Minutos después, por una desgraciada casualidad, sucedió el accidente con el helicóptero. Y eso era todo.
La noticia de la muerte de Ric no afectó a Víctor Lopera: ya lo sabía. Hacía diez años que lo sabía, pero hasta esa noche la única versión que había conocido e intentado imaginar en tantos ocasiones era la «oficial»: que su viejo amigo de la infancia habla perecido durante la explosión del laboratorio de Zurich
– Podrá parecerte una explicación algo forzada -continuo Elisa-, pero al menos se trataba de una explicación, que era lo único que yo deseaba oír. Además, Ric verdaderamente murió: encontraron su cuerpo en la despensa, hubo un funeral, se avisó a sus padres. Como era lógico, toda la información era confidencial. Mi familia, mis amigos y el resto del mundo solo sabrían que se había producido una explosión en el laboratorio de Blanes en Zurich. Las únicas víctimas serían Rosalyn Reiter, Cheryl Ross y Ric Valente… La ficción se preparó muy bien. Incluso hubo una explosión real, sin víctimas, en Zurich, para que la noticia no tuviera cabos sueltos… Se nos prohibía, bajo juramento, revelar lo que sabíamos. Tampoco podríamos hablar entre nosotros o mantener ningún tipo de contacto. Durante un tiempo, cuando retornáramos a la vida cotidiana, seríamos vigilados estrictamente. Todo esto, dijo Harrison, era «por nuestro bien». El Impacto podría tener otras consecuencias aún desconocidas, de modo que debíamos permanecer bajo vigilancia un período prudencial y hacer borrón y cuenta nueva. A cada uno se nos proporcionaría un trabajo, un medio de vida… Yo regresé a Madrid, hice la tesis con Noriega y obtuve una plaza de profesora en Alighieri. -Al llegar a este punto quedó en silencio tanto tiempo que Víctor pensó que había finalizado. Se disponía a decir algo cuando ella agregó-: Y de ese modo se acabaron todas mis ilusiones, mis ganas de investigar, hasta de trabajar en mi especialidad.
– ¿Y nunca volviste a Nueva Nelson?
– No.
– Cuánto lo siento… Abandonar un proyecto como ése, después de conseguir esos resultados… Te comprendo. Debió de costarte mucho.
Elisa no lo miraba. Clavaba la vista en la oscura carretera. Replicó con dureza:
Jamás me he alegrado tanto de algo en toda mi vida.
Contemplaban la pantalla flexible, extendida como un mantel sobre las piernas del hombre de pelo canoso, mientras el Mercedes blindado en el que viajaban discurría en silencio por la autopista de Burgos. En la pantalla, un punto rojo parpadeaba rodeado de un laberinto de luces verdes.
– ¿Lo está llevando a la reunión? -preguntó el hombre corpulento hablando por primera vez en varias horas. La pastosa densidad de su voz iba acorde con su aspecto.
– Supongo.
– ¿Por qué no ha sido interceptado?
– No existían indicios de que hubiese involucrado a nadie, y sospecho que no existían porque lo reclutó esta misma noche. -El hombre de pelo blanco plegó la pantalla y el resplandor verde y el punto rojo desaparecieron. En la oscuridad del vehículo distendió los labios con una sonrisa-. Fue muy astuta. Se las ingenió para confundir a los escuchas con una especie de jeroglífico cuya respuesta solo conocía ese tipo. Se han espabilado bastante desde la última vez, Paul.
– Más les vale.
Aquella respuesta hizo que Harrison mirara a Paul Carter con curiosidad, pero Carter se había vuelto otra vez hacia la ventanilla.
– De todas formas, la intromisión de… otro elemento no modificará nuestros planes -agregó Harrison-. Ella y su amigo estarán pronto con nosotros. En el ajedrez de esta noche, lo único que me preocupa es el movimiento de la pieza alemana.
– ¿Ya ha emprendido el viaje?
– Está a punto de hacerlo, pero él sí será interceptado. Él y todo lo que lleva consigo.
De repente se operó la crisis. Fue inmediata, inesperada. Harrison no se dio cuenta (porque le ocurrió a él), pero Carter sí aunque apenas se apercibió al principio: lo único que vio fue que Harrison abría de nuevo la hoja plegada del ordenador con la delicadeza con que podría estar separando los pétalos de una rosa para capturar la abeja en su interior. Luego tocó la pantalla y eligió una opción del menú: un hermoso rostro enmarcado en cabello negro llenó todo el rectángulo. Debido a la flacidez de la pantalla, parecía derretido cuando Harrison lo apoyó sobre sus muslos: una convexidad, un valle, luego otra convexidad.
Era el rostro de la profesora Elisa Robledo.
Harrison cogió aquella máscara con las dos manos, y entonces Carter comprendió lo que le sucedía.
Una crisis.
En las facciones de Harrison toda emoción había desaparecido. No solo la amabilidad que había mostrado durante su charla con el joven conductor a su llegada a Barajas o la frialdad de su conversación por el móvil: cualquier otra clase de expresión, gesto o sentimiento. Aquellas facciones se hallaban saqueadas de vida. El hombre que conducía el Mercedes no podía verlos en la penumbra del interior del coche, de lo cual Carter se alegraba: si se le ocurría mirar por el retrovisor y descubría a Harrison (es decir, si veía el rostro de Harrison) en ese instante, sin duda iban a tener un accidente.