Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Sin embargo, lo único que Elisa hizo fue consultar su reloj-ordenador.

– Se nos ha hecho tarde, son casi las doce. Imagino que tendrás muchas preguntas, pero antes debes decidir una cosa… ¿Me acompañarás a esa reunión?

La misteriosa reunión de las doce y media. Víctor la había olvidado, absorto como estaba con aquella increíble historia. Movió la cabeza asintiendo.

– Por supuesto, si tú… -comenzó. Súbitamente, su propia sombra y la de ella cobraron vida en el techo y los laterales de la cabina, proyectadas por un resplandor en el cristal posterior. Al mismo tiempo se oyó un crepitar de guijarros bajo unas ruedas.

– ¡Por Dios, arranca! -gritó Elisa-. ¡Vámonos de aquí!

Víctor pensó por un instante que no iba a poder cumplir con su papel de conductor experto, pero la realidad le demostró lo contrario. Hizo girar la llave de contacto y aceleró casi a la vez. Las llantas se aferraron al asfalto y saltaron con un chirrido que le evocó chispas en la imaginación. Tras una habilidosa maniobra logró mantener el control.

Cuando regresaron a la carretera de Burgos comprobó dos cosas, a cual más satisfactoria: que la furgoneta, o lo que fue aquel vehículo que se les había aproximado, no los seguía (quizá todo se había tratado de una coincidencia), y que, pese miedo que sentía y le hacía temblar como un viejo despertador sonando en una mesilla, empezaba a pensar que estaba viviendo la aventura de su vida, y nada menos que junto a Elisa.

La aventura de su vida.

Esto último le hizo sonreír, incluso se permitió aumentar la velocidad (nunca lo hacía) por encima del límite establecido. No quería quebrantar la ley, solo hacer una excepción durante una noche. Se sentía como si llevara una embarazada con dolores de parto a un hospital. Por una vez podía permitírselo. Elisa, que había girado el cuerpo para mirar atrás, volvió a reclinarse en el asiento, jadeando.

– No nos siguen. Aún no. Quizá podamos… ¿No tienes ordenador de conducción?

– No, ni siquiera GPS o Galileo. Nunca he querido ponerlos. Tengo un mapa de carreteras, a la manera clásica, en la guantera… Caray, menudo susto… Nunca creí que sería capaz de arrancar y salir pitando de esta forma… -Moderó un poco la velocidad mientras se mordía el labio-. Luis «Lo-opera» tendría que haberme visto. -Y añadió hacia ella-: Hablo de mi hermano.

Elisa no lo escuchaba. Durante un minuto él la vio desplegar rectángulos de papel y buscar algo bajo la luz amarilla de la cabina. El pelo negro carbón volcado hacia delante le impedía gozar de su hermoso rostro.

– Continúa hasta San Agustín de Guadalix y toma el desvío hacia Colmenar.

– De acuerdo.

– Víctor…

– ¿ Sí?

– Gracias.

– No digas eso.

Sintió los dedos de ella acariciando su brazo y recordó cierta vez, durante unas vacaciones invernales que había pasado con la familia de su hermano, en que la súbita proximidad de una hoguera le había producido un hormigueo similar.

– Ahora se admiten ruegos y preguntas -murmuró ella, plegando el mapa.

– Aún no me has dicho lo que ocurrió realmente en la despensa. Afirmas que no te contaron toda la verdad…

– Lo haré enseguida. Primero intentaré contestar las dudas que te hayan surgido sobre lo que has escuchado hasta ahora.

– ¿Las dudas que me han surgido? Si me preguntaras quién soy en este momento, te aseguro que dudaría… No sé por dónde empezar. Todo es tan… no sé…

– Extraño, ¿verdad? Lo más extraño que jamás has oído. Y por la misma razón, debemos comportarnos como jamás nos hemos comportado. Si queremos entenderlo, debemos ser extraños, Víctor.

A él le gustó esa comparación. Sobre todo que se lo dijera una tía así, vestida con aquella camiseta de escote tan abierto cazadora negra de cremallera y vaqueros, y portando aquel cuchillo, mientras iban a doscientos por hora en plena noche. Si extraños. Tú y yo. Strangers in the night. Aceleró un poco más Luego pensó que habría más personas en aquella reunión a la que iban y ya no podrían estar solos. Eso le desanimó ligeramente.

Se decidió por una pregunta preliminar.

– ¿Tienes pruebas de… de todo esto? Quiero decir… ¿Guardaste alguna copia de las imágenes de los dinosaurios y… de esa mujer de Jerusalén?

– Ya te expliqué que no nos permitieron quedarnos con nada. Y en Eagle aseguran que las únicas copias se destruyeron con la explosión. Quizá sea otra mentira, pero es la que menos me importa.

– ¿Y cómo es que la comunidad científica no sabe nada? Ocurrió en 2005, hace diez años… Los grandes éxitos tecnológicos no pueden mantenerse ocultos tanto tiempo…

Elisa meditó la respuesta.

– La comunidad científica la formamos los científicos, Víctor. Muchos de nuestros colegas de los años cuarenta admitían la posibilidad de producir bombas por fisión nuclear, pero se llevaron la misma sorpresa que el público general cuando vieron a millares de japoneses saltar por los aires. Una cosa es lo que consideras posible y otra, muy distinta, verlo suceder.

– Aun así…

– Mi pobre Víctor… -dijo ella, y él la miró fugazmente-. No te has creído una sola palabra, ¿verdad?

– Claro que te he creído. La isla, los experimentos, las imágenes… Solo que… son demasiadas cosas para mí en una sola noche.

– Piensas que estoy delirando.

– ¡No, eso no es cierto!

– ¿Realmente crees que hubo algo como el Proyecto Zigzag?

La pregunta le obligó a reflexionar. ¿Lo creía? Ella se lo había contado con bastantes detalles, pero ¿acaso él se lo había contado a sí mismo? ¿Había conseguido despejar sus autopistas cerebrales ante aquel flujo de información inconcebible? Y, lo más arduo: ¿había asumido lo que significaba que ella le hubiese dicho la verdad? Ver el pasado… La «teoría de la secuoya» permite abrir cuerdas de tiempo en la luz visible y transformar la imagen presente en una imagen del pasado. Le parecía… Posible. Inverosímil. Fantástico. Coherente. Absurdo. Si tal era el caso, la historia de la humanidad había dado un giro decisivo. Pero ¿cómo creerlo? Hasta entonces, lo único que él sabía era lo mismo que el resto de sus colegas: que la teoría de Blanes era matemáticamente atractiva, pero con escasas posibilidades de confirmación. En cuanto a las demás cosas extrañas (sombras misteriosas, muertes inexplicables, fantasmas de ojos blancos), si la base en la que se apoyaban se le antojaba tan delirante, ¿cómo iba a creer en ellas?

Decidió ser sincero.

– No me lo creo del todo… O sea, me parece una pasada haberme enterado del mayor descubrimiento desde la relatividad aquí dentro, en mi coche, hace media hora, yendo hacia Burgos… Lo siento, no puedo… No puedo abarcarlo aún. Pero, con la misma seguridad, te digo que a ti sí te creo. A pesar de… de tu forma de comportarte, Elisa. -Tragó saliva y lo soltó todo-. Debo ser sincero contigo: he pensado muchas cosa esta noche… Aún no sé realmente de quién huimos, ni el motivo por el que llevas un… un cuchillo como ése en la mano… Todo esto me impresiona, y me ha hecho dudar de ti… y de mí Lo que me planteas, hasta tu propia actitud, es como un enigma inmenso. Un jeroglífico, el más complejo de toda mi vida. Pero he optado por una solución. Mi solución dice: «Te creo, pero ahora mismo no puedo creer en lo que tú crees». ¿Me explico?

– Perfectamente. Y te agradezco tu sinceridad. -La oyó respirar hondo-. No voy a hacer nada con este cuchillo, te lo aseguro, pero ahora mismo no podría prescindir de él, como tampoco puedo prescindir de ti. Luego lo entenderás. De hecho, si todo sale como espero, dentro de un par de horas lo en tenderás todo y me creerás.

La seguridad de su tono de voz hizo que Víctor se estremeciera. Un letrero solitario le anunció la desviación a Colmenar. Salió de la autopista y se introdujo en una pequeña carretera de doble dirección, tan oscura y arriesgada como sus propios pensamientos. La voz de ella le llegaba como un sueño.

58
{"b":"100337","o":1}