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Capítulo 36

El sonido de mi propia voz me fulminó como un puñetazo en la cabeza. Se me doblaron las piernas y se agitó mi respiración.

Ryan me acompañó hasta una silla y me sirvió agua sin formular preguntas. No logro recordar cuánto tiempo permanecí allí sentada, sumida en un enorme vacío. Por fin recobré mi compostura y comencé a valorar la realidad.

Él me había telefoneado. ¿Por qué? ¿Cuándo?

Observé que Gilbert se calzaba guantes de goma y pasaba la mano dentro del cubo de basura del que extrajo algo que dejó caer en el fregadero.

¿A quién trataba de localizar el hombre? ¿A Gabby o a mí? ¿Qué se proponía decir? ¿Pretendía llegar a decir algo o sólo comprobar si yo estaba presente?

Un fotógrafo pasaba de habitación en habitación y su flash destellaba como una luciérnaga en el siniestro apartamento.

¿Pertenecían a él las llamadas telefónicas sin respuesta?

Un especialista con guantes de caucho y mono recogía los libros, los unía con cinta adhesiva, los sellaba y los metía en bolsas oficiales que marcaba y rubricaba. Otro aplicaba un polvo blanco sobre el barniz rojinegro de las estanterías; un tercero vaciaba el refrigerador, introducía los paquetes en envoltorios de papel de embalar y los depositaba en una nevera portátil.

¿Habría muerto allí mi amiga? ¿Habrían sido sus últimas imágenes visuales las mismas que yo presenciaba?

Ryan hablaba con Charbonneau y entre el sofocante calor llegaban a mis oídos fragmentos de la conversación. ¿Dónde estaba Claudel? Se había marchado para despertar al conserje, informarse acerca de los sótanos y de las zonas de almacenaje y conseguir llaves. Charbonneau se fue y regresó con una mujer de mediana edad en bata de casa y zapatillas, para desaparecer de nuevo con ella acompañados del embalador de libros. Ryan insistía una y otra vez en acompañarme a casa. Me dijo amablemente que yo no podía hacer nada allí. Lo sabía, pero me resistía a marcharme.

La abuela del pequeño llegó sobre las cuatro. No se mostró hostil ni colaboradora. A regañadientes hizo una descripción de Tanguay: varón, tranquilo, cabellos castaños y ralos. Tipo medio en todos los aspectos. Sus características podían aplicarse a la mitad de los varones de Norteamérica. No tenía ni idea de dónde se encontraba ni del tiempo que permanecería ausente. En otras ocasiones se había marchado, pero siempre por poco tiempo. Sólo había reparado en ello porque le pedía a su nieto que diera de comer a los peces. Era muy amable con Mathieu y lo recompensaba económicamente cuando cuidaba de ellos. Apenas sabía nada de él, casi no lo veía. Creía que trabajaba y que tenía coche, aunque no estaba segura de ello ni le importaba. No deseaba verse implicada.

El equipo de investigación pasó toda la tarde y hasta altas horas de la noche registrando el apartamento. Hacia las cinco yo me di por vencida: acepté la oferta de Ryan de acompañarme y nos marchamos.

Durante el trayecto casi no hablamos. Ryan repitió lo que había dicho por teléfono. Debía quedarme en casa, apostaría un equipo de vigilancia constante en mi edificio. No debía salir de noche ni hacer expediciones sola.

– No me dé órdenes, Ryan -dije con un tono de voz que denunciaba mi fragilidad emocional.

El resto del camino transcurrió en tenso silencio. Cuando llegamos a mi edificio, Ryan aparcó el coche y se volvió hacia mí. Sentí su mirada fija en mi rostro.

– Escúcheme, Brennan. No me propongo asustarla: ese gusano caerá y usted puede conducirlo al banquillo. Me gustaría que viviera para verlo.

Su preocupación por mí me impresionó más de lo que estaba dispuesta a admitir.

Pulsaron todas las teclas: cursaron órdenes de búsqueda y captura a todos los policías de Quebec, a la policía provincial de Ontario, a la Policía Montada y a las fuerzas estatales de Nueva York y Vermont. Pero Quebec es grande y sus fronteras fáciles de cruzar: existen muchos lugares donde ocultarse o escabullirse.

Durante los siguientes días me esforcé por calibrar las posibilidades. Tal vez Tanguay se mantuviera escondido, aguardando el momento oportuno. O quizás hubiera muerto o se hubiera largado, como suelen hacer los asesinos en serie. Cuando intuyen peligro, recogen sus cosas y se mudan. Algunos jamás son capturados. No. Me negaba a aceptar tal cosa.

El domingo no salí de casa. Birdie y yo nos aislamos protectoramente del mundo exterior. No me vestí y evité la radio y la televisión. No podía resistir ver la foto de Gabby ni oír las detalladas descripciones de la víctima y del sospechoso. Tan sólo hice tres llamadas. Primero a Katy, luego a mi tía de Chicago para felicitarla por su octogesimocuarto cumpleaños. Todo un récord.

Sabía que Katy estaba en Charlotte pero deseaba tranquilizarme. Como era de esperar, no obtuve respuesta. Maldije la distancia. No. Bendita fuese: no deseaba que mi hija se encontrara en ningún lugar próximo a un monstruo en cuyo poder se hallaba su foto. Nunca sabría lo que yo había descubierto.

La última llamada fue para la madre de Gabby. Estaba sometida a sedantes y no pudo responder al teléfono. Hablé con el señor Macaulay: suponiendo que les entregasen los restos, el funeral se celebraría el jueves.

Me pasé un rato sollozando, oscilante el cuerpo como un metrónomo. Los demonios que circulaban por mi sangre me atormentaban exigiendo alcohol. Placer-dolor, un principio tan sencillo. «Aliméntanos, atúrdenos, libéranos.»

Pero no lo hice. Hubiera sido muy fácil; pero, si yo renunciaba en aquella partida, perdería mi carrera, mis amigos y mi autorrespeto. ¡Diablos, igual podía dejar que Saint Jacques/Tanguay acabara conmigo!

No cedería. Ni a la botella ni al maníaco. Se lo debía a Gabby, me lo debía a mí misma y a mi hija. De modo que permanecí sobria y aguardé, echando muchísimo de menos poder charlar con Gabby. Y me aseguraba con frecuencia de que la brigada de vigilancia siguiera en su sitio.

El lunes Ryan llamó sobre las once y media para comunicarme que LaManche había concluido la autopsia. La causa de la muerte había sido estrangulación. Aunque el cuerpo estaba descompuesto habían descubierto un surco muy profundo en el cuello de Gabby, por encima y debajo del cual la piel aparecía desgarrada en una serie de estrías y arañazos. Las venas de la garganta mostraban cientos de pequeñas hemorragias.

A Ryan se le encogía la voz. Imaginé a Gabby esforzándose desesperadamente por respirar, por vivir. ¡Basta! Gracias a Dios que la habíamos encontrado tan rápidamente. No hubiera podido enfrentarme al horror de tenerla en mi mesa de autopsias. El dolor de perderla ya era insoportable.

– Tenía rota la hioides. Y lo que quiera que él utilizara tenía lazos o eslabones, pues le dejó huellas espirales en la piel.

– ¿Había sido violada?

– No se ha podido averiguar por causa de la descomposición. Tampoco aparecen rastros de esperma.

– ¿En qué momento se produjo la muerte?

– LaManche le concede un mínimo de cinco días. Nos consta que el máximo son diez.

– Un abanico muy amplio.

– Teniendo en cuenta el calor y el somero enterramiento, cree que el cuerpo debería hallarse en peor estado.

¡Oh Dios, acaso no había muerto el mismo día en que desapareció!

– ¿Han registrado su apartamento?

– Nadie la vio, pero estuvo allí.

– ¿Qué hay de Tanguay?

– ¿Está preparada para esto? El tipo es profesor. Ejerce en una pequeña escuela en la parte occidental de la isla.

Distinguí crujir unos papeles.

– La escuela se llama Saint Isidor's, y está allí desde 1991. Tiene veintiocho años, es soltero y en el formulario de solicitud hizo constar que carecía de parientes próximos. Lo estamos investigando. Vive en Seguin desde el 91. La casera cree que antes estuvo en algún lugar de Estados Unidos.

– ¿Se han encontrado huellas?

– Muchísimas. Las tomamos todas, pero sin éxito. Esta mañana las hemos enviado al sur.

– ¿Y en el interior del guante?

– Por lo menos dos identificables y una palma borrosa.

Se me representó una imagen de Gabby. La bolsa de plástico. Otro guante. Anoté una sola palabra: guante.

– ¿Se graduó?

– En Bishops. Bertrand se encuentra ahora en Lennoxville; Claudel trata de conseguir algo en Saint Isidor's, aunque con escaso éxito. El conserje es casi centenario y no hay nadie más por allí. Durante el verano permanece cerrado.

– ¿Ha aparecido algún nombre en el apartamento?

– Ninguno: ni fotos ni agendas ni cartas. El tipo debía de vivir en un vacío social.

Se produjo un prolongado silencio mientras reflexionábamos sobre ello.

– Ello explicaría algunas de sus insólitas aficiones -dijo Ryan de pronto.

– ¿Los animales?

– Eso, y la colección de cuchillos.

– ¿Cuchillos?

– El tipo tenía más navajas que un cirujano ortopeda. Principalmente instrumentos quirúrgicos. Cuchillos, navajas de afeitar, escalpelos. Los guardaba debajo de la cama junto con una caja de guantes quirúrgicos. Muy original.

– Un solitario con fetichismo por las hojas blancas. Extraordinario.

– Y la habitual galería porno. Muy hojeada.

– ¿Qué más?

– También tiene coche. -Nuevo crujir de papeles-. Un Ford Probe de 1987 que no ha aparecido en el vecindario. Lo están buscando. Esta mañana hemos conseguido la foto del carné de conducir y también la hemos remitido.

– ¿Y?

– Usted misma podrá comprobarlo, pero creo que la abuela tenía razón: es muy corriente. O tal vez la reproducción en fax le hace poca justicia.

– ¿Podría tratarse de Saint Jacques?

– Quizá. O de Perico de los Palotes. O del tipo que vende perros calientes en la calle Saint Paul. Excluiremos a Tom Selleck porque lleva bigote.

– Es usted muy pesimista, Ryan.

– A ese tipo ni siquiera le han puesto una multa. Es un muchacho realmente excelente.

– Desde luego. Un tipo excelente que colecciona cuchillos y pornografía y trincha mamíferos pequeños.

Se produjo una pausa.

– ¿Qué clase de animales?

– Aún no estamos seguros. Están interrogando a un tipo de la universidad.

Contemplé la palabra que había escrito y tragué saliva.

– ¿Se han descubierto huellas dentro del guante que encontramos junto a Gabby?

Me resultaba difícil pronunciar su nombre.

– No.

– Sabíamos que no las habría.

– Sí.

En el fondo se distinguían los sonidos propios de la brigada.

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