Margaret Adkins tenía veinticuatro años, había vivido con su compañero y su hijo de seis años en un barrio cobijado a la sombra del Estadio Olímpico. Aquella mañana debía reunirse con su hermana a las diez y media para ir de compras y almorzar, pero no llegó a hacerlo. Ni tampoco atendió más llamadas telefónicas tras hablar con su marido a las diez. Le fue imposible porque había sido asesinada en algún momento entre aquella llamada y mediodía, cuando su hermana descubrió el cadáver. Desde entonces habían transcurrido cuatro horas. Era todo cuanto sabíamos.
Claudel aún seguía en escena. Su compañero Michel Charbonneau estaba sentado en una de las sillas alineadas al otro lado de la gran sala de autopsias. LaManche había regresado del escenario del crimen hacía menos de una hora, precedido en unos minutos por el cadáver. Cuando yo llegué, practicaban la autopsia. En seguida comprendí que aquella noche trabajaríamos horas extras.
La mujer yacía de bruces, con los brazos extendidos a los costados, las palmas arriba y los dedos curvados hacia adentro. Habían retirado las bolsas de papel en que la habían transportado, inspeccionado sus uñas y extraído residuos de ellas. Estaba desnuda, y su piel tenía una tonalidad cerosa contra el pulido acero inoxidable. En su espalda aparecían pequeños círculos, puntos de presión producidos por los agujeros de drenaje de la superficie de la mesa. De vez en cuando se veía un solitario cabello adherido a la piel, desprendido de la rizada maraña de su cabellera.
Tenía la nuca distorsionada, con una ligera desviación, como una figura desequilibrada en un dibujo infantil. La sangre rezumada de sus cabellos se había mezclado con el agua al lavarla y formaba un charco de un rojo translúcido bajo su cuerpo. Su chándal, sujetador, bragas, zapatos y calcetines estaban extendidos en la contigua mesa de autopsias. Se hallaban empapados en sangre, y el denso y metálico olor impregnaba el aire. Una bolsa con cierre de cremallera, próxima a sus ropas, contenía un cinturón elástico y una compresa higiénica.
Daniel tomaba fotos con una Polaroid. Las instantáneas con bordes blancos se encontraban sobre el escritorio próximo a Charbonneau, y las imágenes que aparecían mostraban diversos grados de claridad. Charbonneau las examinaba una tras otra y las devolvía con cuidado a su lugar de origen al tiempo que se mordía el labio inferior.
Un agente uniformado de identificación tomaba asimismo fotos con una Nikon provista de flash. Mientras el hombre rodeaba la mesa, Lisa, recién llegada entre los técnicos de autopsias, colocaba una anticuada pantalla tras el cuerpo. La estructura de metal pintado, con su recortado tejido blanco, pertenecía a una época en que tal accesorio se utilizaba en las habitaciones de los hospitales para proteger a los pacientes en los tratamientos de carácter íntimo. La ironía era mordaz: me pregunté qué clase de intimidad trataban de proteger en aquella situación. A Margaret Adkins ya había dejado de importarle.
Tras otra serie de tomas, el fotógrafo se apeó de su taburete y miró a LaManche con aire inquisitivo. El patólogo se aproximó al cadáver y señaló un arañazo en la parte posterior del hombro izquierdo.
– ¿Han tomado esto?
Lisa aplicó una tarjeta rectangular en la parte izquierda de la herida. En ella aparecía anotado el número asignado por el LML, el número del depósito y la fecha: 23 de junio de 1994. Daniel y el fotógrafo tomaron primeros planos.
Siguiendo las instrucciones de LaManche, Lisa le rasuró el cabello alrededor de las heridas de la cabeza mojando repetidamente el cuero cabelludo con un espray. Eran cinco en total. Cada una mostraba los dentados bordes típicos de una lesión traumática causada por un instrumento romo. LaManche los midió y dibujó. Las cámaras los captaron en primer plano.
– Con esto hemos terminado por este ángulo -dijo por fin LaManche-. Denle la vuelta, por favor.
Lisa se adelantó y por un instante me tapó la visión. Deslizó el cuerpo hasta el extremo izquierdo de la mesa, lo volvió ligeramente y apretó el brazo izquierdo con fuerza contra el estómago. Entonces ella y Daniel volvieron el cuerpo. Percibí un suave golpe cuando la cabeza chocó contra el acero. Lisa la levantó, colocó un bloque de caucho debajo del cuello y retrocedió unos pasos.
Aquella visión aceleró aún más mi circulación sanguínea como si hubieran retirado el dedo de la botella efervescente que yo tenía en el pecho y hubiera estallado un geiser de pavor.
Margaret Adkins había sido desventrada desde la clavícula hasta el pubis. Una fisura dentada discurría desde su esternón, exponiendo en su curso los colores y texturas de sus mutiladas entrañas. En sus puntos más profundos, donde los órganos habían sido desviados, distinguí la brillante vaina que rodeaba su columna vertebral.
Levanté penosamente la mirada, desviándola de la espantosa crueldad cometida en su vientre. Pero no me sentí aliviada con ello. Tenía la cabeza levemente ladeada y mostraba un rostro similar al de un duendecillo con su nariz respingona y la barbilla delicadamente puntiaguda. Tenía pómulos pronunciados y salpicados de pecas. Con la muerte, las manchitas marrones contrastaban con la blancura que las rodeaba. Me recordaba a Pippi Calzaslargas con melena corta castaña. Pero la boquita de duendecillo no reía: estaba desmesuradamente abierta y de ella asomaba su seno izquierdo cortado, cuyo pezón descansaba en el delicado labio inferior.
Alcé la mirada y mis ojos se encontraron con los de LaManche. Sus arrugas paralelas parecían más profundas que de costumbre, y los párpados inferiores reflejaban una tensión que los agitaba levemente. Leí en su rostro tristeza y acaso algo más.
El hombre permaneció en silencio mientras la autopsia proseguía y dividió su atención entre el cadáver y su carpeta de pinza en la que registraba todas las atrocidades, anotaba su posición y dimensiones y detallaba todas las heridas y lesiones. Mientras trabajaba, el cuerpo era fotografiado por delante como lo había sido por la espalda. Aguardamos. Charbonneau fumaba.
Tras un espacio de tiempo que nos parecieron horas, LaManche dio por finalizado su examen exterior.
– Bon. Llévenla a radiografías.
Se quitó los guantes y se sentó ante el escritorio, inclinado sobre su carpeta como un anciano ante una colección filatélica.
Lisa y Daniel aproximaron una camilla de acero a la mesa de autopsias y con agilidad e indiferencia profesional trasladaron el cuerpo y lo condujeron a la sala de rayos equis.
Me desplacé en silencio hasta la silla contigua a Charbonneau. El hombre se levantó a medias, me saludó con una inclinación de cabeza y una sonrisa, dio una profunda calada a su cigarrillo y lo apagó.
– ¿Cómo va eso, doctora Brennan?
Charbonneau siempre me hablaba en inglés, orgulloso de su dominio del idioma. Su forma de expresarse es una mezcla de quebequés y jerga sureña, fruto de su infancia transcurrida en Chicoutimi y perfeccionada por dos años pasados en los campos petrolíferos del este de Texas.
– Bien. ¿Y usted?
– No puedo quejarme.
Se encogió de hombros de un modo que sólo dominan los francófilos, encorvando los hombros y con las palmas levantadas.
El rostro de Charbonneau era ancho, de expresión amistosa y erizados cabellos grises que solían recordarme a una anémona marina. Corpulento y de cuello desproporcionado, parecía apretarle siempre las camisas. Sus corbatas, tal vez con intención compensatoria, se enrollaban y deslizaban lateralmente o se aflojaban y pendían bajo el primer botón de su camisa. Se las aligeraba a primeras horas de la mañana, probablemente confiando en que la inevitable apariencia pareciese intencionada. O quizá sólo deseara estar cómodo. A diferencia de la mayoría de los detectives del CUM, no intentaba hacer una declaración diaria de elegancia. O tal vez sí. Aquel día llevaba una camisa de color amarillo pálido, pantalones de tergal y una americana deportiva de color verde y tejido escocés con corbata marrón.
– ¿Ha visto las fotos preliminares? -me preguntó mientras recogía un sobre marrón del escritorio.
– Aún no.
Sacó un puñado de Polaroids y me las tendió.
– Son las primeras que llegaron con el cuerpo.
Me dispuse a examinarlas bajo su penetrante mirada. Tal vez esperaba que me estremeciera ante la carnicería para poder decirle a Claudel que me había impresionado, o quizá le interesara sinceramente mi reacción.
Las fotos seguían un orden cronológico, recreaban la escena tal como el equipo de investigación la había encontrado. En la primera aparecía una calle estrecha a cuyos lados se alzaban edificios antiguos, aunque bien conservados, de tres plantas. Hileras paralelas de árboles bordeaban la esquina a ambos lados, cuyos troncos desaparecían en pequeños recuadros de tierra rodeados de cemento. Ante los edificios había una serie de patios pequeños divididos todos ellos por un pasillo que conducía a una empinada escalera metálica. De vez en cuando un triciclo bloqueaba la acera.
Las siguientes imágenes se centraban en el exterior de uno de los edificios de ladrillo rojo. Pequeños detalles llamaron mi atención. Unas placas que aparecían sobre unas puertas del primer piso mostraban los números 1407 y 1409. Alguien había plantado flores bajo uno de los ventanales delanteros. Distinguí tres caléndulas que se agrupaban solitarias con enormes cabezas amarillas, marchitas e inclinadas en arcos idénticos, flores solitarias cultivadas y abandonadas. Una bicicleta se apoyaba contra la oxidada valla metálica que rodeaba el pequeño patio delantero. Un letrero, también oxidado, surgía entre el césped, pero sin levantarse apenas del suelo, como si quisiera ocultar el mensaje: Á vendré. Se vende.
Pese a los intentos de personalización, el edificio se veía como los demás que se alineaban en la calle. La misma escalera, balcón, dobles puertas y cortinas de encaje. Me pregunté por qué habría sido aquélla. Por qué la tragedia había visitado ese lugar. Por qué no había sido la casa 1405 o alguna de la acera de enfrente o de otra manzana.
Una tras otra las fotos me fueron atrayendo, como un microscopio que aumenta las dimensiones de manera progresiva. En la siguiente serie aparecía el interior de la vivienda, cuyas minucias me sedujeron. Habitaciones pequeñas, mobiliario barato, el inevitable televisor, un salón, un comedor, una habitación infantil con posters de hockey en las paredes. Un libro en una cama titulado Cómo funciona el mundo me produjo otra punzada de dolor. Dudé que en él existiera tal explicación.