Durante el fin de semana pasé mucho tiempo durmiendo. El sábado por la mañana traté de levantarme, pero mis esfuerzos fueron efímeros. Me temblaban las piernas y, si volvía la cabeza, largos tentáculos de dolor se extendían por mi nuca y se me aferraban a la base del cráneo. Mi rostro tenía una especie de corteza como crema quemada y mi ojo derecho estaba morado, al igual que una ciruela podrida. Fue un fin de semana de sopas, aspirinas y antisépticos. Me pasé los días dormitando en el sofá y poniéndome al día con las aventuras de O. J. Simpson. Por las noches, a las nueve ya dormía.
Hacia el lunes el martillo neumático ya había dejado de golpearme el interior del cráneo. Andaba con rigidez y podía volver algo la cabeza. Me levanté temprano, me duché y a las ocho y media estaba en el despacho.
En mi escritorio aguardaban tres recados. Prescindí de ellos, marqué el número de Gabby y me respondió su contestador. Me preparé una taza de café instantáneo y examiné los mensajes telefónicos recibidos. Uno procedía de un detective de Verdun, otro era de Andrew Ryan, y el tercero, de un periodista. Tiré el último y dejé los otros junto al teléfono. Charbonneau y Claudel no me habían llamado ni tampoco Gabby.
Marqué el número de la sala de la brigada CUM y pedí por Charbonneau. Al cabo de unos instantes me comunicaron que estaba ausente. Tampoco encontré a Claudel. Dejé un mensaje mientras me preguntaba si harían gestiones callejeras tan temprano o si aún no habrían llegado.
Traté de comunicarme con Andrew Ryan, pero la línea estaba ocupada. Puesto que no tenía éxito alguno por teléfono decidí presentarme en persona. Tal vez Ryan estaría dispuesto a hablar de Trottier.
Bajé a la primera planta en ascensor y recorrí los pasillos hasta la sala de la patrulla. El ambiente era mucho más animado que durante mi última visita. Cuando me dirigía a la mesa de Ryan advertí que las miradas se centraban en mi rostro, lo que me hizo sentirme algo incómoda. Sin duda estaban enterados de lo sucedido el viernes.
– ¿Ha probado un nuevo colorete, doctora Brennan? -me preguntó Ryan en inglés.
Se había levantado de la mesa y me tendía la mano. Distendió el alargado rostro en una sonrisa al ver la costra de mi mejilla derecha.
– Ciertamente: es carmesí cemento. Me he encontrado un aviso de llamada suyo.
Por un momento pareció desconcertado.
– ¡Ah, sí! He sacado el expediente de Trottier. Puede echarle una mirada si lo desea.
Se inclinó a rebuscar entre algunos archivos que tenía sobre la mesa y los extendió en forma de abanico. Escogió uno entre ellos y me lo tendió en el instante en que su compañero entraba en la sala. Bertrand se dirigió hacia nosotros. Vestía chaqueta deportiva de color gris claro que entonaba monocromáticamente con unos pantalones grises más oscuros, camisa negra y una corbata floreada blanquinegra. Con la excepción del bronceado, parecía una imagen televisiva de los cincuenta.
– ¿Cómo va eso, doctora Brennan?
– Estupendo.
– ¡Vaya, un efecto magnífico!
– Las calzadas son impersonales -respondí y miré en torno buscando un lugar donde consultar el expediente-. Puedo… -Señalé una mesa vacía.
– Desde luego. No está ocupada.
Me senté y comencé a clasificar el contenido del legajo; hojeé los informes del incidente, descifré entrevistas y examiné fotos. Enfrentarse al caso de Chantale Trottier era como pasear descalzo por asfalto caliente. Como el día anterior, volvía a sentir dolor y tenía que desviar la mirada y permitirme respiros mentales de la creciente angustia que experimentaba.
El 16 de octubre de 1993 una joven de dieciséis años se levantó de mala gana, planchó su blusa y pasó una hora aseándose y acicalándose. Rechazó el desayuno que su madre le ofrecía y se marchó de su casa de un barrio de las afueras para tomar el tren con sus amigas en dirección a la escuela. Llevaba el suéter y la falda plisada del uniforme, calcetines hasta la rodilla y los libros en una mochila. Reía y parloteaba y, después de la clase de matemáticas, almorzó. Al concluir la jornada desapareció. Treinta horas después su cuerpo descuartizado era descubierto en una bolsa de plástico de basura a sesenta quilómetros de su hogar.
Se proyectó una sombra en el escritorio que me obligó a levantar la cabeza. Delante de mí se encontraba Bertrand con dos tazas de café. Me ofreció una con un letrero que decía: «El lunes comienzo mi dieta». La cogí agradecida.
– ¿Algo interesante?
– No mucho -repuse al tiempo que tomaba un sorbo-. Tenía dieciséis años. La encontraron en Saint Jerome.
– Sí.
– Gagnon tenía veintitrés, la descubrieron en el centro de la ciudad, también en bolsas de plástico -medité en voz alta.
Ladeó la cabeza con aire inquisitivo.
– Adkins tenía veinticuatro años y fue encontrada en su casa, al otro lado del estadio -continué.
– No estaba descuartizada.
– No, pero sí mutilada. Tal vez el asesino se vio interrumpido y dispuso de menos tiempo.
El hombre sorbió ruidosamente su café. Cuando apartó la taza de la boca le quedaban unas gotas en el bigote.
– Gagnon y Adkins aparecían en la lista de Saint Jacques -añadí.
No me equivocaba al suponer que la historia ya se habría difundido en aquellos momentos.
– Sí, pero los medios informativos se hicieron eco de ambos casos. El tipo tenía recortes de los artículos aparecidos en Allo Police y Photo Police acerca de ellos y, por añadidura, con fotos. Acaso tan sólo sea un gusano que se alimenta con esa clase de basura.
– Tal vez.
Tomé otro sorbo sin creerlo en absoluto.
– ¿Tenía mucho material de esa clase?
– Sí -respondió Ryan a nuestras espaldas-. Ese cerdo coleccionaba recortes de toda clase de truculencias. ¿No te encontraste con alguno de esos casos de muñecos cuando estabas en inmuebles, Francoeur?
Francoeur era un tipo grueso, bajito y de brillante y morena calva que se comía una barra de caramelo cuatro mesas más allá. La depositó sobre la mesa, se lamió los dedos y asintió.
– Hum… Sí… Dos. -Lametazo-. ¡Maldita sea! -Nuevo lametazo-. El tipo se mete en la casa, registra el dormitorio y luego hace un gran muñeco con un camisón o un chándal que pertenece a la dueña de la casa, lo rellena, lo viste y, tras meterlo en la cama, lo destroza a cuchilladas. Probablemente eso lo excitaba más que un examen de matemáticas. -Dos lametazos-. Luego se larga sin llevarse nada.
– ¿Dejó rastros de esperma?
– No, se supone que llevaba un condón.
– ¿Qué arma utilizó?
– A buen seguro una navaja, pero no la encontramos. Debió de llevársela.
Francoeur retiró la envoltura y dio otro bocado a la golosina.
– ¿Por dónde entraba?
– Por la ventana del dormitorio.
La respuesta llegó entre el olor a caramelo y cacahuete.
– ¿Cuándo?
– De noche, por lo general.
– ¿Dónde realizó esas extravagancias?
Francoeur mascó en silencio unos momentos, luego retiró una mota de cacahuete de una muela con la uña del pulgar, la inspeccionó y la sacudió.
– Una vez en Saint Calixte y, la otra, creo que en Saint Hubert. La que ese tipo tenía recortada había ocurrido hacía un par de semanas en Saint Paul du Nord.
Se le hinchó el labio superior al pasarse la lengua por los incisivos.
– Y creo que otro de esos casos fue a parar al CUM. Me parece recordar una llamada desde allí hace cosa de un año.
Silencio.
– Dieron con él, pero no se trataba de un caso de gravedad: no había herido a nadie ni se había llevado nada. Sólo tenía una idea equivocada acerca de un ligue barato.
Francoeur arrugó el envoltorio de su golosina y lo tiró a la papelera que estaba junto a su mesa.
– Al parecer la afectada de Saint Paul-du-Nord se negó a formular denuncia.
– Sí -repuso Ryan-. Esos casos son tan poco gratificantes como que te practiquen una lobotomía con una navaja.
– Nuestro héroe probablemente recortó la historia porque le excita la literatura que trata sobre el acceso a los dormitorios ajenos. Tenía también la historia de una muchacha de Senneville, pero nos consta que no tuvo nada que ver con ello. Resultó que el padre tenía escondida constantemente a la muchacha. -Se recostó en su asiento-. Tal vez se identifique tan sólo con un pariente pervertido.
Yo escuchaba la conversación sin mirar a los dialogantes. Había descubierto un gran mapa de la ciudad detrás de Francoeur, similar al que se encontraba en el apartamento de Berger, pero de mayor escala, que se extendía hasta incluir los suburbios más alejados al este y oeste de la isla de Montreal.
La discusión se extendió por la sala suscitando anécdotas de voyeurs y de otros pervertidos sexuales. Aproveché que estaban enfrascados en ello para levantarme con discreción y aproximarme al mapa a fin de observarlo más de cerca, con la esperanza de atraer lo menos posible la atención. Lo examiné y repetí el ejercicio que Charbonneau y yo habíamos llevado a cabo el viernes situando mentalmente la localización de las equis. De pronto me sobresaltó la voz de Ryan.
– ¿En qué está pensando? -me preguntó.
Cogí una caja de alfileres con cabezas redondeadas de vivos colores de una repisa que estaba bajo el mapa, escogí una roja y la situé en la esquina suroeste del Gran Seminario.
– Gagnon -dije.
La siguiente la coloqué bajo el estadio olímpico.
– Adkins.
La tercera estuvo destinada a la esquina superior izquierda junto a una amplia extensión del río conocida como el lago de Deux Montagnes.
– Trottier.
La isla de Montreal tiene forma de pie cuyo tobillo desciende del noroeste, el talón se dirige hacia el sur y los dedos al noroeste. Dos alfileres señalaban el pie, exactamente sobre la suela, uno se encontraba en el centro de la ciudad, otro estaba al este, a mitad de camino de los dedos. El tercero se hallaba en el tobillo, en el extremo oeste más alejado de la isla: no se veía ninguna pauta aparente.
– Saint Jacques marcó estas dos -dije señalando uno de los alfileres del centro y luego el del extremo este.
Escudriñé la playa sur siguiendo el puente Victoria al otro lado de St. Lambert y luego bajando hacia el sur. Al encontrar los nombres de las calles que había visto el viernes, cogí un cuarto alfiler y lo clavé en el extremo más alejado del río, exactamente bajo el arco del pie. La dispersión aún tenía menos sentido. Ryan me miró inquisitivo.