No había tenido tal sensación de resaca desde hacía mucho tiempo: como de costumbre estaba demasiado mareada para recordar gran cosa. Al moverme, arponazos de dolor se dispararon en mi cerebro y me obligaron a inmovilizarme. Sabía que si abría los ojos vomitaría. El estómago también se me revolvía con sólo imaginar el movimiento, pero aun así tenía que levantarme. Y, por encima de todo, estaba helada. Tenía el cuerpo contraído por un helor que se me había infiltrado en lo más profundo. Comencé a temblar de modo incontrolado y pensé que necesitaba otra manta.
Me incorporé con los ojos fuertemente cerrados. El dolor de cabeza era tan espantoso que devolví una pequeña cantidad de bilis. Incliné la cabeza hacia las rodillas y aguardé a que remitieran las náuseas. Sin poder abrir aún los ojos escupí la bilis en mi mano izquierda y busqué el edredón con la diestra.
Entre convulsiones y escalofríos comenzaba a comprender que no me encontraba en mi cama. Al tantear encontré ramas y hojas. Aquello me obligó a abrir los ojos pese al dolor que sentía.
Estaba sentada en un bosque con las ropas mojadas y cubierta de barro. La zona que me rodeaba se hallaba sembrada de hojas y ramitas, y en el aire se percibía el denso olor a tierra y a las cosas que se convertirían en ella. Sobre mi cabeza distinguí una celosía de ramas cuyos dedos negros y sutiles se entrelazaban contra un cielo de terciopelo negro. Tras ellas, un millón de estrellas titilaban entre una frondosa cortina de hojas.
Entonces surgió el recuerdo: la tormenta, las verjas, el sendero. ¿Pero cómo había ido a parar allí? Aquél no era el despertar de una resaca, sólo una parodia de ella.
Pasé la mano con tiento por la nuca. Bajo los cabellos se palpaba un chichón del tamaño de un huevo. ¡Magnífico! ¡Había sido golpeada dos veces en una semana. La mayoría de los boxeadores reciben menos palizas.
¿Pero cómo me habían atacado? ¿Había tropezado y caído? ¿Me había acertado la rama de un árbol? La tormenta había sacudido exageradamente las cosas, pero cerca de mí no se veían grandes ramas. No lograba recordar nada ni me preocupaba: sólo deseaba largarme de allí.
Contuve las náuseas y anduve a gatas en busca de la linterna. La descubrí semienterrada en el barro, la limpié e intenté encenderla. Me sorprendió comprobar que funcionaba. Me esforcé por controlar mis temblorosas piernas para poder levantarme. Nuevas descargas estallaron en mi cabeza. Me apoyé contra un árbol y volví a sentir arcadas.
El sabor a bilis impregnó mi boca y despertó nuevos interrogantes en mi conciencia. ¿Cuándo había comido por última vez? ¿La noche del día anterior? ¿Aquella misma noche? ¿Qué hora sería? ¿Cuánto tiempo llevaba allí? La tormenta había concluido y dado paso a las estrellas, aún era de noche y estaba helada. Eso era cuanto sabía.
Cuando concluyeron las contracciones abdominales me erguí lentamente y paseé la luz de linterna alrededor de mí en busca del sendero. Al fluctuar por la superficie del terreno el rayo pulsó otro cable cognitivo: la bolsa enterrada. El chispazo de la memoria llegó acompañado de una oleada de temor. Así con más fuerza la linterna, efectué un giro completo para asegurarme de que no había nadie tras de mí y volví a centrarme en la bolsa. ¿Dónde la había encontrado? El recuerdo retornaba lentamente, pero en imágenes fijas. Me representaba la bolsa en la mente, mas no lograba establecer su localización en el terreno.
Exploré entre la vegetación adyacente en busca del objeto enterrado. Me vibraba la cabeza y las náuseas seguían remontándose por mi garganta, pero no me quedaba nada por devolver y los inútiles esfuerzos me causaban dolor de costados y me provocaban lágrimas. Me detuve de nuevo y me apoyé en un árbol en espera de que los espasmos remitieran. Advertí que los grillos se preparaban para un concierto tras la tormenta, y su música me produjo una sensación de arena que se filtrara por mis oídos y se extendiera por mi cerebro.
Por fin encontré la bolsa a unos tres metros. Me sentía tan agitada que apenas podía sostener la linterna con firmeza, pero la descubrí tal como la recordaba, aunque había más plástico a la vista. La rodeaba un charco de agua, y sus pliegues y hendiduras se habían llenado asimismo de agua.
Como no me hallaba en condiciones de extraerla me limité a mirarla. Sabía que había que estudiar minuciosamente el escenario, pero temía que alguien pudiera alterarlo o llevarse los restos antes de que llegase allí una patrulla. Deseaba llorar de frustración.
«¡Buena idea, Brennan! ¡Échate a llorar! Tal vez alguien venga a rescatarte.»
Me levanté temblando de frío y temor y traté de pensar, pero mis células cerebrales no cooperaban: cerraban sus puertas y se resistían a todas las llamadas. El pensamiento de que debía telefonear se abrió camino en mi mente.
Identifiqué los límites del desigual sendero y traté de salir del bosque como mejor creí entender. Recordaba cómo había llegado hasta allí pero tenía una vaga noción del modo de salir. Mi sentido de orientación me había abandonado al igual que mi memoria a corto plazo. De improviso la linterna se apagó y me vi sumergida en la oscuridad que me rodeaba, en la que sólo se filtraba la luz de las estrellas. De nada sirvió agitarla ni maldecirla.
– ¡Mierda! -exclamé.
Por lo menos lo había intentado.
Traté de distinguir algún sonido que me permitiera orientarme, pero sólo capté el canto de los grillos que chirriaban en el entorno en todas direcciones. Aquello no funcionaba.
Intenté distinguir entre las sombras la vegetación más o menos crecida y me deslicé hacia adelante. Tanto daba un punto como otro. Ramas invisibles se enganchaban en mis ropas y cabellos, y los hierbajos se me enredaban entre los pies.
«Te has salido del sendero, Brennan. Esta zona se vuelve más densa.»
Trataba de decidir qué camino tomar cuando pisé en falso, en el vacío, y aterricé apoyándome en las manos y en una rodilla. Tenía los pies atrapados y la rodilla derecha aplastada contra lo que parecía tierra desprendida. La linterna, que había salido despedida de mis manos, se encendió al chocar en el suelo y proyectó una fantasmal luz hacia mí. Observé que mis pies desaparecían en un oscuro y angosto espacio.
Entre los tumultuosos latidos del corazón salí de aquel agujero y trepé hacia la luz, en diagonal, como un cangrejo en la playa. Cuando dirigí el foco hacia el lugar donde había caído, descubrí un pequeño cráter que parecía recientemente abierto, como una herida fresca en el suelo. A su lado había un pequeño montículo de tierra.
Enfoqué la abertura y vi que no era grande, tal vez de unos sesenta centímetros de ancho por noventa de profundo. Cuando avanzaba a tientas había pisado demasiado cerca del borde y derramado un reguero de tierra en el hueco. «Como cereales que cayeran de una caja -pensé-, reunidos con los que yo había desprendido en mi caída.»
Miré con fijeza la tierra que se reunía en montoncillo en el fondo del agujero y que me sugería una idea indefinida. De pronto comprendí: la tierra estaba prácticamente seca. Incluso para mi confuso cerebro resultaba evidente que aquel agujero había sido cubierto o excavado después de la lluvia.
Un involuntario estremecimiento recorrió mi cuerpo y me impulsó a cruzar los brazos en el pecho para reconfortarme. Aún estaba empapada y la tormenta había refrescado el aire a su paso. Mi instintivo movimiento no me había confortado y había desviado la luz del agujero. Desplegué los brazos y volví a enfocar la linterna. ¿Por qué alguien habría…?
La auténtica pregunta surgió de repente encogiéndome el estómago como una pistola del calibre cuarenta y cinco. ¿Quién? ¿Quién había acudido allí para cavar o vaciar aquel agujero? ¿Se encontraría él -o ella- por allí todavía? Aquel pensamiento me incitó bruscamente a entrar en acción. Giré en redondo y barrí todo el contorno con mi linterna. Un estallido de dolor se disparó en mi cabeza y se triplicaron los latidos de mi corazón.
Ignoró qué esperaba ver. ¿Un doberman asesino? ¿A Norman Bates con su madre? ¿A Hannibal Lecter? ¿Al dios George Burns con su gorra de béisbol? Ninguno de ellos apareció. Estaba sola con los árboles, los matorrales y la oscuridad salpicada de estrellas.
Con el giratorio arco de luz distinguí el sendero. Me aparté del agujero recién cavado y regresé tambaleante hacia la bolsa semienterrada, que cubrí con un montón de hojas. El tosco camuflaje no engañaría a quien lo había ocultado allí pero acaso disimularía el escondrijo a una mirada accidental.
Satisfecha con mi tapadera vegetal, cogí la lata de insecticida del bolsillo y la introduje en la bifurcación de un árbol contiguo como señal. Avancé por el terreno pisando hierbajos y raíces y sosteniéndome con dificultades. Sentía como si las piernas se me hubieran dormido y me moviese en cámara lenta.
Al llegar al cruce del sendero con el camino metí cada uno de los guantes en sendas ramas de árboles y marché a trompicones hacia la verja. Estaba mareada y agotada y temía desmayarme. La adrenalina no tardaría en consumirse y llegaría el derrumbamiento. Y cuando eso sucediera deseaba hallarme en cualquier otro lugar.
Mi viejo Mazda seguía aparcado donde lo había dejado. Crucé precipitadamente la calle sin mirar a derecha ni a izquierda ni preocuparme de que alguien pudiera esperarme. Revolví con desesperación los bolsillos en busca de las llaves y, cuando por fin las encontré, me maldije por llevar tantas en el mismo llavero. Entre imprecaciones las dejé caer dos veces y por fin hallé las del coche, abrí la puerta y me desplomé en el asiento.
Cerré la puerta, abracé el volante con las manos y apoyé la cabeza en los brazos. Sentía la necesidad de dormir, de huir de mis circunstancias y alejarme de ellas. Comprendí que tenía que luchar contra aquel impulso. Alguien podía encontrarse por allí, observándome y decidiendo qué medidas adoptar.
Paseé la mirada a uno y otro lado y me recordé que cometería otro error si permanecía en aquel lugar un instante más.
Examiné mentalmente al azar. De nuevo apareció George Burns que me dijo: «Siempre me interesa el futuro. Me propongo pasar allí el resto de mi vida.»
Me incorporé bruscamente y dejé caer las manos en el regazo. Un agudo dolor contribuyó a despejarme la mente. No devolví: hacía progresos.
– Si vas a tener un futuro, será mejor que te largues de aquí, Brennan.
Mi voz sonó densa en el reducido espacio, pero también contribuyó a orientarme en la realidad del momento. Puse el coche en marcha y los dígitos del reloj del salpicadero me transmitieron su mensaje verde: eran las dos y cuarto de la mañana. ¿Cuándo me había puesto en marcha?