El apartamento de Robert Trottier había sido puesto a la venta durante un año y medio.
– Debe de haberse demorado por causa del precio.
– No lo sé, Ryan. Nunca he estado allí.
– Yo lo he visto por televisión.
– ¿Remax?
– Royal LePage,
– ¿Anuncios?
– Así lo cree él. Estamos comprobando.
– ¿Letrero exterior?
– Sí.
– ¿Y Damas? -me interesé.
Ella, su marido y sus tres hijos vivían con los padres de él, que poseían la casa desde que se creó la tierra y en ella morirían. Medité unos instantes sobre el tema.
– ¿Qué hacía Grace Damas?
– Criaba niños, hacía tapetes de ganchillo para la iglesia, realizaba algún trabajo a tiempo parcial. ¿Está preparada para esto? En una ocasión trabajó en una carnicería.
– Perfecto. ¿Y el marido?
– Limpio. Conduce un camión. -Pausa-. Como anteriormente hacía su padre. Silencio.
– ¿Cree que esto significa algo? -pregunté.
– ¿El metro o los anuncios?
– Ambos.
– ¡Diablos, Brennan, no lo sé! -Nuevo silencio-. Déme un escenario.
Había tratado de ingeniar algo.
– Bien. Saint Jacques lee los anuncios de ofertas inmobiliarias, escoge una dirección. Luego se aposta hasta que detecta a su víctima. La sigue, aguarda su oportunidad y por fin provoca la emboscada.
– ¿Qué tiene que ver aquí el metro?
Medité unos momentos.
– Es como un juego para él. Es el cazador y ella la presa. El escondrijo de Berger es su madriguera. La aborda con los anuncios por palabras, la sigue y luego se prepara para asesinarla. Sólo utiliza algunas zonas de caza.
– La salida de la sexta estación.
– ¿Tiene alguna idea mejor?
– ¿Por qué anuncios de fincas inmobiliarias?
– ¿Por qué no? Un objetivo vulnerable, una mujer sola en casa. Imagina que, si vende, la encontrará para mostrar la propiedad. Tal vez llama. El anuncio le facilitara el acceso.
– ¿Por qué seis estaciones?
– No lo sé. El tipo está loco.
Brillante, Brennan.
– Debe de conocer la ciudad a la perfección.
Meditamos sobre ello.
– ¿Empleado del metro?
– ¿Taxista?
– ¿Servicio Público?
– ¿Policía? -dije.
Se produjo un intervalo de tenso silencio.
– Brennan, no pue…
– No.
– ¿Qué me dice de Trottier y Damas? Éstas no encajan.
– No.
Silencio.
– Gagnon fue encontrada en el centro de la ciudad; Damas en Saint Lambert; Trottier en Saint Jerome. Si nuestro sujeto es una persona que se desplaza diariamente a su trabajo ¿cómo hacer frente a esto?
– No lo sé, Ryan. Pero son tres de cada cinco, tanto en los anuncios como en las paradas de metro. Fíjese en Saint Jacques o quienquiera que sea esa rata. Tiene su madriguera precisamente en Berri-UQAM y coleccionaba anuncios por palabras. Esto merece algún seguimiento.
– Sí.
– Podríamos comenzar con la colección que poseía Saint Jacques, ver qué había recogido.
– Sí.
Se me ocurrió otra idea.
– ¿Y qué tal acerca de esbozar su retrato? Ya contamos con suficientes datos para intentarlo.
– Muy moderno.
– Podría ser útil.
Interpreté su pensamiento a través de la línea telefónica.
– Claudel no tiene por qué enterarse. Yo podría fisgonear de modo no oficial, descubrir si vale la pena profundizar en ello. Contamos con los escenarios del crimen de Morisette-Champoux y Adkins, el modo en que se produjo la muerte y cómo se dispuso del cadáver en cuanto a las restantes. Creo que podrían funcionar con esto.
– ¿Se refiere a Quantico?
– Sí.
Profirió un resoplido.
– De acuerdo. Estarán tan saturados que no le devolverán la llamada hasta el siglo que viene.
– Conozco a alguien allí.
– No me sorprende. -Suspiró-. ¿Por qué no? Pero sólo una consulta en ese sentido. No nos comprometa en absoluto. La solicitud debe proceder de Claudel o de mí.
Al cabo de unos momentos marcaba el prefijo de Virginia y pedía por John Samuel Dobzhansky. Aguardé. El señor Dobzhansky estaba ilocalizable. Dejé un mensaje.
Intenté hablar con Parker Bailey. Otra secretaria, otro mensaje.
Llamé a Gabby para saber sus planes para la cena. Me respondió mi propia voz en el contestador. Lo intenté con Katy. Nuevo mensaje. ¿Acaso nadie se hallaba jamás en su lugar?
Dediqué el resto de la mañana a la correspondencia y a revisar trabajos de los alumnos mientras aguardaba a que sonara el teléfono. Deseaba hablar con Dobzhansky y con Bailey. Parecía sonar un reloj en mi cabeza que me impedía concentrarme. Cuenta atrás. ¿Cuánto tardaría en aparecer la próxima víctima? A las cinco renuncié y me fui a casa.
El apartamento estaba en silencio. Ni rastro de Birdie ni de Gabby.
– ¿Gab? Tal vez estuviera durmiendo.
La puerta de la habitación de invitados seguía cerrada. Birdie dormitaba en mi lecho.
– Sois tal para cual vosotros dos -dije mientras le acariciaba la cabeza-. Vamos. Es hora de que te limpie la lata.
El olor a suciedad era intenso.
– Tengo demasiadas cosas en la cabeza, Bird. Lo siento.
No recibí ninguna muestra de reconocimiento.
– ¿Dónde está Gabby?
Me devolvió una mirada inexpresiva mientras se desperezaba.
Le cambié la arena. Birdie me lo agradeció utilizándola y vertiendo parte en el suelo.
– Vamos, Bird, trata de no echarla fuera. Gabby no es una compañera de baño muy limpia. Procura esmerarte tú.
Contemplaba su revoltijo de lociones limpiadoras y cosméticos.
– Parece que lo ha recogido un poco.
Busqué una coca cola light y me puse unos pantalones cortos. ¿Qué plan tenía para cenar? ¿A quién intentaba engañar? Saldría a la calle.
El contestador automático se encendió. Había un mensaje. Era yo misma que había llamado sobre la una. ¿Acaso Gabby no lo había oído o no le había hecho caso? Tal vez había desconectado el teléfono, o quizás estuviera enferma o no se encontrara en casa. Fui hasta su habitación.
– ¿Gab?
Llamé con suavidad.
– ¿Gabby?
Insistí con más fuerza.
Abrí la puerta y en el interior descubrí el caos habitual que la acompañaba: joyas, papeles, libros y ropas por doquier. Un sujetador pendía del respaldo de una silla. Inspeccioné el armario y me encontré zapatos y sandalias amontonados. Y, entre toda aquella confusión, la cama estaba pulcramente hecha. Me chocó tal incongruencia.
– ¡Hija de perra!
Birdie se deslizó por mis piernas.
– ¿Estaría ella aquí anoche?
Me miró, saltó a la cama, la rodeó por dos veces y se instaló. Me dejé caer a su lado, con el nudo familiar en la boca del estómago.
– Ha vuelto a hacerlo, Bird.
El animal extendió su garra y se la lamió.
– Y ni siquiera una mísera nota.
Birdie se centró en los espacios interiores.
– No quiero pensar en esto -concluí.
Me levanté y fui a vaciar el lavavajillas.
Al cabo de diez minutos me había tranquilizado bastante para marcar su número. Como era de esperar no obtuve respuesta. Intenté la universidad asimismo sin éxito.
Fui a la cocina, abrí el refrigerador y lo cerré. ¿Cenaría? Volví a abrirlo y cogí otra bebida. Pasé al salón, dejé la nueva lata junto a la anterior, conecté el televisor y paseé por los canales hasta escoger una comedia de situación que no pensaba seguir. Mis pensamientos discurrían de los crímenes a Gabby, al cráneo hallado en el jardín y vuelta a empezar, incapaz de centrarme en nada. La cadencia del diálogo y las risas grabadas facilitaban un sonido de fondo mientras mis pensamientos giraban en torno como partículas atómicas.
Sentía ira hacia Gabby, estaba resentida por haber permitido que me utilizara. Me sentía dolida por causa de ella y sentía temores acerca de mi seguridad, temor de que apareciera una nueva víctima y frustración por mi estado de indefensión. Estaba emocionalmente herida, pero no podía dejar de autoincreparme.
No soy consciente del tiempo que permanecí en tal situación hasta que sonó el teléfono, que proyectó una oleada de adrenalina por mi cuerpo.
¡Sería Gabby!
– ¡Hola!
– Con Tempe Brennan, por favor.
Era una voz masculina familiar, tanto como mi infancia en el Medio Oeste.
– ¡John! ¡Dios, cuánto me alegra oírte!
John Samuel Dobzhansky, mi primer amor. Consejeros. Campamento de Northwoods. El idilio se prolongó aquel verano y el siguiente y prosperó hasta nuestro primer año de universidad. Yo marché al sur; J. S. al norte. Yo escogí antropología y conocí a Pete. Él estudió psicología, se casó y se divorció dos veces. Años después volvimos a entrar en contacto en la Academia. J. S. se especializó en homicidio sexual.
– ¿Conservas los sentimientos del campamento Northwoods? -preguntó.
– En mi mente -repuse.
Así concluía la letra del himno del campamento. Nos echamos a reír.
– No sabía si esperabas que te llamase a tu casa, pero al dejarme el número imaginé que podía intentarlo.
– Me alegra que lo hayas hecho. Gracias. Deseo recurrir a tu cerebro acerca de la situación que se nos presenta aquí. ¿Te parece bien?
– ¿Cuándo dejarás de decepcionarme, Tempe? -se fingió herido.
Habíamos coincidido en las reuniones de la Academia y, al principio, estuvo latente entre nosotros la posibilidad de una aventura amorosa. ¿Debíamos forzar los recuerdos de adolescentes? ¿Seguía aún vigente la pasión? La idea decrecía bilateralmente, aunque sin expresarla de modo tácito. Consideramos mejor dejar el pasado intacto.
– ¿Qué hay de aquel nuevo amor que me mencionaste el año pasado?
– Desaparecido.
– Lo siento, John. Aquí tenemos unos asesinatos que creo que están vinculados. Si te doy una visión general del conjunto, ¿podrás opinar si se trata de crímenes en serie?
– Puedo opinar sobre cualquier cosa.
Era una de nuestras frases favoritas de antaño.
Le describí los escenarios de Adkins y Morisette-Champoux y subrayé lo que se había hecho a las víctimas. Le expliqué cómo y cuándo se habían encontrado los restantes cadáveres y cómo los habían mutilado. Luego añadí mis teorías sobre el metro y los anuncios por palabras.
– Tengo dificultades para convencer a la policía de que estos casos se hallan relacionados. Ellos se obstinan en decir que no existe ninguna pauta. Hasta cierto punto, tienen razón. Las víctimas son todas diferentes: una murió de un disparo, y las otras no; vivían en distintos lugares. Nada parece tener conexión.