Me sentía atrapada en mi pellejo, preocupada y frustrada. Me atormentaban visiones mentales de las que no lograba desprenderme. Observé el envoltorio de un caramelo que danzaba al viento tras mi ventana, empujado por ráfagas de aire.
Me dije que yo era como aquel pedazo de papel. No podía controlar mi propio destino y mucho menos los ajenos. No había noticias sobre Saint Jacques; desconocía quién había dejado aquel cráneo en mi patio y la extravagante situación de Gabby seguía sin solventarse; Claudel probablemente estaría gestionando una queja contra mí; mi hija estaba a punto de abandonar los estudios. Y en mi mente vivían cinco mujeres muertas a las que, probablemente, se sumaría una sexta o séptima, dado el ritmo al que avanzaba mi investigación.
Consulté mi reloj: eran las dos y cuarto. No podía seguir en mi despacho un instante más. Tenía que hacer algo.
¿Pero qué?
Hojeé el informe de incidencias de Ryan mientras comenzaba a formarse una idea en mi mente.
«Se pondrán furiosos», me dije.
Sí.
Consulté el informe. La dirección estaba allí. Hice aparecer mi hoja de cálculo en la pantalla del ordenador. Allí figuraban todas, junto con los números telefónicos.
Pensé que sería mejor ir al gimnasio a disipar mis frustraciones.
Sí.
Investigar a solas no mejoraría la situación con Claudel.
No.
Podía perder el apoyo de Ryan.
Cierto.
Sería injusto.
Imprimí los datos de la pantalla y escogí y marqué un número. Al tercer timbrazo me respondió un hombre que se sorprendió, pero accedió a verme. Cogí mi bolso y salí rápidamente del edificio.
Volvía a hacer calor, y el aire estaba tan impregnado de humedad que se habrían podido escribir letras en el aire. La neblina refractaba el resplandor del sol y lo difundía como una capa. Me dirigí en mi coche hacia la casa que Francine Morisette-Champoux había compartido con su marido. Me había decidido por aquel caso tan sólo por su proximidad. La vivienda estaba junto al centro de la ciudad, a menos de diez minutos de mi apartamento. Si no tenía éxito, me encontraría camino de casa.
Localicé la dirección y me detuve. En la calle se alineaban casas de ladrillo de aspecto acomodado, todas ellas con sus balcones de hierro, garaje subterráneo y puertas de brillantes colores.
A diferencia de la mayoría de los vecindarios de Montreal, aquél carecía de nombre. La renovación urbana había transformado aquella parte de los parques nacionales canadienses sustituyendo senderos y cobertizos de herramientas por residencias, barbacoas y huertos con tomateras. El vecindario era agradable y de clase media, pero se resentía de una crisis de identidad. Estaba demasiado próximo al núcleo de la ciudad para ser realmente suburbano aunque a muy escasa distancia exterior del arco que definía el centro moderno. No era antiguo ni nuevo. Funcional y accesible, carecía de personalidad.
Llamé al timbre y esperé. El olor a césped recién cortado y basura antigua matizaban el tórrido ambiente. Dos puertas más abajo un aspersor enviaba un arco de agua sobre un césped de dimensiones regulares. Se oía el zumbido de un compresor central de aire entremezclado con el continuo chasquido del aspersor.
Al abrir la puerta me encontré con una especie de bebé crecido, con cabellos rubios y entradas, cuya parte central se arremolinaba en rizos sobre la frente. Tenía las mejillas y la barbilla rollizas y redondeadas y la nariz era breve y respingona. Era un hombre grande, no demasiado obeso, pero en vías de serlo. Aunque la temperatura era de treinta y dos grados, llevaba tejanos y sudadera.
– Monsieur Champoux, soy…
Abrió por completo la puerta y se puso a un lado para darme paso sin mirar la tarjeta de identificación que yo le mostraba. Lo seguí por un pasillo estrecho hasta un salón asimismo angosto. En una pared se alineaban diversas peceras que daban a la estancia una fantasmagórica tonalidad aguamarina. En el otro extremo de la estancia distinguí un mostrador en el que se amontonaban pequeñas redes, cajas de comida para peces y otros accesorios piscícolas. Unas puertas persianas daban a la cocina.
El señor Champoux despejó un espacio en el sofá y me indicó que me sentara. En cuanto a él, se dejó caer en un sillón con butaca para los pies.
– Monsieur Champoux -comencé de nuevo-. Soy la doctora Brennan del Laboratorio de Medicina Legal.
No le di más aclaraciones confiando en evitar explicaciones adicionales acerca de mi papel concreto en la investigación, de las que, en realidad, carecía.
– ¿Han descubierto algo? Yo… Hace tanto tiempo, que no quiero seguir pensando en ello. -Parecía hablar al suelo de parqué-. Hace ya un año y medio que Francine murió y no he tenido noticias de su gente desde hace más de un año.
Me pregunté dónde creería que encajaba yo entre «mi gente».
– He respondido a demasiadas preguntas y he hablado con demasiadas personas. El juez de instrucción, los policías, la prensa… Incluso yo mismo contraté a un investigador. Deseaba sinceramente agarrar a ese tipo. Pero no sirvió de nada: nunca encontraron su pista. Pudieron determinar que la había matado una hora antes; el juez de instrucción dijo que aún estaba caliente. Ese maníaco mata a mi mujer, se larga y desaparece sin dejar huella. -Movió la cabeza incrédulo-. ¿Han descubierto ya algo?
Me miraba con una mezcla de angustia y esperanza. La sensación de culpabilidad me destrozó el corazón.
– No, monsieur Champoux, lo cierto es que no.
Salvo que otras cuatro mujeres habían sido asesinadas por aquel mismo animal.
– Sólo deseaba revisar algunos detalles, ver si hay algo que se nos pasara por alto.
La esperanza desapareció y emergió la resignación. Se recostó en la silla y aguardó.
– ¿Su mujer era dietista?
Asintió.
– ¿Dónde trabajaba?
– En cualquier lugar. Estaba contratada por el MAS, pero en cualquier momento podía encontrarse en cualquier lugar.
– ¿El MAS?
– Ministerio de Asuntos Sociales.
– ¿Se movía por ahí?
– Su labor consistía en aconsejar a las cooperativas de alimentación, a grupos inmigrantes principalmente, acerca de cómo realizar sus adquisiciones de alimentos. Los ayudaba a formar las cocinas colectivas y luego les enseñaba a preparar sus comidas preferidas para que resultaran económicas, pero saludables. Les facilitaba la obtención de productos, carne y demás, por lo general, en cantidad. Siempre visitaba las cocinas para asegurarse de que funcionaban debidamente.
– ¿Dónde se encontraban esos colectivos?
– En todas partes. En la Prolongación del Parque, Cote des Neiges, Saint Henri, Litle Burgundy…
– ¿Cuánto tiempo llevaba trabajando para el MAS?
– Seis, tal vez siete años. Antes había trabajado en Montreal General con un horario mucho mejor.
– ¿Disfrutaba con su trabajo?
– ¡Oh, sí! Le encantaba.
Se le quebró la voz al pronunciar estas palabras.
– ¿Tenía un horario irregular?
– No, era muy regular. Trabajaba constantemente: por las mañanas, por las tardes, los fines de semana… Siempre que surgía un problema, recurrían a Francine para solucionarlo.
Apretaba y aflojaba las mandíbulas.
– ¿Disentían usted y su esposa acerca de su trabajo?
Permaneció en silencio unos momentos.
– Yo quería verla con más frecuencia -dijo a continuación-. Hubiera preferido que siguiera en el hospital.
– ¿A qué se dedica usted, señor Champoux?
– Soy ingeniero: construyo cosas. Pero en estos tiempos nadie está muy deseoso de construir. -Profirió una triste sonrisa y ladeó la cabeza-. Me despidieron.
Se había expresado con el término inglés.
– Lo siento -dije. Luego añadí-: ¿Sabe usted adonde iba su esposa el día en que la asesinaron?
Negó con la cabeza.
– Aquella semana apenas nos habíamos visto. Se provocó un incendio en una de sus cocinas y se pasó allí día y noche. Podría haber estado allí o en cualquier otro sitio. Según tengo entendido no llevaba ninguna clase de diario ni agenda. No la encontraron en su despacho ni yo la vi nunca por aquí. Me había hablado de ir a cortarse el cabello. ¡Diablos, ojalá hubiera ido a la peluquería!
Me miró con expresión torturada.
– ¿Sabe usted lo que se siente? Ni siquiera sé qué se disponía a hacer mi esposa el día en que murió.
Desde el trasfondo se oyó circular suavemente el agua de los depósitos.
– ¿Había mencionado ella algo insólito? ¿Llamadas telefónicas extrañas? ¿La visita de algún desconocido? -Mientras hablaba recordé a Gabby-. ¿Alguien que la siguiera por la calle?
De nuevo un movimiento negativo de cabeza.
– ¿Lo hubiera mencionado?
– Probablemente si hubiésemos hablado. En realidad, aquellos últimos días no habíamos tenido tiempo.
Intenté una nueva táctica.
– Era enero: hacía frío. Las puertas y las ventanas debían de estar cerradas. ¿Tenía su mujer la costumbre de mantener la casa así?
– Sí. Nunca le había gustado vivir aquí ni estar a nivel de la calle. Yo la convencí para comprar esta casa, pero ella prefería los edificios de muchos pisos con sistemas de seguridad o guardianes. Merodean por aquí personajes bastante sórdidos, y ella siempre estaba nerviosa. Por ello pensábamos marcharnos. A ella le gustaba disponer de espacio adicional y del pequeño patio posterior de la casa, pero nunca se acostumbró a esto. Su trabajo le hacía frecuentar algunas zonas peligrosas y, al llegar a casa, deseaba sentirse a salvo. Intocable. Así lo decía: intocable, ¿sabe?
Sí, ¡oh, sí!
– ¿Cuándo vio a su mujer por última vez, señor Champoux?
Aspiró y respiró profundamente.
– La mataron un miércoles. La noche anterior había trabajado hasta altas horas a causa del incendio, por lo que yo ya estaba acostado cuando ella vino.
Había agachado la cabeza y hablaba hacia el parqué. Sus mejillas se colorearon con unas manchas de venitas rojizas.
– Ella se acostaba con las impresiones de toda su jornada y trataba de contarme dónde había estado y qué había hecho, pero yo no deseaba escucharla.
Observé que jadeaba bajo la sudadera.
– Al día siguiente me levanté temprano y me marché. Ni siquiera me despedí de ella.
Guardamos silencio unos momentos.
– Eso hice, y ya no hay marcha atrás. Ya no tengo ninguna oportunidad.
Levantó la mirada y la fijó en las peceras de color turquesa.
– Me dolía que ella tuviera trabajo y yo no. Por eso me mostraba indiferente. Ahora el remordimiento no me deja vivir.