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A través del hueso occipital, cerca del punto donde el cráneo se apoya en la columna vertebral, distinguí una serie de cortes. Tenían forma de uve en sentido transversal y se extendían de arriba abajo, siguiendo el contorno del hueso. Bajo el foco de luz parecían similares a las marcas que había observado en los huesos largos, pero deseaba asegurarme.

Devolví el cráneo al laboratorio histológico, lo deposité junto al ámbito de operaciones y examiné el esqueleto decapitado. Recogí la sexta vértebra cervical, la situé bajo la luz y examiné de nuevo los cortes que había descrito la semana anterior. Luego volví a inspeccionar el cráneo centrándome en los cortes que marcaban la parte posterior y la base. Las señales eran idénticas, los contornos y las dimensiones transversales coincidían a la perfección.

– Grace Damas.

Apagué la lámpara de fibra óptica y me volví hacia quien profería aquellas palabras.

– Qui?

– Grace Damas -repitió Bergeron-. Treinta y dos años. Según Ryan, desaparecida en febrero de 1992.

Calculé: dos años y cuatro meses.

– Coincide. ¿Algo más?

– En realidad, no he preguntado. Ryan dijo que pasaría después de almorzar. Sigue buscando algo más por allí.

– ¿No conoce la identificación auténtica?

– Aún no. Yo he terminado ahora mismo. -Observó los huesos-. ¿Algo nuevo?

– Coinciden. Deseo ver qué tienen que decir los investigadores de huellas acerca de las muestras de tierra. Tal vez podamos conseguir una descripción del polen. Pero estoy convencida: incluso las marcas de los cortes son idénticas. Ojalá dispusiera de las vértebras superiores del cuello, pero no son indispensables.

Grace Damas. Durante todo el almuerzo se repitió su nombre en mi mente. Grace Damas: la número cinco. ¿Lo sería realmente? ¿Cuántas más encontraríamos? Cada uno de aquellos nombres se grababa a fuego en mi mente, como una marca en el anca de una ternera. Morisette-Champoux; Trottier; Gagnon; Adkins. Y ahora, otra: Damas.

Ryan entró en mi despacho a la una y media. Bergeron ya había emitido su veredicto sobre el cráneo. Le dije que podía aplicarlo asimismo al esqueleto.

– ¿Qué sabe acerca de ella? -le pregunté.

– Tenía treinta y dos años y tres hijos.

– ¡Cristo!

– Era buena madre, excelente esposa y participaba en las actividades de la iglesia. -Consultó sus notas-. Vivía en Saint Demetrius, al otro lado de Hutchison, cerca de la avenida du Park y Fairmont. Envió a los niños a la escuela un día y no volvieron a verla.

– ¿El marido?

– Parece inocente.

– ¿Algún amigo?

Se encogió de hombros.

– Es una familia griega muy tradicional. Si no se habla de ello, esas cosas no pueden ser ciertas. Era una buena mujer. Vivía para su familia. Han instalado una espantosa capilla para ella en el salón. -Nuevo encogimiento de hombros-. Tal vez fuera una santa. No lo sé. No vamos a descubrirlo por su madre ni por el esposo. Es como hablar con un muro. Y, si se sugiere algo escabroso, se cierran en banda y no sueltan prenda.

Le hablé de las marcas producidas por los cortes.

– Son iguales a las de Trottier y Gagnon.

– Hum.

– También le cortaron las manos. Como a Morisette-Champoux y Gagnon. Y una a Trottier.

– Hum.

Cuando se marchó encendí el ordenador y expuse en la pantalla mi hoja de cálculo. Eliminé la palabra «Inconnue» de la columna de los nombres, inscribí el de Grace Damas y acto seguido incorporé la escasa información que Ryan me había facilitado. En un archivo independiente resumí lo que sabía de cada una de aquellas mujeres y las ordené por su fecha de fallecimiento.

Grace Damas había desaparecido en febrero de 1992. Tenía treinta y dos años, estaba casada y era madre de tres hijos. Vivía cerca del noreste de la ciudad, en una zona conocida como Prolongación del Parque. Su cadáver había sido descuartizado y enterrado a escasa profundidad en el monasterio Saint Bernard, en St. Lambert, donde se lo descubrió en junio de 1994. Su cabeza apareció en mi jardín varios días después. Se desconocía la causa de la muerte.

Francine Morisette-Champoux había sido golpeada y asesinada de un disparo en enero de 1993. Tenía cuarenta y siete años. Su cadáver fue encontrado una hora después, al sur del centro de la ciudad, en el apartamento que compartía con su marido. Su asesino le había abierto el vientre, cortado la mano derecha y clavado un cuchillo en la vagina.

Chantale Trottier había desaparecido en octubre de 1993. Tenía dieciséis años. Vivía con su madre fuera de la isla, en la comunidad lacustre de Ste. Anne de Bellevue. La habían golpeado, estrangulado y descuartizado, y tenía la mano diestra parcialmente cortada y la izquierda cercenada por completo. Su cadáver fue descubierto dos días después en St. Jerome.

Isabelle Gagnon había desaparecido en abril de 1994. Vivía con su hermano en St. Edouard. En junio del presente año su cadáver descuartizado apareció en los jardines del Gran Seminario, en el centro de la ciudad. Pese a que aún no se habían determinado las causas de su muerte, las señales descubiertas en los huesos indicaban que había sido descuartizada, le habían abierto el vientre y amputado las manos, y que el asesino le había insertado un desatascador en la vagina. Tenía veintitrés años.

Margaret Adkins había encontrado la muerte el 23 de junio, hacía una semana. Tenía veinticuatro años, un hijo y vivía con su compañero. La habían matado a golpes, tenía el vientre abierto y le habían cortado un seno, que le habían metido en la boca. Asimismo le habían insertado una figurilla metálica en la vagina.

Claudel tenía razón: no había una pauta en el modus operandi. Todas habían sido golpeadas, pero a Morisette-Champoux también le habían disparado un tiro; Trottier había sido estrangulada y Adkins, apaleada. Y en cuanto a Damas y Gagnon, aún ignorábamos la causa de su muerte.

Revisé una y otra vez cuanto habían hecho a cada una de ellas.

Existía variación, pero siempre aparecía un mismo tema: crueldad sádica y mutilación. Tenía que tratarse de una misma persona. De un monstruo. Damas, Gagnon y Trottier habían sido descuartizadas y metidas en bolsas de basura tras desventrarlas. A Gagnon y Trottier les habían cortado las manos. Morisette-Champoux había sido rajada y le habían amputado una mano, pero no había sido descuartizada. A diferencia de las demás, Adkins, Gagnon y Morisette-Champoux habían sufrido penetración vaginal con un objeto extraño. A Adkins le habían mutilado un seno, algo que no había repetido con ninguna otra. ¿O tal vez sí? Los restos de Damas y Gagnon eran insuficientes para poder aventurarlo.

Contemplé la pantalla. Me dije que tenía que estar allí. ¿Por qué no podía verlo? ¿Qué vínculo existía entre todas? ¿Por qué aquellas mujeres? Sus edades oscilaban demasiado: no se trataba de aquello. Todas eran blancas. Nada sorprendente: estábamos en Canadá. Francófonas, anglófonas, alófonas, casadas, solteras, con compañeros sentimentales. Debía escoger otra categoría, intentar la geografía.

Busqué un mapa y señalé el lugar donde se habían encontrado los cadáveres. Aquello tenía menos sentido que cuando lo había intentado con Ryan. Aparecían cinco puntos totalmente diseminados. Señalé entonces sus domicilios. Los alfileres se extendían como pintura lanzada a un cuadro por un artista abstracto. No existía ninguna pauta.

¿Qué había esperado? ¿Acaso una flecha que señalara un piso en Sheerbroke? Debía olvidar el lugar e intentar el tiempo.

Observé las fechas. El caso Damas, el primero, se remontaba a comienzos de 1992. Calculé mentalmente: once meses entre Damas y Morisette-Champoux. Nueve meses después, Trottier. A los seis meses, Gagnon. Y entre Gagnon y Adkins, dos meses.

Los intervalos eran decrecientes. Cada vez el asesino se volvía más audaz o su sed de sangre era más intensa. El corazón me latía tumultuosamente mientras consideraba tal implicación. Desde que había muerto Margaret Adkins había pasado más de una semana.


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