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Capítulo 29

A la mañana siguiente le entregué a Ryan un resumen de mi conversación con J. S. Transcurrió una semana sin que nada sucediera.

Seguía haciendo calor. De día trabajaba con huesos: restos encontrados en una fosa séptica de Cancún que correspondían a un turista desaparecido hacía nueve años; otros restos desenterrados de las basuras por unos perros correspondieron a una adolescente asesinada con un instrumento romo; un cadáver en una caja, con las manos cortadas y el rostro mutilado para hacerlo irreconocible, demostró tan sólo pertenecer a un varón blanco, cuyo esqueleto revelaba de unos treinta y cinco a cuarenta años.

Por las noches visitaba el festival de jazz, deambulaba entre las pegajosas multitudes que atestaban Ste. Catherine y Jeanne Mance. Oí música peruana, una mezcla de instrumentos de viento de madera y lluvia en el bosque. Paseé desde la Place des Arts al Complexe Desjardins disfrutando de saxófonos y guitarras y de las noches veraniegas. Dixieland, Fusion, R amp;B, Calypso. Me había propuesto no buscar a Gabby y me negué a preocuparme por las restantes mujeres mientras escuchaba música del Senegal, Cabo Verde, Río y Nueva York. Y durante algún tiempo olvidé a las cinco víctimas.

Por fin, el jueves, recibí una llamada de LaManche convocándome a una reunión para el martes a la que me insistió que acudiera alegando que sería muy importante.

Llegué sin saber qué me esperaba ni mucho menos a quién iba a encontrarme. Junto a LaManche se encontraban Ryan, Bertrand, Claudel, Charbonneau y dos detectives de St. Lambert. Stefan Patineau, director del laboratorio, ocupaba un extremo de la mesa y a su derecha se hallaba un fiscal del tribunal superior.

Todos ellos se levantaron a la vez cuando entré, lo que aumentó considerablemente mi ansiedad. Estreché la mano de Patineau y del fiscal, y los demás me saludaron con una inclinación de cabeza y aire inexpresivo. Traté de captar la mirada de Ryan, que desvió sus ojos de los míos. Cuando ocupé el único asiento libre tenía las palmas sudorosas y se me había formado el familiar nudo en el estómago. ¿Se habría organizado aquella reunión para hablar sobre mí? ¿Para revisar las acusaciones formuladas contra mí por Claudel?

Patineau entró en seguida en materia. Se estaba formando un destacamento de fuerzas. Se examinaría desde todas las perspectivas la posibilidad de que existiera un asesino en serie, se investigarían todos los casos sospechosos, se seguirían implacablemente todas las pistas y se detendría e interrogaría a todos los delincuentes sexuales conocidos. Los seis detectives trabajarían a plena dedicación, coordinados por Ryan. Yo proseguiría con mi habitual estudio, pero colaboraría como miembro de derecho con el equipo. Habían destinado espacio en una planta inferior al que se trasladarían todos los expedientes y materiales importantes. Se estaban examinando siete casos. El destacamento de fuerza celebraría su primera reunión aquella tarde. Mantendríamos informados al señor Gauvreau y al fiscal de cuantos progresos se realizaran.

Sencillamente eso: ya estaba hecho. Regresé a mi despacho más sorprendida que aliviada. ¿Por qué? ¿A quién se debía? Había estado defendiendo la teoría del asesino en serie durante casi un mes. ¿Qué había sucedido para que de pronto le dieran crédito? ¿Siete casos? ¿Cuáles eran los otros dos? «¿Para qué preguntar, Brennan? Ya te enterarás.» Y así fue. A la una y media entraba en una gran sala de la primera planta. Cuatro mesas formaban una isla en el centro y en las paredes se alineaban pizarras informativas y tiza. Los detectives se amontonaban en el fondo de la sala como compradores en una feria comercial. En el panel que contemplaban aparecían los familiares mapas de Montreal y del metro, con alfileres de colores clavados. Había otros siete tableros, uno junto al otro, cada uno coronado por un nombre femenino y una foto. Cinco de ellas me resultaban muy familiares; las restantes, las desconocía.

Claudel me obsequió con un momentáneo contacto visual, los demás me saludaron cordialmente. Cambiamos comentarios sobre el tiempo y nos acercamos a la mesa. Ryan distribuyó unos blocs de un montón que había en el centro y entró rápidamente en materia.

– Todos saben por qué se encuentran aquí y asimismo cómo realizar su trabajo. Sólo deseo puntualizar algunas cosas.

Miró a uno tras otro y señaló un montón de expedientes.

– Deseo que todos ustedes estudien estos archivos, que los examinen cuidadosamente, que digieran cuanto contienen. Tenemos que procesar la información, pero con lentitud. Por el momento trabajaremos según el sistema antiguo. Si descubren algo que consideran importante, lo que sea, consígnenlo en el tablero de la víctima correspondiente.

Señales de asentimiento.

– Todos disponemos de un impreso actualizado con la lista de pervertidos. Divídanlos, localícenlos y entérense dónde han ido de juerga.

– Por lo general en calzoncillos -dijo Charbonneau.

– Acaso alguno de ellos se pasara de la raya y los perdiera.

Ryan nos miró a uno tras otro.

– Es absolutamente imprescindible trabajar en equipo, sin individualismos ni heroísmos. Hay que hablar, compartir información, provocar ideas mutuas. Así agarraremos a ese canalla.

– Si se trata de uno solo -intervino Claudel.

– De no ser así, limpiaremos la casa y agarraremos a muchos canallas, Luc. No se perderá nada.

Claudel frunció las comisuras de la boca y dibujó una serie de cortas y rápidas líneas en su cuaderno.

– Es asimismo importante preocuparse por la seguridad -prosiguió Ryan-. Que no haya filtraciones.

– ¿Informará Patineau de nuestro pequeño grupo? -se interesó Charbonneau.

– No. En cierto sentido trabajamos de modo clandestino.

– Si la gente se entera de que existe un asesino en serie, correrá la alarma. Me sorprende que no haya sido ya así -dijo Charbonneau.

– Al parecer la prensa aún no ha establecido relación alguna. No me pregunten la razón. Patineau desea mantenerlo de este modo por el momento. Acaso cambie de idea.

– La prensa tiene la memoria de un mosquito -acató Bertrand.

– No, su problema es el coeficiente de inteligencia.

– Nunca han alcanzado ese límite.

– De acuerdo, de acuerdo, veamos. Esto es lo que tenemos.

Ryan resumió cada caso. Yo escuché en silencio cómo mis ideas, incluso mis palabras, resonaban en el aire y se anotaban en los blocs. Cierto que algunos conceptos también pertenecían a Dobzhansky, pero habían sido transmitidos por mí.

Mutilación, penetración genital, anuncios de fincas inmobiliarias, paradas de metro. Alguien había escuchado, es más, alguien había comprobado. La carnicería donde Grace Damas había trabajado en una ocasión se hallaba a una manzana de distancia de St. Laurent, cerca del apartamento de Saint Jacques, cerca del metro de Berri-UQAM. Todo coincidía. Aquello representaba cuatro de las cinco. Era lo que había inclinado la balanza. Aquello y J. S.

A continuación de nuestra charla, Ryan había convencido a Patineau para que cursara una solicitud formal a Quantico, y J. S. había accedido a conceder alta prioridad a los casos de Montreal.

Una lluvia de faxes le había facilitado cuanto precisaba, y a los tres días Patineau tenía un perfil. Aquello había sido definitivo. Patineau había decidido moverse. Voilá! Destacamento de fuerzas.

Me sentí aliviada, pero también desairada. Habían asumido mi trabajo y me habían explotado. Cuando me dirigía a aquella reunión temía enfrentarme a la censura personal, no esperaba un tácito reconocimiento de la labor bien hecha. Sin embargo afirmé la voz para disimular mi enojo.

– Así, pues ¿qué nos recomienda Quantico que busquemos?

Ryan extrajo un legajo delgado del montón, lo abrió y leyó en voz alta:

– Varón blanco, francófono, probablemente no haya superado el nivel de secundaria y cuente con historial de DS…

– C'est quoi ça? -inquirió Bertrand.

– Delincuencia sexual: voyeurismo, llamadas telefónicas obscenas, exhibicionismo…

– Las habituales lindezas -comentó Claudel.

– Como el hombre del maniquí -dijo Bertrand.

Claudel y Charbonneau resoplaron.

– ¡Mierda! -dijo Claudel.

– Has mencionado a mi héroe -comentó Charbonneau.

– ¿Qué diablos significa el hombre del maniquí?

El que hablaba era Ketterling, de St. Lambert.

– Un gusano que registra los apartamentos, hace un relleno con el camisón del ama de casa y luego lo acuchilla. Ese canalla representa su papel desde hace unos cinco años.

Ryan prosiguió escogiendo frases del informe.

– Planeador cuidadoso. Probablemente se vale de tretas para abordar a la víctima. Es posible que intente el truco de la agencia inmobiliaria. También es posible que esté casado…

– Pourquoi? -se sorprendió Rousseau, de St. Lambert.

– Por el escondrijo. No podía llevar a las víctimas a casa por causa de la esposa.

– O de la madre -intervino Claudel.

El hombre se centró de nuevo en el informe.

– Es probable que escoja y prepare previamente localizaciones aisladas.

– ¿Como el sótano? -interrogó Ketterling, de St. Lambert.

– ¡Diablos, Gilbert pulverizó todo aquel antro con Luminol! Si hubiese habido una gota de sangre, se hubiera iluminado como el País del Más Allá -exclamó Charbonneau.

El informe proseguía: «El exceso de violencia y crueldad sugieren extrema ira. Posible búsqueda de venganza. Posibles fantasías sádicas que implican dominio, humillación y dolor. Posible influencia religiosa.»

– Pourquoi ça? -se asombró Rousseau.

– La estatua, los lugares donde enterró los cuerpos. Trottier se encontraba en un seminario, al igual que Damas.

Permanecimos en silencio unos momentos. El reloj de pared resonaba quedamente. En el pasillo se distinguió un taconeo femenino que se aproximaba y luego retrocedía. Claudel seguía trazando tensas y breves líneas con su bolígrafo.

– Beaucoup de «posibles» y «probables» -dijo.

Me irritaba la continua resistencia de Claudel a la teoría de un solo asesino.

– También es posible y probable que en breve nos encontremos con otro asesinato -repliqué.

El policía revistió su rostro con su habitual máscara de dureza que descargó en su bloc de notas. Las líneas de sus mejillas se tensaron, pero no dijo palabra.

El reloj seguía sonando.

– ¿Ha hecho alguna previsión a largo plazo el doctor Dobzhansky? -pregunté más tranquila.

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