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Capítulo 17

El repentino estrépito era una barahúnda. Los frenéticos ladridos de un perro mezclados con voces humanas crecían en intensidad. Sonaban gritos por todas partes, tensos y entrecortados, pero demasiado confusos para distinguir las palabras. El alboroto se producía dentro del recinto del monasterio, en algún lugar a nuestra izquierda. Al principio pensé que el merodeador nocturno había regresado y que todos los policías de la provincia, o por lo menos un pastor alemán, lo perseguían.

Miré a Ryan y a los demás, que al igual que yo se habían quedado petrificados. Incluso Poirier había dejado de manosear su bigote y apoyaba la mano en el labio superior.

Luego el sonido cada vez más próximo de alguien que se precipitaba indiscriminadamente por el follaje rompió el hechizo. Volvimos las cabezas de modo simultáneo, como movidos por un mismo resorte. Desde algún lugar entre los árboles sonó una voz:

– ¿Está usted ahí, Ryan?

– Sí.

Nos orientamos en dirección a aquel sonido.

– Sacre bleu! -Más crujidos y agitación-. Estoy aquí.

Un agente de la SQ apareció ante nosotros apartando las ramas y murmurando ruidosamente. Estaba congestionado y jadeaba; el sudor le perlaba la frente y aplastaba el flequillo que rodeaba su cabeza casi calva. Al descubrirnos, apoyó las manos en las caderas y se inclinó para recobrar el aliento. Distinguí los arañazos que le habían producido las ramas en el desnudo cráneo.

Al cabo de unos momentos se levantó y señaló con el pulgar en la dirección de donde procedía. Con voz entrecortada, como aire que pasara por un filtro obturado, exclamó:

– Será mejor que vaya allí, Ryan. El condenado perro está como endemoniado.

Observé de reojo que Poirier se llevaba la mano a la frente y luego al pecho. Una vez más presenciaba la señal de la cruz.

– ¿Cómo? -Ryan enarcó las cejas asombrado.

– DeSalvo se lo llevó a dar una vuelta por el recinto como usted dijo, y el hijo de perra comenzó a dar círculos en determinado lugar y a ladrar como si creyera que Adolf Hitler y todo su maldito ejército estuvieran enterrados.

Hizo una pausa y añadió:

– ¡Escúchenlo!

– ¿Y?

– ¿Y qué? Ese condenado se reventará las cuerdas vocales. Si no acude usted allí en seguida, no dejará de perseguirse su propio rabo.

Contuve una sonrisa: era una imagen muy cómica.

– Reténganlo unos momentos. Denle una golosina o un Valium si es necesario. Primero hemos de concluir algo aquí. -Consultó su reloj-. Estaré allí dentro de diez minutos.

El agente se encogió de hombros, soltó una rama que sostenía y se dispuso a marcharse.

– ¡Eh, Piquot!

El hombre volvió su gran rostro.

– Aquí hay un sendero.

– Paciencia -resopló mientras tanteaba el camino por la enmarañada vegetación hacia el lugar que Ryan le indicaba.

Pensé que lo perdería a los quince metros.

– Y otra cosa, Piquot -prosiguió Ryan.

El hombre se volvió de nuevo.

– No permita que Rin Tin Tin estropee nada.

A continuación se volvió hacia mí.

– ¿Espera a que llegue su cumpleaños, Brennan?

Oímos a Piquot alejarse hasta que se perdió de vista, mientras yo abría la bolsa de uno a otro extremo.

El olor no surgió bruscamente ni me inundó como en el caso de Isabelle Gagnon. Libre de sus limitaciones, se difundió poco a poco hasta imponerse en el ambiente. Lo identifiqué como tierra y plantas descompuestas y una capa de algo más. No era el fétido hedor de la putrefacción sino un olor más primitivo, que recordaba la muerte, orígenes y extinciones, vida reciclada. Yo ya lo había percibido con anterioridad. Comprendí que el saco contenía algo muerto y no recientemente.

Deseé que no se tratara de un perro o un ciervo y separé la abertura con las manos, de nuevo temblorosas, entre las que se estremecía el plástico. Cambié de opinión; ojalá fuese un perro o un ciervo.

Ryan, Bertrand y LaManche se aproximaron cuando yo retiraba el plástico roto. Poirier se quedó inmóvil como una lápida, cual si hubiera echado raíces en el suelo.

Primero vi un omóplato. No era gran cosa, pero suficiente para confirmar que no se trataba de la captura de un cazador ni de un animal doméstico. Miré a Ryan, que entornaba los ojos y apretaba las mandíbulas por causa de la tensión.

– Es un ser humano.

Poirier se persignó de nuevo.

Ryan sacó su bloc y pasó la página.

– ¿Qué tenemos? -preguntó.

Su voz era más cortante que la hoja que yo acababa de utilizar.

Moví ligeramente los huesos.

– Costillas, omóplatos, clavículas, vértebras… -Hice una pausa-. Parece que todos son torácicos.

– Esternón -añadí al dar con él.

Tanteé entre los huesos buscando más partes de cuerpo. Los demás observaban en silencio. Al llegar al fondo de la bolsa una gran araña marrón se deslizó por mi mano y me subió por el brazo. Distinguí sus ojos sobresalientes como pequeños periscopios que buscaban la causa de aquella intrusión. Sus peludas patas, ligeras y delicadas como un pañuelo de encaje, rozaron mi piel. Di una sacudida y despedí la araña al espacio.

– Eso es todo -concluí.

Me erguí y retrocedí con un crujido de rodillas.

– El torso sin brazos.

Sentía una especie de escalofrío y no por causa de la araña.

Dejé caer los brazos inertes a los costados. No sentía alegría alguna por justificar mi criterio, sólo una sensación embotadora, como si me hallara bajo los efectos de una fuerte impresión. Mi ser emocional se había cerrado, colgado un cartel e ido a almorzar. Pensé que de nuevo había sucedido: otro ser humano había muerto. Por allí rondaba un monstruo.

Ryan tomaba notas en su bloc. Le abultaban los tendones del cuello.

– ¿Y ahora qué? -La voz de Poirier sonó chirriante.

– Ahora encontraremos el resto -dije.

Cambronne se colocaba para tomar fotos cuando oímos regresar a Piquot. De nuevo venía a campo traviesa. Al llegar a nuestro lado miró los huesos y susurró una palabrota.

Ryan se dirigió a Bertrand.

– ¿Puede quedarse aquí mientras vigilamos al perro?

Bernard asintió; estaba tan rígido como los pinos que nos rodeaban.

– Guardaremos lo que hemos encontrado, y luego investigación revisará toda esta zona. Enviaré a buscarlos.

Dejamos a Bertrand y Cambronne y seguimos a Piquot hacia donde sonaban los ladridos. El animal parecía muy alterado.

Tres horas después, sentada en una franja de hierba, examinaba cuatro bolsas que contenían restos humanos. El sol estaba en lo alto y sentía su calor en mis hombros, sin aplacar el frío que tenía en mi interior. A cinco metros el perro yacía cerca de su cuidador, con la cabeza ladeada sobre sus enormes patas marrones. Había sido una gran mañana para él.

Esos animales, condicionados para responder al olor de los tejidos corpóreos descompuestos o en descomposición, logran descubrir cadáveres ocultos como los sistemas de infrarrojos identifican el calor. Incluso después de ser retirados, detectan los antiguos lugares donde se encontró carne corrompida. Son los sabuesos de los muertos.

Aquel perro había actuado perfectamente centrándose en otros tres lugares más de enterramiento. En cada ocasión anunciaba su encuentro ladrando con celo, dando dentelladas al aire y rodeando aquel punto en frenética demostración. Me pregunté si todos los perros expertos descubridores de cadáveres serían tan apasionados con su trabajo.

Necesitamos dos horas para excavar, procesar y guardar en bolsas los restos; realizamos un inventario preliminar antes de retirarlos y luego registramos cada fragmento óseo en una lista más detallada.

Miré al perro: parecía casi tan cansado como yo. Sólo se movían sus ojos; las órbitas de color chocolate giraban como antenas de radar. Paseaba su mirada sin mover la cabeza.

El animal tenía derecho a estar agotado y también yo. Cuando por fin levantó la cabeza, asomó su larga y delgada lengua, que colgó estremecida. Sumida en silencio volví a enfrascarme en el inventario.

– ¿Cuántos?

No lo había oído acercarse, pero conocí su voz. Me apuntalé en mi sitio.

– Bonjour, monsieur Claudel. Comment ça va?

– ¿Cuántos? -repitió.

– Uno -respondí sin levantar los ojos.

– ¿Falta algo?

Acabé de escribir y me volví a mirarlo. Estaba plantado, con los pies separados, la chaqueta colgada de un brazo y retiraba el celofán de un bocadillo expedido por una máquina.

Al igual que Bertrand, Claudel vestía tejidos naturales, camisa y pantalones de algodón y chaqueta de hilo. Sin embargo, se ceñía a los colores verdes; al parecer prefería mostrar un aspecto más ingenuo. El único contraste de color consistía en el dibujo de su corbata. De vez en cuando había introducido una elegante pincelada de tono mandarina.

– ¿Puede decirme qué tenemos?

Me señaló con su bocadillo de carne.

– Sí.

– ¿Sí?

Apenas hacía treinta segundos que había llegado y yo ya deseaba arrancarle el bocadillo de la mano y metérselo por la nariz o por cualquier otro orificio. Claudel no lograba despertar mis mejores sentimientos ni siquiera cuando estaba relajada y descansada, y aquella mañana no me hallaba precisamente en tal situación. Como el perro, estaba agotada. Me faltaban energías e inclinación para seguirle el juego.

– Tenemos parte de un esqueleto humano sin apenas tejidos blandos. El cuerpo fue descuartizado, metido en bolsas de basura y enterrado en cuatro lugares distintos. -Señalé los jardines del monasterio-. Anoche encontré una bolsa. El perro ha olfateado las tres restantes esta mañana.

Dio un bocado y miró hacia los árboles.

– ¿Qué falta? -Su voz llegaba confusa entre el jamón y la mostaza.

Lo miré sin decir palabra, preguntándome por qué me resultaría tan irritante una pregunta rutinaria. Era el modo de proferirla. Me repetí una variación de mi autosermón sobre Claudel: «No le hagas caso: es un reptil. No esperes más que altivez y arrogancia. Sabe que tenías razón: a estas alturas ya está al corriente de todo, pero no va a decir “¡Bravo por ti!” Ha de fastidiarlo enormemente. Eso debería bastarte. Dejémoslo así.»

Al ver que no respondía volvió a centrar su atención en mí.

– ¿Falta algo?

– Sí.

Dejé la hoja de inventario y lo miré de modo directo a los ojos. Él parpadeó sin dejar de masticar. Me pregunté brevemente por qué no llevaría gafas.

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