Poirier soltó el mecanismo, abrió el candado y a continuación la puerta, que rechinó suavemente, no con el penetrante chirrido metálico que yo recordaba. Se puso a un lado para permitirme el paso y todos aguardaron. LaManche aún no había pronunciado palabra.
Me eché la mochila en el hombro, pasé junto al sacerdote y emprendí la marcha por el camino. A la clara y fresca luz de la mañana el bosque tenía un aire acogedor, nada malévolo. El sol brillaba entre las anchas hojas, y las agujas de las coniferas y el aire estaba impregnado del aroma de los pinos. Era un olor que me recordaba épocas escolares, con visiones de casas junto a lagos y campamentos de verano, en modo alguno cadáveres ni negras sombras. Avancé lentamente y examiné cada árbol y cada centímetro de terreno tratando de detectar ramas rotas, suelo removido, algo demostrativo de presencia humana. En especial, la mía.
Mi inquietud crecía a cada paso y se aceleraban los latidos de mi corazón. ¿Y si yo no había cerrado la verja? ¿Si alguien había estado allí después de mí? ¿Qué habría hecho cuando yo me hube marchado?
El ambiente era el propio de un lugar que nunca hubiera visitado, pero que me resultara familiar por haber leído algo acerca de él o lo hubiera visto en fotografías. Traté de percibir mediante el tiempo y la distancia el lugar donde se encontraría el sendero, pero sentía graves recelos. Mis recuerdos eran atropellados y confusos, como un sueño recordado en parte. Los acontecimientos más importantes eran vividos, mas los detalles relativos a secuencia y duración se volvían caóticos. Rogué que pudiera distinguir algo que me sirviera de punto de partida.
Mis súplicas hallaron respuesta en forma de los guantes cuya existencia había olvidado. A la izquierda del camino, a nivel de mis ojos, tres blancos dedos asomaban de la rama de un árbol. ¡Eso era! Escudriñé los árboles contiguos. El segundo guante apareció en el hueco de un pequeño arce, a metro y medio aproximadamente del nivel del suelo. Me imaginé temblorosa, explorando en la oscuridad el punto donde guardarlos. Me felicité por mi previsión, aunque no por mi memoria: creía haberlos colocado más arriba. Tal vez, al igual que Alicia, había tenido una experiencia que alteraba las dimensiones de aquel bosque.
Giré entre los árboles que exhibían los guantes, por una senda apenas visible. El cambio en la maleza era tan sutil que, a no ser por las señales, tal vez no lo habría detectado. A la luz del día el sendero era poco más que un cambio de textura; la vegetación estaba atrofiada en todo su recorrido y era más escasa que a ambos lados. En una estrecha línea la cobertura vegetal no se entrecruzaba. Hierbajos y matorrales se levantaban solitarios, aislados de sus vecinos, y exponían las ásperas tonalidades siena de las hojas muertas y de la tierra de la que emergían. Eso era todo.
Recordé los rompecabezas con que jugaba en mi niñez. Mi abuela y yo examinábamos con detenimiento las piezas en busca de la correcta, calibrábamos con ojos y cerebro las diminutas variaciones de tonalidad y dibujo. El éxito dependía de la capacidad de percibir sutiles diferencias en tonos y texturas. ¿Cómo diablos habría detectado aquel sendero entre la oscuridad?
Distinguí el crujir de hojas y el chasquido de las ramas a mi espalda. No señalé los guantes, pero sabía que los había impresionado con mi habilidad orientativa. Brennan, la sutil exploradora. Unos metros más adelante descubrí la lata de repelente insecticida. Ahí no cabían sutilezas: el brillante capuchón anaranjado brillaba como un faro entre el follaje.
Y allí se encontraba mi montículo camuflado. Bajo un roble blanco, el terreno se levantaba en una pequeña protuberancia cubierta de hojas y limitada por tierra desnuda. Entre la tierra excavada distinguí las marcas que habían dejado mis dedos cuando asía los puñados de hojas y tierra para ocultar el plástico. Los resultados de mi apresurada tarea de camuflaje acaso revelaban más que ocultaban, pero en aquella ocasión me había parecido lo más correcto.
He intervenido en muchas recuperaciones de cadáveres. La mayoría de los cuerpos escondidos se descubren por alguna confidencia o un golpe de fortuna. Los informadores denuncian a sus cómplices o niños excitados revelan los descubrimientos realizados. «Olía tan espantosamente que comenzamos a hurgar.» Me resultaba extraño haberme comportado como aquellos niños.
– Allí -dije señalando el montón de hojas.
– ¿Está segura? -preguntó Ryan.
Me limité a mirarlo. Nadie dijo palabra. Dejé la mochila en el suelo y extraje de ella otro par de guantes de jardinería. Fui hacia el montículo y situé los pies con cuidado para alterar lo menos posible la escena. Parecería absurdo a la luz de mi agitación de la noche anterior, pero siempre se espera una técnica adecuada para el escenario oficial de los hechos.
Me puse en cuclillas y aparté las hojas con la mano hasta descubrir una pequeña parte de la bolsa de plástico. El bulto seguía enterrado en el suelo y el contorno irregular sugería que su contenido estaba seguro en el interior. Parecía inalterado. Al volverme vi que Poirier se persignaba.
– Tomemos algunas fotos para el registro -ordenó Ryan a Cambronne.
Me uní a los demás y aguardamos en silencio mientras Cambronne seguía su ritual. Desempaquetó su equipo, inscribió una placa de marca y fotografió el bulto y la bolsa desde varias distancias y direcciones. Por último bajó su cámara fotográfica y retrocedió unos pasos.
Ryan se volvió a LaManche.
– Doctor…
– Temperance -dijo LaManche por vez primera desde mi llegada.
Saqué una paleta de mi mochila y me adelanté hacia el montículo. Barrí las hojas restantes y descubrí con cuidado la mayor parte posible de la bolsa. Su aspecto era tal como lo recordaba. Incluso advertí la pequeña perforación que yo misma había practicado con la uña.
Con ayuda de la paleta despejé de tierra la periferia del bulto exponiéndolo lentamente, cada vez más. La tierra olía a añeja y a cerrada como si, comprimida entre sus moléculas, contuviera una diminuta parte de cuanto había alimentado desde que los glaciales la liberaron de su helado puño.
Se oían voces procedentes de los representantes de la ley apostados en la calle, pero en el lugar donde yo trabajaba los únicos sonidos los proferían los pájaros, los insectos y el firme trabajo de zapa de mi paleta. Las ramas se agitaban a impulsos de la brisa en una versión más suave que la danza interpretada la noche anterior. El escenario nocturno recordaba a guerreros masai saltando y abalanzándose en simulacro de batalla; el espectáculo matinal era como el «vals de aniversario». Las sombras se movían por la bolsa y por los rostros del solemne grupo de los testigos de su emergencia. Yo observaba su agitado movimiento por el plástico como títeres en un espectáculo siniestro.
Al cabo de un cuarto de hora el montículo se había convertido en un hueco y aparecía a la vista más de la mitad de la bolsa. Imaginé que el contenido se habría recolocado a medida que avanzaba la descomposición y que los huesos se veían liberados de sus responsabilidades anatómicas. Si de huesos se trataba.
Dejé la paleta en el suelo en la creencia de que había retirado bastante tierra para liberar el bulto, así el retorcido plástico y tiré lentamente de él, pero no cedió. Sucedía lo mismo que la noche anterior. Parecía como si alguien se hallara bajo tierra y sostuviera el extremo opuesto de la bolsa desafiándome a un macabro estira y afloja.
Cambronne, que había seguido fotografiando mientras yo excavaba, se encontraba en aquellos momentos detrás de mí, en posición de fijar en Kodachrome el momento en que se liberara la bolsa. En mi cerebro surgió la frase: «Capturar los momentos de nuestras vidas.» Pensé que asimismo de las muertes.
Me limpié los guantes en los costados de los téjanos, así el saco lo más abajo posible y le di un brusco y repentino tirón. Sentí cómo se removía y se recolocaba levemente su contenido y, aspirando profundamente, tiré de nuevo, en esta ocasión con más fuerza. Deseaba extraer la bolsa, no desgarrarla. El bulto cedió ligeramente y luego se depositó de nuevo en el fondo.
Apuntalé los pies y tiré de nuevo. Mi adversario subterráneo cedió en la refriega, y el saco comenzó a liberarse. Reafirmé los dedos en torno al retorcido plástico y, tras echarme hacia atrás, extraje poco a poco la bolsa del agujero.
Una vez que hubo aparecido por el borde, aflojé la presión y retrocedí unos pasos. Se trataba de una bolsa corriente de basura, de las que se utilizan en las cocinas y garajes de toda Norteamérica, y estaba intacta. Su contenido formaba bultos. No era pesada. ¿Sería ésta buena o mala señal? ¿Me encontraría con el cadáver de algún perro y me vería humillada, o con los restos de un cuerpo humano y quedaría justificada?
Cambronne entró en acción. Colocó su letrero y tomó una serie de fotografías. Me quité un guante y saqué del bolsillo mi navaja suiza.
Cuando Cambronne hubo concluido, me arrodillé junto a la bolsa. Me temblaban ligeramente las manos, pero por fin hundí la uña en la pequeña rendija de la hoja y la abrí. El acero inoxidable brilló con los rayos del sol. Escogí un punto del extremo atado para la incisión, mientras sentía fijos en mí cinco pares de ojos.
Miré a LaManche: sus rasgos variaban a medida que las sombras evolucionaban. Me pregunté brevemente cuál sería mi aspecto a la luz diurna. LaManche asintió, y oprimí la hoja.
Antes de que se rompiera el plástico detuve la mano como refrenada por una cuerda invisible. De pronto todos lo oímos, pero fue Bertrand quien expresó el pensamiento colectivo:
– ¿Qué diablos sucede? -exclamó.