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Capítulo 18

La playa, grandes olas, gaviotas que rozaban las aguas con larguiruchas alas. Pelícanos que se deslizaban como aviones de papel y luego plegaban sus alas para caer en picado en el mar. Mentalmente me encontraba en Carolina. Percibía el olor de las salobres marismas internas, la espuma salada del océano, la arena húmeda, los peces varados en la playa y las algas que se secaban en la arena. Hatteras, Ocracoke y Bald Head al norte; Pawley's, Sullivan's y Kiawah al sur. Deseaba estar en casa, no me importaba en qué isla. Anhelaba ver palmitos y barcas pesqueras de camarones, no mujeres asesinadas y descuartizadas.

Abrí los ojos y distinguí unas palomas en la estatua de Norman Bethune. El cielo era grisáceo, con restos amarillos y rosados de la puesta de sol, como vanguardia de la próxima oscuridad. Las luces de las farolas y los letreros de los comercios anunciaban la llegada del anochecer con sus parpadeos de neón. Los vehículos circulaban por tres carriles, un rebaño motorizado de cuatro ruedas que marchaba de mala gana hacia el pequeño triángulo de verdor de Guy y de Maisonneuve.

En el mismo banco que yo ocupaba se encontraba un hombre con jersey canadiense. Los cabellos que le caían en los hombros eran de un rubio descolorido, y los coches que pasaban y lo iluminaban por detrás formaban un halo en su cabeza como cristal hilado. Tenía los ojos del color de los pantalones vaqueros que se han lavado infinitas veces y estaban enrojecidos y con legañas amarillentas goteando en las comisuras, que se retiró con sus pálidos dedos. En el pecho lucía una cruz de metal del tamaño de mi mano colgada de una cadena.

Había regresado a casa a última hora de la tarde, conectado el teléfono al contestador y dormido. En mis sueños, fantasmas de gente conocida se habían alternado con figuras irreconocibles en un desfile incoherente. Ryan perseguía a Gabby en un edificio de ventanas tapiadas; Pete y Claudel cavaban un hoyo en mi patio; Katy yacía sobre una bolsa de plástico de color marrón en el suelo de la casa de la playa, quemándose la piel y negándose a aplicarse loción; una figura amenazadora me acechaba en St. Laurent.

Desperté varias veces y por fin me levanté a las ocho de la tarde con jaqueca y hambrienta. En la pared, junto al teléfono, se reflejó repetidamente una luz roja y luego difusa. Había tres mensajes. Avancé a trompicones hacia el aparato y lo puse en marcha.

Pete consideraba una oferta en un bufete de abogados de San Diego. ¡Magnífico! Katy pensaba en dejar la escuela. ¡Estupendo! El siguiente había colgado. Por lo menos aquélla no era una mala noticia. Aún seguía sin saber nada de Gabby. ¡Soberbio!

Veinte minutos de charla con Katy no aliviaron mi espíritu. Se mostraba cortés, pero evasiva. Por fin, tras un largo silencio, dijo:

– Hablaré contigo más tarde.

Y colgó el aparato. Yo había cerrado los ojos y permanecía muy quieta. Mentalmente veía a Katy a los trece años, su cabecita pegada a la de Appaloosa, sus rubios cabellos mezclados con las negras crines del animal. Pete y yo habíamos acudido a visitarla al campamento. Al vernos se le iluminó el rostro y dejó al caballo para echarme los brazos al cuello. Entonces estábamos muy unidas. ¿Por qué habría desaparecido aquella intimidad? ¿Por qué era desdichada? ¿Por qué deseaba dejar la escuela? ¿Era por la separación? ¿Seríamos Pete y yo los culpables?

Abrumada por mi incapacidad maternal marqué el número del apartamento de Gabby sin obtener respuesta. Recordé una ocasión en que mi amiga había desaparecido durante diez días. Yo me volví loca de preocupación por ella, y resultó que se había retirado para descubrir su ser interior. Tal vez no podía ponerme en contacto con ella porque de nuevo trataba de conocerse interiormente.

Me tomé dos comprimidos que me aliviaron la cabeza y un plato combinado en el Singapore que sació mi apetito. Pero nada calmaba mi descontento. Ni los palomos ni los desconocidos del banco del parque me distraían de los temas constantes. Los interrogantes estallaban y rebotaban como autos de choque en mi cabeza. ¿Quién sería el asesino? ¿Cómo escogía a sus víctimas? ¿Las conocía? ¿Se ganaba su confianza para introducirse en sus hogares? Adkins había sido asesinada en su casa. ¿Y en cuanto a Trottier y Gagnon? ¿Dónde? ¿En un lugar preestablecido? ¿Un lugar escogido para su asesinato y descuartizamiento? ¿Cómo se presentaba el asesino? ¿Sería Saint Jacques? Miraba a los palomos sin verlos. Imaginaba a las víctimas y su temor. Chantale Trottier sólo tenía dieciséis años. ¿La habría forzado a punta de navaja? ¿Cuándo había sabido ella que iba a morir? ¿Le habría rogado que no la lastimase? ¿Habría suplicado por su vida? Otra imagen de Katy, los padres de otras Katys. Compasión hasta el extremo del sufrimiento.

Me centré en el momento presente. Por la mañana había trabajado en el laboratorio con los huesos descubiertos. Había tratado con Claudel, me había curado las costras del rostro. De modo que Katy aspiraba a seguir carrera como fan de un grupo de la NBA, y nada de cuanto le dijera lograba disuadirla. Y Pete acaso partiera a la costa. Yo estaba cachonda como Madonna y no tenía ningún alivio a la vista. ¿Y dónde diablos estaría Gabby?

– ¡Ya está! -dije sobresaltando a los palomos y al hombre que se sentaba junto a mí. Sabía lo que podía hacer.

Volví a casa, entré directamente en el garaje y fui en coche a la plaza St. Louis. Aparqué en Henri Julien y giré por la esquina hacia el apartamento de Gabby. En ocasiones aquel edificio me había recordado la casita de ensueño de Barbie; aquella noche me parecía digna de Lewis Carroll. Esbocé una sonrisa. Una sola bombilla iluminaba el porche de color lavanda proyectando la sombra de las petunias contra las tablas. Las mirillas de las ventanas fijaban en mí sus negros ojos y decían: «Alicia no está en casa.»

Llamé al timbre del número tres.

Nada. Volví a llamar. Silencio. Intenté el número uno, luego el dos y el cuatro. No obtuve respuesta. El país de las Maravillas estaba cerrado aquella noche.

Rodeé el parque y traté de localizar el coche de mi amiga. No estaba allí. Sin un plan definido, tomé dirección sur y luego este hacia el Main.

Tras veinte frustrantes minutos en busca de un lugar de aparcamiento dejé el coche en una de las callejuelas sin pavimentar que concluyen en St. Laurent. Aquélla era notable por las latas de cerveza aplastadas y el hedor a orines rancios. Abundaban los montones de basura y se distinguía el sonido de una máquina de discos a través de los ladrillos de la izquierda. Era un escenario que habría merecido un anuncio de alarmas de automóviles. Puesto que carecía de ella, confié el Mazda al dios de los aparcamientos y me uní a la riada de gente de la calle.

Como en un bosque tropical, en el Main residen heterogéneas especies, poblaciones que viven unas junto a otras pero que ocupan diferentes sectores. Un grupo ejerce su actividad de día; el otro, exclusivamente de noche.

En las horas que transcurren desde el amanecer al crepúsculo el Main es el reino de repartidores, tenderos, escolares y amas de casa, con los sonidos característicos del comercio y los juegos. Los olores son limpios y proceden de alimentos: pescado fresco de Waldman's, carne ahumada de Schwartz's, manzanas y fresas de Warshaw's, bollos y panes de La Boulangerie Polonaise.

A medida que las sombras se extienden y las farolas y las luces de los bares se encienden, se cierran los comercios y abren las tabernas y locales porno, y la multitud diurna cede las aceras a diferentes criaturas. Algunas son inofensivas: turistas y jovencitos que acuden en busca de alcohol y emociones a precio económico. Otros son más nocivos: chulos, camellos, prostitutas y drogadictos. Los usuarios y los utilizados, depredadores y presas en una cadena alimentaria de miseria humana.

A las once y cuarto el turno de la noche dominaba por completo. Las calles estaban atestadas, y los bares y bistrós de alquiler bajo, abarrotados de público. Fui hacia Ste. Catherine y me detuve en la esquina, con La Belle Province a mis espaldas. Parecía un buen lugar donde comenzar. Al entrar, pasé junto a la cabina telefónica desde donde Gabby me había llamado presa del pánico.

El restaurante olía a desinfectante, grasa y cebollas refritas. Era demasiado tarde para cenar y demasiado temprano para la sesión de bebida posterior, de modo que sólo estaban ocupadas cuatro mesas.

Una pareja con idénticas chaquetas indias se miraban sombríos sobre sus cuencos de chili semiconsumidos. Sus erizados cabellos eran de idéntica negrura, como si se hubieran repartido el coste del tinte, y llevaban suficiente cuero tachonado para abrir una combinación de casetas de perros y equipos de motocicletas.

Una mujer con los brazos como lápices y cabellos ahuecados de color platino fumaba y tomaba café en una mesa del fondo. Llevaba un top ceñido rojo y lo que mi madre hubiera calificado de pantalones pitillo. Probablemente lucía aquel mismo aspecto desde que había salido de la escuela y se había unido al ejército callejero.

Mientras la observaba, apuró su café, dio una profunda calada a su cigarrillo y aplastó la colilla en el platillo de metal que hacía las veces de cenicero. Paseó con indiferencia sus pintados ojos por la sala sin la esperanza de encontrar un objetivo, pero preparada para entrar en danza. Tenía la triste expresión de quien lleva mucho tiempo en la calle. Como ya no estaba en condiciones de competir con las jóvenes, probablemente se habría especializado en sesiones rápidas en las callejuelas y en los asientos posteriores de los coches. El éxtasis a últimas horas de la noche a precios de ganga. Se subió el top en su huesudo pecho, recogió la cuenta y fue hacia la caja. Rosie la Remachadora pateaba de nuevo las calles.

Tres muchachos ocupaban una mesa cerca de la puerta. Uno estaba derrengado sobre la mesa, con la cabeza apoyada en un brazo y el otro inerte en el regazo. Los tres llevaban camisetas, pantalones téjanos cortados por las rodillas y gorras de béisbol, dos de ellos con la visera hacia atrás. En cuanto al tercero, desdeñando a la moda, llevaba la visera sobre la frente. Los jóvenes despiertos comían hamburguesas y al parecer se desentendían de su compañero. Tendrían unos dieciséis años.

La clienta restante era una monja. No se veía a Gabby.

Salí del restaurante y miré arriba y abajo de Ste. Catherine. Los grupos de motoristas habían llegado, y las Harley y Yamaha se alineaban a ambos lados de la calle en dirección este. Sus propietarios montaban a horcajadas en ellas o bebían y charlaban en pandillas, vestidos de cuero y con botas pese al calor de la noche.

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