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En breves minutos oímos ladridos.

– ¿Está el perro detrás de nosotros? -dijo Claudel.

– La perra -lo rectifiqué.

Abrió la boca, pero apretó con fuerza los labios. Advertí que latía una venita en su sien. Ryan me dirigió una admonitoria mirada. De acuerdo, tal vez lo estuviera aguijoneando.

Sin decir palabra retrocedimos por el sendero. Margot y DeSalvo se hallaban a la izquierda, husmeando entre las hojas. Al cabo de un instante aparecieron a la vista. Margot estaba tan tensa como las cuerdas de un violín, le abultaban los músculos de los hombros y tensaba el pecho contra el correaje de cuero. Mantenía alta la cabeza y la hacía oscilar a uno y otro lado, olfateando el aire en todas direcciones, de modo que las ventanas de la nariz vibraban febrilmente.

De pronto se detuvo y se quedó rígida, con las orejas erguidas y las puntas temblorosas, y comenzó a proferir un sonido desde su más profundo interior, tenue al principio y luego más intenso, semigruñido, semigemido, como el lamento fúnebre de algún ritual primitivo. A medida que el aullido crecía en intensidad, sentí que se me erizaban los cabellos y que un escalofrío recorría mi cuerpo.

DeSalvo se inclinó y soltó la correa. Por unos momentos Margot se mantuvo inmóvil, como si mediante su posición confirmase y recalibrase su objetivo. Por fin salió disparada.

– ¿Qué diablos…? -exclamó Claudel.

– ¿Qué sucede? -dijo Ryan.

– ¡Maldición! -profirió Charbonneau.

Habíamos esperado que husmeara en el lugar del enterramiento que se encontraba detrás de nosotros, pero en lugar de ello cruzó directamente el sendero y se metió entre los árboles que estaban más abajo. La observamos en silencio.

Un par de metros más allá se detuvo, agachó el hocico y aspiró varias veces. Exhaló bruscamente el aire, se desplazó a la izquierda y repitió la maniobra. Estaba rígida, con todos los músculos en tensión. Mientras la observaba se formaban diversas imágenes en mi mente: la huida entre la oscuridad, una brusca caída, un agujero en el suelo.

Margot captó de nuevo mi interés. Se había detenido en la base de un pino y centraba toda su atención en el suelo que tenía delante. Bajó el hocico y aspiró. A continuación, como a impulsos de un instinto salvaje, se le erizó la piel del lomo y sus músculos vibraron. Levantó el hocico en el aire, aspiró por última vez y corrió salvajemente. Se abalanzaba y retrocedía con la cola entre las patas ladrando e intentando morder el suelo frente a ella.

– ¡Margot! Ici! -ordenó DeSalvo.

Se abalanzó entre las ramas y la asió por el correaje apartándola del origen de su agitación.

No tuve que mirar: sabía qué había encontrado y qué no. Recordaba haber estado observando la tierra seca y el agujero vacío: ¿excavado con la intención de enterrar o el intento de descubrir? Ahora lo sabía.

Margot ladraba y gemía ante el hueco donde yo había caído la noche anterior y que seguía vacío, aunque el olfato del animal me confirmaba cuál había sido su contenido.


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