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Capítulo 35

Hacia mediodía la temperatura y la humedad eran tan elevadas que la ciudad parecía inanimada. Nada se movía. Arboles, pájaros, insectos y seres humanos se mantenían lo más quietos posible, como paralizados por el calor sofocante. La mayoría se ocultaban a la vista.

El trayecto fue una repetición del día de san Juan Bautista. Un silencio tenso, olor a sudor entre el aire acondicionado y el miedo que atenazaba mi estómago. Sólo se echaba de menos la hosquedad de Claudel. Charbonneau y él se reunirían allí con nosotros.

Y el tráfico era diferente. Por el camino hacia la rue Berger nos habíamos cruzado con multitudes que celebraban una jornada festiva; en aquellos momentos cruzábamos calles vacías y llegamos al cubil del sospechoso en menos de veinte minutos. Cuando giramos por la esquina distinguí a Bernard, Charbonneau y Claudel en un vehículo camuflado, detrás del cual se hallaba aparcado el coche patrulla de Bertrand. La furgoneta policial se encontraba al final de la manzana, Gilbert ante el volante y un técnico apoyado contra la ventanilla del acompañante.

Los tres detectives se apearon en cuanto nos dirigimos hacia ellos. La calle estaba tal como yo la recordaba, aunque a la luz del día era más vulgar y carente de atractivos que entre la oscuridad. Tenía la camisa pegada a la pegajosa piel.

– ¿Dónde se halla el equipo de vigilancia? -inquirió Ryan a modo de saludo.

– Han rodeado el edificio por la parte posterior -repuso Charbonneau.

– ¿Sigue él adentro?

– No se ha producido actividad alguna desde que llegaron aquí hacia medianoche. Posiblemente sigue dormido.

– ¿Hay una salida posterior?

Charbonneau asintió.

– Ha estado cubierta toda la noche. Tenemos patrullas en cada extremo de la manzana y hay otra apostada en Martineau. -Señaló con el pulgar hacia el otro lado de la calle-. Si el muchacho está ahí, no tiene escapatoria posible.

– ¿Tiene el documento? -preguntó Ryan volviéndose hacia Bertrand.

Éste asintió.

– Es el catorce treinta y seis de Séguin, número doscientos uno. ¡Vamos, baje!

E hizo un ademan burlón, como si exhibiera una invitación.

Aguardamos unos momentos examinando el edificio como si se tratase de un adversario al que nos dispusiéramos a asaltar y capturar. Dos chavales negros rodeaban la esquina y avanzaban por la manzana acompañados de la estrepitosa música de rap de un enorme transistor. Calzaban Air Jordans y llevaban unos pantalones enormes, capaces de albergar a toda una familia. Sus camisetas exhibían tótems de violencia: en una aparecía un cráneo con ojos que se deshacían; en la otra, la Parca, con sombrilla playera. La Muerte de vacaciones. El muchacho más alto llevaba rapada la cabeza y tan sólo se había dejado una zona ovalada de cabello en lo alto. El otro llevaba rizos.

Por un momento, con una punzada de dolor, se me representó la melena rizada de Gabby.

Más tarde: aquél no era el momento oportuno. Me esforcé por centrarme en el presente.

Vimos a los muchachos entrar en un edificio próximo y truncarse el sonido de rap tras la puerta que se cerró a sus espaldas. Ryan miró en ambas direcciones y luego se volvió hacia nosotros.

– ¿Vamos? -dijo.

– Cojamos a ese hijo de perra -repuso Claudel.

– Luc, Michel y tú cubriréis la parte posterior. Si trata de escapar, aplastadlo.

Claudel entornó los ojos, ladeó la cabeza como si se dispusiera a decir algo y por último la sacudió y dio un fuerte resoplido. Charbonneau y él se pusieron en marcha, pero se volvieron al oír a Ryan.

– Nos atendremos a las normas -dijo con dura expresión-. No cometáis errores.

Los detectives del CUM cruzaron la calle y desaparecieron tras el edificio de piedra gris.

Ryan se volvió hacia mí.

– ¿Está preparada?

Asentí.

– Podría tratarse de nuestro hombre.

– Sí, Ryan, lo sé.

– ¿Se siente en condiciones?

– ¡Por Dios, Ryan…!

– ¡En marcha!

Sentí estallar una burbuja de temor en mi pecho mientras subíamos la escalera metálica. La puerta exterior no estaba cerrada. Entramos en un pequeño vestíbulo de sucio pavimento enlosado. Los buzones del correo se alineaban en la pared derecha y en el suelo, debajo de ellos, aparecían circulares. Bertrand tanteó la puerta interior, que también estaba abierta.

– ¡Vaya seguridad! -comentó.

Atravesamos un pasillo escasamente iluminado, entre un calor asfixiante impregnado de olor a grasas y a fritangas. Una alfombra raída se extendía hacia el fondo del edificio y cubría una escalera situada la derecha, asegurada a intervalos por tiras metálicas. Sobre ella alguien había colocado una cubierta de plástico, en algún tiempo transparente y, a la sazón, opaca por el tiempo y la suciedad.

Subimos a la primera planta, amortiguados nuestros pasos por el vinilo. El 201 era el primer apartamento que figuraba a la derecha. Ryan y Bertrand se situaron a ambos lados de la negra puerta de madera y de espaldas a la pared, con las chaquetas desabrochadas y las manos ligeramente apoyadas sobre sus armas.

Ryan me hizo señas para que me pusiera a su lado. Me aplasté contra la pared y sentí que mis cabellos se enganchaban en el tosco yeso. Aspiré profundamente un intenso olor a moho y a polvo. Distinguí el sudor de Ryan.

Ryan hizo señas a Bertrand. La burbuja de ansiedad estalló en mi garganta.

Bertrand llamó a la puerta.

No obtuvo respuesta.

Llamó de nuevo.

Silencio.

Ryan y Bertrand se pusieron en tensión. Mi respiración era jadeante.

– ¡Abra a la policía!

Por el pasillo se abrió quedamente una puerta y unos ojos asomaron por la rendija que permitía la cadena de seguridad.

Bertrand llamó con más fuerza, cinco golpes firmes en el sofocante silencio.

De pronto alguien dijo:

– Monsieur Tanguay n'est pas ici.

Volvimos rápidamente las cabezas en aquella dirección Era una voz suave y aguda que procedía del otro lado del pasillo

Ryan hizo señas a Bertrand para que permaneciera en su puesto y ambos nos dirigimos hacia allí. Unos ojos nos observaban, ampliados los iris tras gruesos cristales y sin apenas levantarse un metro veinte del suelo.

Los ojos pasaron de Ryan a mí y de nuevo a él en busca del punto menos amenazador donde posarse. Ryan se puso en cuclillas para llegar a su nivel.

– Bonjour -dijo.

– Hola.

– Comment ça va?

– Ça va.

Nuestro interlocutor aguardó. No podía adivinar cuál era su sexo.

– ¿Está en casa tu madre? Negativa con la cabeza.

– ¿Tu padre?

– No.

– ¿Hay alguien?

– ¿Quiénes son ustedes?

Bien, joven. No confíes en desconocidos.

– Policía -repuso Ryan al tiempo que le mostraba su insignia.

Los ojos que nos observaban se desorbitaron.

– ¿Puedo tocarla?

Ryan se la pasó por la rendija. Su interlocutor la examinó con aire solemne y se la devolvió.

– ¿Buscan a monsieur Tanguay?

– Sí, eso es.

– ¿Por qué?

– Queremos formularle algunas preguntas. ¿Conoces a monsieur Tanguay?

La criatura asintió, pero en silencio.

– ¿Cómo te llamas?

– Mathieu.

Era un muchacho.

– ¿Cuándo estará en casa tu madre, Mathieu?

– Vivo con mi abuela.

Ryan mudó de postura, y sus articulaciones crujieron. Dejó caer una rodilla en el suelo, apoyó un codo en la otra y descansó la barbilla en los nudillos mientras miraba a Mathieu.

– ¿Cuántos años tienes, Mathieu?

– Seis.

– ¿Cuánto tiempo hace que vives aquí?

El niño pareció sorprendido, como si nunca se le hubiera ocurrido otra posibilidad.

– Siempre.

– ¿Conoces a monsieur Tanguay?

Mathieu asintió.

– ¿Cuánto tiempo hace que vive aquí.

Encogimiento de hombros.

– ¿Cuándo estará tu abuela en casa?

– Ella limpia casas. -Hizo una pausa-. Es sábado. -Puso los ojos en blanco y se mordisqueó el labio inferior-. Aguarde un momento -dijo.

Desapareció dentro del apartamento y regresó al cabo de un momento.

– A las tres y media.

– ¡Diablos! -exclamó Ryan tras abandonar su posición inclinada.

Se me dirigió con voz tensa, aunque se expresaba en un susurro.

– Ese cerdo puede estar ahí y aquí nos encontramos con una criatura desatendida.

Mathieu vigilaba como el gato de un establo a una rata acorralada, sin apartar los ojos del rostro de Ryan.

– Monsieur no está aquí.

– ¿Estás seguro? -insistió Ryan de nuevo de rodillas.

– Se ha marchado.

– ¿Adonde?

Otro encogimiento de hombros. El niño se subió las gafas sobre la nariz con su gordezuelo dedo.

– ¿Cómo sabes que se ha marchado?

– Porque cuido de sus peces. -Una sonrisa ancha como el Mississippi le iluminó el rostro-. Tiene angelotes y nubes blancas. ¡Son fantásticos!

– ¿Cuándo regresará?

Encogimiento de hombros.

– ¿No lo ha anotado tu abuela en el calendario? -le sugerí.

El niño me miró sorprendido y luego desapareció como la vez anterior.

– ¿Qué calendario? -me preguntó Ryan.

– Deben de tener uno. Allí fue donde acudió a consultar para asegurarse de cuándo regresaría hoy su abuela.

– No hay nada -repuso Mathieu al regresar.

Ryan se levantó.

– ¿Y qué hacemos ahora?

– Si dice la verdad entramos y registramos la casa. Tenemos su nombre, encontraremos al tal Tanguay. Tal vez la abuela sepa adonde ha ido. De no ser así, lo sorprenderemos en cuanto aparezca por aquí.

Ryan miró a Bertrand y le señaló la puerta.

Otros cinco golpecitos.

Nada.

– ¿La echamos abajo? -preguntó Bertrand.

– A monsieur Tanguay no le gustará.

Todos miramos al niño.

Ryan se inclinó junto a él por tercera vez.

– Se enfada muchísimo cuando haces algo malo -dijo Mathieu.

– Es muy importante que busquemos algo en el apartamento de monsieur Tanguay -le explicó Ryan.

– A él no le gustará que le rompan la puerta.

Me agaché junto a Ryan.

– ¿Tienes los peces de monsieur Tanguay en tu apartamento?

El muchacho negó con la cabeza.

– ¿Tienes la llave de su apartamento?

Mathieu asintió.

– ¿Puedes dejárnosla?

– No.

– ¿Por qué no?

– No puedo salir cuando la abuela no está en casa.

– Eso está bien, Mathieu. Tu abuela quiere que te quedes en casa porque cree que estás más seguro en ella. Hace muy bien y tú eres un buen muchacho al obedecerla.

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