Colgué el aparato y me deslicé entre la oscuridad que me rodeaba. Aunque no tropecé con ninguna forma amenazadora, advertía una presencia desconocida. Temblorosa y luego tensa, revisé mentalmente mis opciones como si examinara una baraja de naipes.
Me dije que debía tranquilizarme. Podía salir al jardín por las puertas ventanas.
Pero la verja del jardín estaba cerrada y la llave se encontraba en la cocina. Recordé la verja. ¿Podría escalarla? De no ser así, por lo menos estaría afuera y alguien podría oírme si gritaba. ¿Me oiría realmente alguien? La tormenta arreciaba en el exterior.
Agucé el oído para percibir los menores sonidos, con el corazón golpeando contra mis costillas como una polilla contra una persiana. Mi mente fluía en miles de direcciones. Recordé a Margaret Adkins, a Pitre, entre otras, degolladas y con las miradas fijas en el vacío.
«¡Entra en acción, Brennan! ¡Haz algo! ¡No aguardes a convertirte en su víctima!» Mis temores por Katy me dificultaban un lógico razonamiento. ¿Y si yo me marchaba y él aguardaba a que ella llegase? No, me dije, él no aguardará a nadie. Necesita dominar la situación. Desaparecerá y tramará una segunda ocasión.
Tragué saliva y estuve a punto de gritar con la garganta abrasada por el dolor y el miedo. Decidí correr, abrir de golpe las puertas ventanas y huir entre la lluvia y la libertad. Con el cuerpo rígido, músculos y tendones tensos, salté hacia la puerta. Con cinco pasos rodeé el sofá y me encontré allí con la mano en el pomo y levantando el cerrojo con la otra. Sentí el frío contacto del metal en los dedos.
De pronto una mano enorme me abofeteó y me echó hacia atrás hasta oprimir mi cráneo contra un cuerpo tan sólido como hormigón. La dura palma cubría mi boca, aplastándome los labios y retorciendo mi mandíbula hasta casi desencajarla, y percibí un intenso y familiar olor. La mano tenía un contacto liso, resbaladizo e innatural. Observé de reojo un resplandor metálico y sentí algo frío en mi sien derecha. El terror que sentía era como un ruido enloquecedor que dominaba mi mente y borraba cuanto existiera más allá de mi cuerpo y el suyo.
– Bien, doctora Brennan, creo que esta noche tenemos una cita.
Se expresaba en inglés pero con acento francés. Con voz suave y baja, como cuando se recita la letra de una canción de amor.
Me retorcí, contraje el cuerpo y agité las manos, pero me aferraba como un torno. Manoteé con desesperación y arañé el aire.
– ¡No, no! ¡No luche! Esta noche estará conmigo. No habrá nadie más en el mundo.
Sentía su calor en mi nuca mientras oprimía mi espalda contra su cuerpo. Al igual que su mano, su cuerpo parecía extrañamente liso y compacto. Me invadió el pánico y me sentí indefensa.
No podía pensar ni hablar. No sabía si rogar, luchar o intentar razonar con él. El hombre mantenía inmóvil mi cabeza y me aplastaba los labios contra los dientes con su mano. Sentí en la boca el sabor de la sangre.
– ¿No tiene nada que decir? Bien, hablaremos luego.
Mientras hablaba hizo algo extraño con los labios, los humedeció y luego los aplastó contra los dientes.
– Le he traído algo. -Sentí retorcerse su cuerpo al tiempo que apartaba la mano de mi boca-. Un regalo.
Percibí un sonido metálico deslizante y luego echó adelante mi cabeza y me pasó algo frío por el rostro y en el cuello. Sin darme tiempo a reaccionar, tiró bruscamente del brazo y me vi arrastrada a un lugar inimaginable, un lugar de luces cegadoras donde me sentía asfixiada. En aquel momento sólo pude limitarme a calibrar mi dolor según los movimientos que él hacía.
El hombre me soltó y luego tiró una vez más con fuerza de la cadena aplastándome la laringe y retorciendo mi mandíbula y vértebras con un dolor insoportable.
Mientras me debatía y pugnaba por conseguir aire, él me hizo girar en redondo, me asió las manos y rodeó mis muñecas con otra cadena que tensó con brusquedad asiéndola a la que llevaba en el cuello; luego dio un tirón y sostuvo ambas por encima de su cabeza. Sentí arder mis pulmones y la falta de aire en el cerebro. Me esforcé por mantener el conocimiento, y las lágrimas se deslizaron por mi rostro.
– ¡Ah!, ¿acaso le duele? Lo siento.
Bajó la cadena, y di unas boqueadas para que llegara el aire a mi torturada garganta.
– Parece un pez enorme colgado y que tratara de respirar.
En aquellos momentos me hallaba frente a él, con su cara casi pegada a la mía, pero por causa del dolor apenas lo distinguía. Podía haber sido el rostro de cualquiera, incluso el de un animal. Las comisuras de su boca se estremecían como animadas por una chanza interior. Dibujó mis labios con la punta de un cuchillo.
Tenía la boca tan seca que cuando traté de hablar se me pegó la lengua. Tragué saliva.
– Yo…
– ¡Cállese! ¡Cierre su sucia boca! Sé lo que quiere, sé lo que piensa de mí, sé lo que piensan todos de mí. Me creen una especie de monstruo genético al que habría que exterminar. Pues bien, tengo tantos derechos como cualquiera y domino la situación.
Apretaba el cuchillo con tanta fuerza que le temblaba la mano. Su rostro tenía una palidez fantasmal entre la penumbra del vestíbulo, y sus nudillos abultaban blancos y redondos. ¡Llevaba guantes quirúrgicos! Aquél era el olor que yo había percibido. La hoja se hundió en mi mejilla y sentí descender un cálido reguero por mi barbilla. Me sentía totalmente perdida.
– Antes de que acabe con usted se arrancará las bragas de tanto desearme. Pero eso será después, doctora Brennan. De momento, hablará cuando yo se lo diga.
Respiraba con fuerza, y las aletas de su nariz eran blancas. Su mano izquierda jugueteaba con la cadena envolviendo y soltando los eslabones en su palma.
– Ahora, dígame. -De nuevo se expresaba con calma-. ¿En qué está pensando?
Su mirada era dura y fría como un mamífero del Mesozoico.
– ¿Me cree loco?
Contuve la lengua. La lluvia golpeaba la ventana a su espalda.
Tiró de la cadena acercando mi rostro al suyo. Su aliento resbaló sobre mi piel sudorosa.
– ¿Le preocupa su hija?
– ¿Qué sabe de ella? -logré articular con dificultades.
– Lo sé todo de usted, doctora Brennan.
De nuevo hablaba en tono bajo y almibarado, y parecía como si algo obsceno serpenteara en mi oído. Tragué saliva entre mis dolores, con la necesidad de hablar, pero con el deseo de no provocarlo. Su talante oscilaba como una hamaca en un huracán.
– ¿Sabe dónde se encuentra?
– Tal vez.
Levantó de nuevo la cadena, en esta ocasión lentamente, obligándome a extender por completo la barbilla; luego pasó el cuchillo por mi garganta en lento movimiento de revés.
Estalló un relámpago que lo sobresaltó.
– ¿Está bastante tenso? -inquirió.
– Por favor… -proferí dificultosamente.
Aflojó la cadena y me dejó bajar la barbilla, lo que aproveché para tragar saliva y aspirar profundamente. Sentía arder la garganta y tenía la nuca magullada e hinchada. Levanté las manos para frotármela, y él tiró de nuevo de la cadena que las sostenía. Volvió a exhibir otra mueca de roedor.
– ¿No tiene nada que decir?
Me miró con sus ojos muy negros y de pupilas dilatadas. Sus párpados inferiores se estremecían al igual que sus labios.
Estaba aterrada. Me preguntaba qué habrían hecho las otras. Qué había hecho Gabby.
Levantó la cadena sobre mi cabeza y comenzó a tensarla como una criatura que torturase a un cachorro. Un niño homicida. Recordé a Alma. Recordé las marcas en la carne de Gabby. ¿Qué había dicho J. S.? ¿Cómo podía utilizarlo?
– Por favor, me gustaría hablar con usted. ¿Por qué no vamos a algún lugar donde podamos tomar una copa y…?
– ¡Puta!
Dio un brusco tirón, y la cadena se tensó salvajemente. Por mi cabeza y mi nuca irradiaron llamaradas. Alcé las manos de modo reflejo, pero estaban frías e inutilizadas.
– La gran doctora Brennan no bebe, ¿no es cierto? Todos lo saben.
Entre mis lágrimas vi que parpadeaba nervioso. Estaba llegando al límite. ¡Que Dios me ayudase!
– Es como las otras. Me cree un imbécil, ¿verdad?
Mi cerebro expedía dos mensajes: «¡Escápate! ¡Busca a Katy!»
Me sostuvo mientras el viento gemía y la lluvia azotaba las ventanas. A lo lejos distinguí el sonido de una bocina. El olor de su transpiración se mezclaba con la mía. Fijaba sus ojos en mi rostro con insana frialdad. El corazón me latía salvajemente.
De pronto un leve sonido interrumpió el silencio del dormitorio y provocó en él un leve parpadeo y una pausa momentánea. Birdie apareció en la puerta y profirió un sonido ambiguo, mezcla de chillido y gruñido. Fortier desvió su mirada hacia aquella sombra blanca, ocasión que aproveché.
Le propiné una patada en la entrepierna concentrando en aquel impacto todo mi odio y mi terror. Mi espinilla chocó con fuerza en sus ingles, lo que le provocó un chillido y lo obligó a encorvarse. Le arrebaté las cadenas de las manos, di media vuelta y hui por el pasillo a impulsos del terror y la desesperación. Sentía como si avanzara en cámara lenta.
El hombre se recuperó rápidamente, y su grito de dolor se convirtió en un rugido de ira.
– ¡Puta! -vociferó.
Me había precipitado por el angosto pasillo y avanzaba a trompicones sobre las cadenas que arrastraba.
– ¡Puedes considerarte muerta, bruja!
Lo oía detrás de mí, tambalearse por la oscuridad, jadear como un animal desesperado.
– ¡Estás en mi poder! ¡No escaparás!
Vacilé al llegar a la esquina mientras retorcía las manos pugnando por soltar las cadenas que ceñían mis muñecas. La sangre latía en mis oídos. Era como un robot, gobernada por mi sistema nervioso simpático.
– ¡Puta!
Estaba frente a mí bloqueando la puerta de la casa y obligándome a desviarme por la cocina. Un pensamiento se perfiló con claridad en mi mente: ¡tenía que llegar a las puertas ventanas!
Había logrado liberar una mano de la cadena.
– ¡Estás en mi poder, puta!
Avancé dos pasos en la cocina cuando la oleada de dolor me sacudió de nuevo y creí que me había fracturado el cuello. Mi brazo izquierdo se levantó en el aire y la cabeza fue impulsada hacia atrás. Había conseguido apoderarse de la cadena que colgaba de mi cuello. Sentí una oleada de náuseas y, una sensación de asfixia al faltarme de nuevo el aire.
Con la mano libre intenté liberar mi garganta; pero, cuanto más me esforzaba, más la tensaba él. Aunque me retorcí y tiré sólo conseguí que el metal se me hundiera más en la carne.