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«Tranquilízate. Sabías que iba a responderte eso.»

– Desde luego. Y esa autorización llegará, pero nos hallamos en una situación apremiante, doctora, y no podemos demorar esta conversación con usted. En estos momentos la autorización no es realmente necesaria. Las mujeres mueren, doctora LaPerriére, son brutalmente asesinadas y desfiguradas. Ese individuo actúa con extrema violencia. Mutila a sus víctimas. Pensamos que se trata de alguien que experimenta profunda aversión a las mujeres y que está dotado de bastante inteligencia para planear y llevar a cabo tales asesinatos. Y tememos que no tardará en actuar de nuevo.

Tragué saliva con la boca reseca por el temor.

– Leo Fortier es un sospechoso y necesitamos saber si, a su parecer, existe algo en su historial que sugiera su adecuación a este perfil. El papeleo para preparar su historial llegará; pero, si usted recuerda datos de ese paciente, la información que ahora nos facilite contribuirá a que detengamos al asesino antes de que vuelva a actuar.

Me había cubierto con otra manta, en esta ocasión de fría calma. No podía permitir que trascendiera el temor que sentía.

– Sencillamente, no puedo…

Mi manta se deslizaba.

– Tengo una hija, doctora LaPerriére. ¿Es usted madre?

– ¿Cómo?

La sensación de afrenta rivalizaba con el cansancio.

– Chantale Trottier tenía sólo dieciséis años cuando la asesinó a golpes y luego la descuartizó y la abandonó en un vertedero.

– ¡Jesús!

Aunque no conocía a Marie Claude LaPerriére, su voz me hacía evocar una escena vivida, con un gris metálico, verde institucional y sucia piedra.

Podía imaginarla: de mediana edad, con la desilusión profundamente grabada en el rostro. Trabajaba para un sistema en el que había perdido la fe hacía tiempo, un sistema incapaz de comprender ni mucho menos controlar la crueldad de una sociedad enloquecida hasta el límite. Las víctimas de pandillas; los adolescentes de mirada vacía y muñecas desangradas; los bebés escaldados y quemados con cigarrillos; los fetos flotando en tazas de retretes; los viejos fallecidos de inanición en medio de sus propios excrementos; las mujeres con rostros golpeados y miradas implorantes… En otros tiempos creía poder solucionar las cosas: la experiencia la había convencido de lo contrario.

Pero había prestado juramento. ¿A quién? ¿Por qué? El dilema le resultaba ahora tan familiar como antes lo había sido su idealismo. La oía respirar profundamente.

– Leo Fortier ingresó en 1988 por un período de seis meses. Durante ese tiempo yo lo asistí como psiquiatra.

– ¿Lo recuerda?

– Sí.

Aguardé entre los latidos de mi corazón. Advertí que encendía un pitillo y respiraba con intensidad.

– Leo Fortier vino a Pinel por haber golpeado a su abuela con una lámpara. -Se expresaba con brevedad y cautela-. A la anciana tuvieron que aplicarle más de cien puntos y se negó a formular cargos contra su nieto. Cuando concluyó el período de ingreso voluntario de Fortier, le recomendé que prosiguiera el tratamiento. Pero se negó.

Hizo una pausa para escoger las palabras adecuadas.

– Leo Fortier vio morir a su madre y en presencia de su abuela. La anciana lo crió engendrando en él una autoimagen en extremo negativa que resultó en su incapacidad para establecer relaciones sociales adecuadas.

»La abuela de Leo lo castigaba en exceso, pero lo protegía de las consecuencias de sus actos fuera de casa. Cuando el muchacho fue adolescente, sus actividades sugerían que sufría una grave deformación cognitiva junto con una abrumadora necesidad de control. Había desarrollado una sensación excesiva de derecho y exhibía una intensa ira narcisista al verse frustrado.

»La necesidad de control de Leo, su amor y odio reprimidos hacia su abuela y su creciente aislamiento social lo indujeron a pasar cada vez más tiempo en su propio mundo de fantasía. Asimismo desarrolló todos los mecanismos clásicos de defensa. Negación, represión, proyección. Emocional y socialmente era en extremo inmaduro.

– ¿Lo cree capaz del comportamiento que he descrito?

Me sorprendía lo firme que sonaba mi voz. En mi interior estaba agitada, aterrada por mi hija.

– Durante el tiempo que trabajé con Leo sus fantasías eran fijas y definitivamente negativas. Muchas de ellas implicaban comportamientos sexuales violentos.

Hizo una pausa y la oí respirar de nuevo.

– A mi parecer, Leo Fortier es un hombre muy peligroso.

– ¿Sabe dónde vive ahora?

En esta ocasión me temblaba la voz.

– No he tenido contacto con él desde que se marchó.

Me disponía a despedirme cuando se me ocurrió otra pregunta.

– ¿Cómo murió la madre de Leo?

– En manos de un abortista -respondió.

Cuando colgué el aparato mis pensamientos se atropellaban. Tenía un nombre: Leo Fortier. Leo Fortier había trabajado con Grace Damas, tenía acceso a las propiedades eclesiásticas y era en extremo peligroso. ¿Y bien?

Distinguí un suave rumor y advertí que la habitación se había vuelto morada. Abrí las puertas ventanas y miré al exterior. Densas nubes cubrían la ciudad y proyectaban una prematura oscuridad. El viento había mudado de dirección y en el ambiente flotaba intenso el olor a lluvia. El ciprés se balanceaba de un lado para otro y las hojas caían por el suelo.

De pronto acudió a mi mente uno de mis primeros casos: Nellie Adams, desaparecida hacía cinco años. Me había enterado por las noticias. El día que denunciaron su desaparición se había producido una violenta tormenta. Aquella noche, entre la seguridad de mi lecho, había pensado en ella. ¿Se encontraría afuera, sola y aterrada entre la tormenta? Seis semanas después identifiqué su cadáver por un cráneo y varios fragmentos de costillas.

«¿Por favor, Katy! ¡Regresa cuanto antes!»

¡Basta ya! ¡Llamaría a Ryan!

La luz de un relámpago se reflejó en la pared. Pasé el cerrojo en las puertas y fui en busca de una lámpara. Nada. «El temporizador, Brennan: está preparado para las ocho. Aún es demasiado temprano.»

Pasé la mano bajo el sofá y pulsé el botón del temporizador sin resultado alguno. Probé el interruptor de la pared. Tampoco resultó. Tanteé mi camino a lo largo de la pared y rodeé la esquina para entrar en la cocina. Las luces no respondieron. Con creciente alarma anduve a trompicones por el vestíbulo hasta el dormitorio. El reloj estaba a oscuras: no había luz. Permanecí inmóvil unos momentos tratando de encontrar una explicación. ¿Se habrían declarado en huelga los empleados de la compañía eléctrica? ¿Habría derribado el viento ramas contra algún cable de alta tensión?

Advertí que el apartamento estaba insólitamente silencioso y cerré los ojos para escuchar mejor. Una mezcla de sonidos llenó el vacío de los aparatos desconectados. La tormenta arreciaba en el exterior. Se oían los latidos de mi corazón. Y, de pronto, advertí algo más. Un tenue clic. ¿Una puerta que se cerraba? ¿Birdie? ¿Dónde estaría? ¿En la otra habitación?

Fui hacia la ventana del dormitorio. Hasta allí llegaba la luz de las farolas callejeras y de los apartamentos de Maisonneuve. Regresé hasta las puertas del patio por el vestíbulo y distinguí las luces de las ventanas de mis vecinos brillando a través de la lluvia. ¡Sólo yo estaba a oscuras! ¡Sólo yo me había quedado sin luz! Luego recordé que el timbre de alarma no había sonado cuando había abierto las puertas ventanas. ¡Carecía de sistema de seguridad!

Corrí hacia el teléfono.

No había línea.


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