Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Capítulo 33

Impulsar la investigación resultó más difícil de lo que esperaba, en parte por mi causa.

A las cinco y media del viernes por la tarde me dolían la cabeza y el estómago por las infinitas tazas de café de máquina ingerido. Habíamos pasado horas discutiendo sobre los archivos sin que nadie aportase novedad alguna, por lo que seguíamos insistiendo una y otra vez en las mismas cosas, examinando cuidadosamente montañas de información, buscando algo nuevo de modo desesperado. Pero había poco que encontrar.

Bertrand se ocupaba de la perspectiva del agente inmobiliario. Morisette-Champoux y Adkins habían anunciado sus viviendas en ReMax, al igual que el vecino de Gagnon. Una firma importante con tres despachos diferentes y tres agentes distintos, ninguno de los cuales recordaba a las víctimas ni siquiera sus propiedades. El padre de Trottier había recurrido a Royale Lepage.

El antiguo novio de Pitre era un drogadicto que había matado a una prostituta en Winnipeg. Podía ser un golpe de suerte o nada. Claudel se encargaba de ello.

El interrogatorio de agresores sexuales conocidos proseguía, aunque sin resultados. Nada sorprendente.

Equipos de agentes uniformados visitaban infructuosamente todo el vecindario en torno a los apartamentos de Adkins y Morisette-Champoux.

Como no teníamos adonde recurrir, nos consultábamos mutuamente. Nuestro talante era pesimista y nos restaba poca paciencia, de modo que aguardé a que llegase el momento oportuno. Ellos me escucharon cortésmente cuando les expliqué la situación de Gabby y lo sucedido aquella noche en mi coche y les hablé del dibujo, de mi conversación con J. S. y de la vigilancia a que había sometido a Julie.

Cuando concluí, nadie hizo comentarios. Siete mujeres nos observaban en silencio desde los paneles móviles. Claudel trazaba complejos entramados y rejas con su bolígrafo. Había permanecido silencioso y tenso toda la tarde, como si se mantuviera aislado de todos nosotros. Mi descripción lo hizo mostrarse aún más hosco. El zumbido del gran reloj eléctrico de pared comenzaba a dominar la estancia.

Clic clic…

– ¿Y no sabe si es el mismo canalla que huyó de la calle Berger? -intervino Bertrand.

Negué con la cabeza.

Clic clic…

– Propongo que detengamos a ese cabrón -dijo Ketterling.

– ¿Con qué cargo? -inquirió Ryan.

Clic clic…

– Podríamos apostarnos allí y ver cómo actúa sometido a presión -propuso Charbonneau.

– Si se trata de nuestra presa, tal vez se asustara. Y lo último que deseamos es que lo invada el pánico y escape de la ciudad -reflexionó Rousseau.

– No. Lo último que deseamos es que deje una bolsa de plástico en cualquier otro lugar -puntualizó Bertrand.

– El tipo acaso tan sólo sea un fetichista.

Clic clic…

Una y otra vez reiterábamos los mismos tópicos saltando del francés al inglés. Al final, todos acabamos haciendo dibujitos como Claudel.

Clic clic…

– ¿Hasta qué punto es Gabby fiable? -intervino de pronto Charbonneau.

Vacilé. En cierto modo la luz del día diferenciaba el color de las cosas. Yo había embarcado a aquellos hombres en una persecución y aún no sabíamos si el objetivo era real.

Claudel me miró con la frialdad de un reptil. Se me formó un nudo en el estómago: aquel hombre me despreciaba, deseaba destruirme. ¿Qué haría a mis espaldas? ¿Hasta dónde habrían llegado sus quejas? ¿Y si me equivocaba?

Y entonces hice algo que jamás me sería posible alterar. Tal vez en el fondo no creía que nada malo le hubiese ocurrido a Gabby, que siempre había sabido valerse por sí misma. Tal vez me limité a ponerme a buen recaudo. ¿Quién sabe? No exageraría la preocupación por la seguridad de mi amiga hasta extremos apremiantes. Recogí velas.

– No es la primera vez que desaparece.

Clic clic… Clic clic… Clic clic…

Ryan fue el primero en responder.

– ¿De igual modo? ¿Sin decir palabra?

Asentí.

Clic clic… Clic clic… Clic clic…

Ryan mostró una sombría expresión.

– De acuerdo. Consigamos un nombre y hagamos una comprobación. Pero por ahora lo mantendremos en segundo plano. De todos modos, sin contar con más pruebas, tampoco podemos conseguir una orden de registro.

Se volvió hacia Charbonneau.

– ¿Qué opinas, Michel?

Charbonneau asintió. Comentamos otros extremos, recogimos nuestras cosas y nos separamos.

En las múltiples ocasiones en que recuerdo aquella reunión siempre me he preguntado si contribuí a alterar los acontecimientos posteriores. ¿Por qué no había despertado la alarma acerca de Gabby? ¿Acaso la presencia de Claudel había mitigado mi decisión? ¿Habría sacrificado el celo de la noche anterior en aras de la precaución profesional? ¿Habría comprometido la supervivencia de Gabby para no arriesgar mi prestigio profesional? ¿Habrían sido diferentes los hechos si aquel día se hubiera iniciado una investigación a fondo?

Aquella noche fui a casa y me calenté una cena preparada: un bistec suizo, según creo. Cuando sonó el aviso del microondas retiré la bandeja y la destapé.

Permanecí unos momentos contemplando cómo se coagulaba la grasa sintética sobre un puré de patatas también sintético, percibiendo cómo crecía mi sentimiento de soledad y frustración. Podía comerlo y pasar otra noche enfrentándome a los demonios en compañía del gato y de los programas televisivos o ser la directora de la representación nocturna.

– ¡Maldita sea!

Tiré la cena a la basura y fui a Chez Katsura, en la rue de la Montagne, donde me obsequié con sushi y mantuve una charla trivial con un vendedor de tarjetas de Sudbury. Luego rechacé su invitación y me marché para llegar a tiempo al último pase de El primer caballero en Le Faubourg.

Eran las once menos veinte cuando salía del cine y subía a la planta principal en la escalera mecánica. El pequeño centro comercial estaba casi desierto, los vendedores se habían marchado tras guardar sus mercancías y cerrarlas en sus carros. Pasé junto a la panadería y el puesto japonés de comidas preparadas con sus estanterías y mostradores vacíos y parapetados tras puertas de seguridad plegables. Cuchillos y sierras pendían en ordenadas hileras tras los mostradores vacíos del carnicero.

La película había sido exactamente lo que necesitaba. Aunque estaba muy irritada con el engreído Richard Gere, que no recordaba en absoluto al francés Lancelot.

Crucé Ste. Catherine y me dirigí a casa. El tiempo aún era tórrido y húmedo. Un halo de neblina envolvía las farolas y flotaba sobre las aceras como el vapor de una bañera caliente en una noche fría de invierno.

Al dejar el vestíbulo y entrar en el recibidor distinguí el sobre introducido entre el pomo de latón y la jamba de la puerta. En seguida pensé en Winston. Tal vez necesitaba arreglar algo y tendría que cerrar el paso del agua. No. Hubiera colocado un aviso en tal sentido. ¿Se trataría de alguna queja sobre Birdie? ¿O una nota de Gabby?

No era así: en realidad no se trataba de ninguna nota. El sobre contenía dos objetos que en aquellos momentos se encontraban sobre la mesa, silenciosos y terribles. Los miré fijamente, con el corazón desbocado y manos temblorosas, comprendiendo y sin embargo negándome a admitir su significado.

El sobre contenía un carné de identidad plastificado en el que figuraba el nombre de Gabby, su fecha de nacimiento y el numero d'assurance maladie en letras blancas bajo una roja puesta de sol que aparecía en la parte izquierda. Su imagen se hallaba a la diestra, en la parte superior, con sus rizos oscilantes y unos pendientes plateados.

El otro objeto consistía en un rectángulo procedente de un mapa de la ciudad a gran escala, de doce centímetros de lado. Las direcciones aparecían en francés y mostraban calles y espacios verdes en un estereotipado color angustiosamente familiar. Busqué puntos de referencia o nombres que me facilitasen el reconocimiento del vecindario. Rue Ste. Héléne, rue Beauchamp, rue Champlain. No conocía tales calles. Podía tratarse de Montreal o de cualquier otra ciudad. Yo no llevaba bastante tiempo en Quebec para saberlo. En el mapa no aparecían autopistas ni características que permitieran identificarlo. Salvo una señal: una enorme equis negra que cubría el centro del fragmento.

Contemplé como petrificada aquella equis, y en mi mente se formaron terribles imágenes que traté de desechar, rechazando la única conclusión aceptable. Aquello era una baladronada, como el cráneo en el jardín. Aquel maníaco jugaba conmigo, se esforzaba por aterrorizarme cada vez más.

Ignoro cuánto tiempo permanecí mirando el rostro de Gabby, recordándolo en otros lugares y en otros tiempos: feliz, con gorro de payaso en la fiesta del tercer cumpleaños de Katy; bañado en lágrimas cuando me confió el suicidio de su hermano…

La casa permanecía en absoluto silencio; el universo se había paralizado. De pronto me invadió una horrible certeza.

No era una baladronada.!Dios! ¡Gran Dios! ¡La querida Gabby! Me sentí terriblemente abrumada.

Ryan descolgó el aparato al tercer timbrazo.

– Tiene a Gabby en su poder -susurré.

Apretaba los nudillos en el auricular y mantenía firme la voz con un enorme esfuerzo de voluntad.

No se dejó engañar.

– ¿Quién? -preguntó.

Había captado el terror subyacente e iba directamente al grano.

– No lo sé.

– ¿Dónde se encuentran?

– Yo… No lo sé.

Distinguí el roce de la mano al pasarla por el rostro.

– ¿Qué es lo que tiene?

Me escuchó sin interrumpirme.

– ¡Mierda! -Una pausa-. De acuerdo. Recogeré el mapa para que mis hombres puedan localizar la situación; luego enviaré un equipo allí.

– Puedo llevárselo -me ofrecí.

– Creo que será mejor que se quede en casa. Designaré a una brigada para que vigile su edificio.

– No soy yo quien se halla en peligro -repliqué-. ¡Ese canalla tiene a Gabby en su poder! ¡Probablemente ya la habrá matado!

Mi máscara se descomponía. Me esforcé por dominar el temblor de las manos.

– Brennan, siento terriblemente lo de su amiga. Me gustaría ayudarla como fuese, créame. Pero usted tiene que utilizar su cerebro. Si ese psicópata sólo le ha quitado el bolso, es probable que ella esté libre y perfectamente donde quiera que se encuentre. Si la tiene en su poder y nos ha mostrado dónde encontrarla, la habrá dejado en el estado en que desee que la hallemos, y eso no podemos cambiarlo. Entretanto alguien ha puesto una nota en su puerta, Brennan. El hijo de perra estuvo en su edificio, conoce su coche. Si ese tipo es el asesino no dudará en añadirla a su lista. El respeto por la vida no figura entre sus cualidades personales y ahora parece haberse centrado en usted.

85
{"b":"97733","o":1}