El día siguiente despuntó tan cálido y soleado como el anterior, un hecho que suele animarme. El tiempo me influye bastante, y mi humor se remonta y sumerge con el barómetro. Pero aquel día el tiempo sería irrelevante para mí. Hacia las nueve de la mañana ya estaba en la sala de autopsias número cuatro, la menor del Laboratorio de Medicina Legal y especialmente dotada de la mejor ventilación. Suelo trabajar allí puesto que la mayoría de mis casos están muy poco conservados. Pero nunca es del todo efectivo: nada lo es. Ventiladores y desinfectantes jamás logran dominar el olor a muerte añeja. El antiséptico resplandor del acero inoxidable no consigue erradicar las imágenes de carnicería humana.
Los restos recuperados en el Gran Seminario sin duda estaban calificados para la sala cuatro. Tras una cena rápida la noche anterior, había regresado a los jardines para investigar el terreno. Sobre las nueve y media de la noche los huesos se encontraban en el depósito. Ahora estaban a mi derecha, en una bolsa, sobre una camilla con ruedas. El caso número 26704 había sido comentado en la reunión matinal del equipo. Según los procedimientos habituales, el cadáver había sido asignado a uno de los cinco patólogos que trabajaban en el laboratorio. Puesto que los restos estaban ya muy esqueléticos, el escaso tejido blando que quedaba se encontraba demasiado descompuesto para una autopsia corriente por lo que se requería mi experiencia.
Uno de los técnicos en autopsias había avisado aquella mañana que estaba enfermo, y andábamos escasos de personal. Muy inoportuno. Había sido una noche muy agitada, con el suicidio de un adolescente, el hallazgo de una pareja de ancianos muertos en su hogar y la víctima de un accidente automovilístico, carbonizada de tal modo que resultaba irreconocible. Cuatro autopsias. Me ofrecí para trabajar sola.
Vestía equipo quirúrgico de color verde, gafas de plástico y guantes de látex. Estaba muy atractiva. Ya había limpiado y fotografiado la cabeza que aquella mañana pasaría por rayos equis y luego sería sometida a ebullición para retirar la carne putrefacta y los tejidos cerebrales a fin de que yo pudiera realizar un examen detallado de las características craneales.
Había examinado con sumo cuidado el cabello en busca de fibras o algún otro rastro. Mientras separaba los húmedos mechones imaginaba la última vez que la víctima debía de haberlos peinado y me preguntaba si en aquella ocasión ella se sentiría complacida, frustrada o indiferente. Día de cabello bueno, día de cabello malo, día de cabello muerto.
Reprimí tales pensamientos, guardé la muestra en una bolsa y la envié a biología para que la sometieran a análisis microscópico. La bolsa de plástico y el desatascador también se habían expedido al Laboratoire de Sciences Judiciaires, donde los examinarían en busca de huellas, restos de fluidos corporales o cualquier indicio, por minúsculo que fuera, que aportara información sobre el asesino o la víctima.
La noche anterior nos habíamos pasado tres horas a gatas tanteando el barro, peinando hierbas y hojas y volviendo piedras y maderos de manera infructuosa. Registramos hasta que la oscuridad nos envolvió, pero nos retiramos con las manos vacías. No había ropas, zapatos, joyas ni efectos personales. La brigada de investigación regresaría aquel día al escenario del crimen a reanudar sus análisis, pero dudaba de su éxito. No contábamos con etiquetas, códigos de fabricantes, cremalleras, hebillas, joyas, armas, ribetes, sesgaduras ni ojales en las ropas que aportasen alguna luz a mis hallazgos. El cadáver había sido abandonado, desnudo y mutilado, desprovisto de cualquier indicio que lo vinculara a la vida.
Recurrí de nuevo a la bolsa que contenía el cuerpo para recoger el resto de su espeluznante contenido, dispuesta a comenzar mi examen preliminar. Más tarde limpiarían las extremidades y el torso, y yo efectuaría un análisis completo de toda la osamenta. Habíamos recuperado casi todo el esqueleto: el asesino nos había facilitado esa tarea. Al igual que con la cabeza y el torso, él -o ella- había colocado brazos y piernas en bolsas de plástico separadas. Cuatro bolsas en total: todo muy pulcro, empaquetado y desechado como la basura de la semana anterior. Archivé mi indignación en otro lugar y me esforcé por concentrarme.
Separé los segmentos descuartizados y los dispuse en orden anatómico sobre la mesa de autopsias de acero inoxidable situada en el centro de la sala. En primer lugar deposité el torso con la parte pectoral hacia arriba; se sostuvo razonablemente bien. A diferencia de la bolsa que guardaba la cabeza, las que contenían las restantes partes del cuerpo no habían permanecido por completo cerradas. El torso era el que estaba en peor estado, y los huesos tan sólo se mantenían unidos por franjas de músculos y ligamentos secos, casi curtidos. Advertí que faltaban las vértebras superiores y confié en que se encontraran unidas a la cabeza. Los órganos internos, salvo por las huellas, habían desaparecido hacia tiempo.
A continuación coloqué los brazos a los lados y las piernas debajo. Las extremidades no habían estado expuestas a la luz solar, por lo que no se hallaban tan desecadas como el pecho y el abdomen y contenían grandes porciones de tejido blando putrefacto. Traté de no prestar atención a la bullente capa de color amarillo pálido que, lánguida y ondulante, se retiró de la superficie de los miembros al extraerlos de la bolsa. Eran los gusanos que abandonan los cadáveres cuando se exponen a la luz. Caían del cuerpo a la mesa y de allí al suelo en lenta pero constante llovizna. Parecían granos amarillentos de arroz que se retorcían entre mis pies. Evité pisarlos. Lo cierto es que nunca lograré acostumbrarme a ellos.
Cogí mi carpeta de pinza y me dispuse a rellenar el formulario. Nombre: Inconnu. Desconocido. Fecha de la autopsia: 3 de junio de 1994. Investigadores: Luc Claudel, Michel Charbonneau, Sección de Homicidios del CUM, Comunidad Urbana de Montreal.
Añadí el número del informe policial, el número del depósito y el número del Laboratorio de Medicina Legal, o LML, y experimenté la habitual oleada de ira ante la fría indiferencia del sistema. La muerte violenta no tolera ninguna intimidad. Saquea la propia dignidad tan rotundamente como ha arrebatado la vida. El cuerpo es manejado, escudriñado y fotografiado, y en cada paso del proceso se le aplica una nueva serie de dígitos. La víctima se convierte en parte de las pruebas, un objeto expuesto que se exhibe a policías, patólogos, especialistas forenses, abogados y, llegado el caso, jurados. Numeradlo; fotografiadlo; tomad muestras; ponedle una etiqueta en el pie. Aunque partícipe activa, no me resigno a aceptar lo impersonal del sistema. Es como un saqueo al nivel más personal. Por lo menos yo daría un nombre a esta víctima. La muerte en el anonimato no se sumaría a la lista de violaciones que él o ella deben sufrir.
Escogí uno de los impresos de la carpeta. Alteraría mi rutina normal y dejaría para más tarde el inventario de todo el esqueleto. Por el momento los agentes sólo deseaban el perfil identificativo: sexo, edad y raza.
La raza era muy evidente. Los cabellos, pelirrojos; los restos de piel, claros. Sin embargo, el proceso de descomposición actúa de modo extraño, de modo que comprobaría los detalles del esqueleto tras su limpieza. Por el momento parecía razonable considerar que era de raza caucasiana.
Como había sospechado se trataba de una mujer, con rasgos faciales delicados y el cuerpo, en conjunto, de estructura ligera. Los cabellos largos no significaban nada.
Observé la pelvis. Al ladearla advertí que la muesca que se encuentra bajo la aleta de la cadera era amplia y superficial. Volví a colocarla de modo que pudiera examinar los huesos púbicos, la región frontal donde se encuentran las partes derecha e izquierda de la pelvis. La curva formada por sus bordes inferiores constituía un amplio arco. Delicadas crestas atravesaban la parte frontal de cada hueso púbico y constituían claros triángulos en las esquinas inferiores, características típicamente femeninas. Más tarde tomaría medidas y realizaría análisis informáticos, pero no me cabía duda alguna de que aquellos restos pertenecían a una mujer.
Cuando envolvía la zona púbica con un paño mojado me sobresaltó el sonido del teléfono. Hasta entonces no había reparado en el silencio que me rodeaba ni en lo tensa que estaba. Me dirigí al escritorio esquivando a los gusanos como un niño que jugase a las tabas.
– Aquí la doctora Brennan -respondí.
Me subí las gafas a la cabeza y me dejé caer en la silla al tiempo que apartaba un gusano de la mesa con el bolígrafo.
– Aquí Claudel -contestó una voz.
Se trataba de uno de los dos detectives del CUM asignados al caso. Según el reloj de pared eran las once menos veinte: más tarde de lo que pensaba. El hombre no prosiguió. Sin duda suponía que bastaba con darse a conocer.
– En estos momentos estoy trabajando con ella -dije.
Distinguí un chirriante sonido metálico.
– ¿Elle? -me interrumpió-. ¿Una mujer?
– Sí.
Observé otro gusano que se encogía como una media luna, se desdoblaba y repetía la maniobra en dirección opuesta. No estaba mal.
– ¿Blanca?
– Sí.
– ¿Edad?
– Dentro de una hora tendré una idea aproximada.
Imaginé que el hombre consultaba su reloj.
– De acuerdo. Estaré ahí después de comer.
Era una afirmación, no una solicitud. Al parecer no le importaba que yo estuviera conforme.
Colgué el aparato y retorné junto a la dama que estaba sobre la mesa. Cogí de nuevo la carpeta y pasé a la página siguiente del informe: edad. Era una persona adulta. Con anterioridad había comprobado su boca y tenía todas las muelas del juicio.
Examiné los brazos en el punto en que habían sido separados de los hombros. El extremo de cada húmero estaba totalmente formado. No se advertía ninguna línea de demarcación ni casquete separado en ningún lado. Observé las piernas. Las cabezas del fémur también estaban completamente formadas, tanto la derecha como la izquierda.
Había algo que me inquietaba en aquellas articulaciones cercenadas. Era una sensación distinta de la reacción normal que se experimenta ante la depravación, pero vaga e informe. Cuando de nuevo deposité la pierna izquierda en la mesa sentí un frío helado en mi interior. Una vez más me envolvía la nube de temor percibida por vez primera en el bosque. Traté de superarla y me esforcé por centrarme en la incógnita que se me planteaba. La edad: establecer la edad. Un cálculo correcto podía conducir a un nombre. Lo más importante era asignar un nombre a la víctima.