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Capítulo 7

Durante el trayecto mis emociones hacían acrobacias. Había oscurecido, pero la ciudad estaba muy iluminada. Las ventanas de los apartamentos despedían una suave luz en la parte este del vecindario que rodeaba el edificio de la SQ y de vez en cuando titilaba la luz azulada de un televisor entre la oscuridad nocturna. La gente estaba sentada en terrazas y escaleras, descansaba en sillas al aire libre para celebrar reuniones en la calle. Hablaban y tomaban refrescos, cuando el denso calor de la tarde se había transformado en el renovador fresco del anochecer.

Envidié su tranquilidad doméstica. Ansiaba llegar a casa, compartir un bocadillo de atún con Birdie y dormir. Deseaba que a Gabby no le sucediera nada, pero confiaba en que regresara a su casa en taxi. Temía enfrentarme a su histeria aunque me sentía aliviada al tener noticias de ella; temía por su seguridad y me molestaba tener que meterme en el Main. Una mala combinación.

Tomé Rene Lévesque hacia St. Laurent y seguí por la diestra para volver atrás en Chinatown. El barrio se cerraba a causa de la hora, y los últimos tenderos recogían sus cajas y expositores y los guardaban en el interior de los establecimientos.

El Main se extendía delante de mí en dirección norte desde Chinatown a lo largo del bulevar St. Laurent. El Main es un distrito repleto de tiendecitas, bistros y sencillos cafés, que cuenta con St. Laurent como principal arteria comercial. A partir de allí irradia en una red de callejuelas estrechas atestadas de casas angostas y de alquiler bajo. Aunque de temperamento francés, siempre ha sido un mosaico policultural, una zona en que coexisten las identidades étnicas e idiomáticas pero no se confunden, como los distintos olores que flotan de sus múltiples comercios y panaderías. Italianos, portugueses, griegos, polacos y chinos se agrupan en diferentes enclaves a lo largo de St. Laurent mientras asciende desde el puerto a la montaña.

El Main era en otros tiempos la principal estación de transbordo para los inmigrantes, los recién llegados atraídos por alojamientos económicos y la consoladora proximidad de sus compatriotas. Se instalaban allí para conocer las costumbres de Canadá; los grupos de inmigrantes se congregaban para soportar mejor su desorientación y para estimular su confianza frente a una cultura extraña. Algunos aprendían francés e inglés, prosperaban y se trasladaban; otros se quedaban, bien porque prefiriesen la seguridad de lo familiar o porque carecían de habilidad para salir adelante. En la actualidad, a aquel núcleo de conservadores y perdedores se ha incorporado un conjunto de marginados y depredadores, junto a una legión de seres impotentes, rechazados por la sociedad y de quienes se aprovechan de ellos. Los forasteros acuden al Main en busca de muchas cosas: oportunidades al por mayor, cenas económicas, drogas, alcohol y sexo. Acuden a comprar, a escandalizarse y a divertirse, pero no se quedan.

Ste. Catherine constituye el límite meridional del Main. Allí giré a la derecha y me detuve en la curva donde Gabby y yo habíamos estado hacía casi tres semanas. Era más temprano y las prostitutas comenzaban a dividirse el terreno. Los chulos aún no habían llegado.

Gabby debía de estar vigilando. Cuando miré por el retrovisor cruzaba corriendo la calle, con la cartera aferrada en el pecho. Aunque el terror no la impulsaba a plena velocidad, era evidente que lo sentía. Corría como los adultos que desde hace tiempo no practican el desencadenado galope de la infancia, con las largas piernas algo inclinadas, la cabeza agachada. El bolso que pendía del hombro seguía el ritmo de sus pasos forzados. Rodeó el vehículo, entró y se sentó con los ojos cerrados y jadeante. Era evidente que se esforzaba por conservar la compostura pues apretaba los puños con fuerza en un intento de contener su temblor. Nunca la había visto de aquel modo y me asusté. Gabby siempre se había sentido inclinada al dramatismo mientras se abría camino entre perpetuas crisis, tanto reales como imaginarias, pero hasta entonces nada la había alterado hasta tal punto.

Durante unos momentos me mantuve en silencio. Pese a que la noche era cálida sentí un escalofrío y mi respiración se volvió tenue y superficial. En la calle sonaban las bocinas, y una prostituta trataba de engatusar a alguien que pasaba en coche. Su voz resonaba por la noche veraniega como un avión de juguete, subiendo y bajando en bucles y espirales.

– ¡Vámonos! -Habló tan quedamente que apenas la oí. Déjà vu.

– ¿Querrás explicarme que sucede? -le pregunté.

Ella levantó la mano como si se protegiera de una regañina. Apoyó contra su pecho la temblorosa mano. Desde el otro lado del vehículo percibí su temor; su cuerpo estaba cálido y difundía olor a sándalo y a transpiración.

– Lo haré, lo haré. Aguarda un momento.

– ¡No me manipules, Gabby! -respondí con excesiva dureza.

– Lo siento. Salgamos de este infierno -dijo al tiempo que hundía la cabeza entre las manos.

De acuerdo, seguiríamos su guión. Ella debería tranquilizarse y contármelo a su modo. Pero tendría que darme alguna explicación.

– ¿Te llevo a casa? -le pregunté.

Gabby asintió sin descubrirse la cara. Puse el coche en marcha y nos dirigimos a Carré St. Louis. Llegamos a su edificio sin que dijera palabra. Aunque su respiración se había normalizado, aún le temblaban las manos. Volvía a restregárselas entre sí, se cogía la una con la otra, las separaba y las unía de nuevo en una extraña danza de pánico: la coreografía del terror.

Aparqué el coche y paré el motor temerosa del enfrentamiento que iba a producirse. Había aconsejado a Gabby en problemas sanitarios, conflictos paternos, académicos, religiosos, de autoestima y amorosos, y siempre me había resultado una tarea agotadora. Invariablemente, en la siguiente ocasión que nos veíamos, ella se mostraba alegre e imperturbable, ya olvidada la catástrofe. No se trataba de que me mostrara indiferente, pero habíamos seguido aquella rutina en muchas ocasiones. Recordé el embarazo inexistente y el monedero robado que había aparecido bajo los cojines del sofá. No obstante, su intensa reacción me trastornaba. Por mucho que ansiara disfrutar de aislamiento no me parecía que ella pudiera quedarse sola.

– ¿Quieres quedarte en mi casa esta noche?

No respondió. Al otro lado de la plaza un anciano se colocaba un lío bajo la cabeza y se instalaba en un banco para dormir.

El silencio se prolongó tanto rato que creí que no me había oído. Me volví, dispuesta a repetir la invitación, y descubrí que miraba con fijeza en mi dirección. Los movimientos temblorosos de hacía unos momentos habían sido sustituidos por una absoluta inmovilidad. Tenía rígida la columna vertebral e inclinaba el torso hacia adelante sin apenas tocar el respaldo del asiento, con una mano en el regazo y la otra, en apretado puño, sobre la boca. Le bizqueaban los ojos y los párpados inferiores se le estremecían ligeramente. Parecía ponderar algo: consideraba variables y calculaba consecuencias. Su repentino y brusco cambio de talante me desconcertó.

– Debes de creerme loca -dijo al cabo.

Parecía muy tranquila; se expresaba en voz baja y bien modulada.

– Estoy confundida.

Me guardé lo que pensaba en realidad.

– Sí, es un modo amable de expresarlo.

Lo dijo con una risa autodespectiva al tiempo que agitaba levemente la cabeza, sacudiendo los rizos.

– Sospecho que estaba muy trastornada -añadió.

Aguardé a que prosiguiera. Sonó el portazo de un coche. La voz baja y melancólica de un saxo llegaba desde el parque. Una ambulancia ululó a lo lejos. Verano en la ciudad. En la oscuridad sentí, más que vi, alterarse y desenfocarse el rostro de Gabby. Era como si ella hubiese emprendido un camino en dirección hacia mí y se hubiera desviado en el último momento. Como un objetivo automático, readaptó sus ojos a un punto que se encontraba más allá y pareció encerrarse de nuevo en sí misma. Volvía a celebrar otra sesión interna, calibraba sus opciones y decidía la actitud que iba a adoptar.

– No me sucede nada -declaró al tiempo que recogía la cartera y el bolso y aferraba la manecilla de la puerta-. Te agradezco sinceramente que hayas venido.

Se había decidido por la postura evasiva.

Ya fuera por el cansancio o la tensión de los últimos días, perdí el control.

– ¡Aguarda un momento! -estallé-. ¡Quiero saber qué sucede! Hace una hora decías que alguien quería matarte. Has salido corriendo de ese restaurante y has cruzado la calle agitada y jadeante como si te pisara los talones Jack el Destripador. No puedes respirar, las manos aún te tiemblan como bajo una descarga de alto voltaje ¿y ahora te propones largarte tranquilamente con un «muchas gracias por el viaje», sin más explicaciones?

Nunca había estado tan furiosa con ella. Había levantado el tono de voz, respiraba entrecortadamente y sentía un tenue latido en la sien izquierda.

La intensidad de mi ira la dejó pasmada, con los ojos desorbitados como un gamo sorprendido por la luz de unos faros. Pasó un coche, y en su rostro destellaron sucesivamente luces blancas y rojas, que ampliaron la imagen.

Permaneció unos instantes inmóvil, rígida, como bajo los efectos de un cortocircuito catatónico, mientras su silueta se recortaba contra el cielo.

Luego, como si se hubiera accionado una válvula, pareció liberarse de sus tensiones. Soltó la manecilla, dejó su cartera y se recostó en el asiento. De nuevo se encerraba en sí misma y reconsideraba la cuestión. Tal vez decidiera por dónde comenzar; tal vez exploraba vías alternativas de escape. Aguardé.

Por fin profirió un profundo suspiro e irguió lentamente los hombros. Había decidido la postura que adoptaría. En cuanto comenzó a hablar comprendí que ya estaba resuelta: me permitiría conocer algo, pero hasta cierto punto. Escogió con sumo cuidado sus palabras y emprendió un sendero protegido entre el lodazal emotivo de su mente. Me apoyé en la puerta y me dispuse a escucharla.

– Últimamente he estado trabajando con gente algo… insólita.

Pensé que era un modo de restar importancia a la cuestión, pero me abstuve de expresarlo.

– No, no. Ya sé que esto parece trivial. No me refiero a la gente corriente de la calle: a ésa sé cómo manejarla. -Escogía las palabras de manera tortuosa-. Si uno conoce a los actores y aprende las normas y la jerga, se desenvuelve a la perfección, como en cualquier otro lugar. Hay que ajustarse a la etiqueta local y no cabrear a la gente. Es muy sencillo. No hay que entrometerse en el camino de otro ni entorpecer sus manejos ni hablar con la policía. Salvo en cuanto al horario, no es difícil trabajar allí. Además, ahora las chicas ya me conocen y saben que no soy ninguna amenaza para ellas.

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