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Capítulo 31

Jewel avanzaba con decisión, haciendo repiquetear sus tacones sobre la acera. No sabía exactamente adonde me conducía, pero tenía que abandonar mi refugio de cemento.

Marchamos dos manzanas hacia el este y luego dejamos Ste. Catherine y cruzamos un solar vacío. Jewel se deslizaba grácilmente por la oscuridad mientras yo avanzaba a trompicones tras ella, entre fragmentos de asfalto, latas de aluminio, cristales rotos y vegetación muerta. ¿Cómo podía ser tan ágil con tan afilados tacones? Salimos por el extremo opuesto, giramos por una callejuela y entramos en un edificio bajo de madera en el que no aparecía letrero alguno. Las ventanas estaban pintadas de negro y sartas de luces navideñas facilitaban la única iluminación dando al interior un resplandor rojizo de exposición de animales nocturnos. Me pregunté si era tal la intención. ¿Incitar a los ocupantes a una última acción nocturna?

Miré en torno con discreción. Necesité ajustar la visión puesto que la luz interior apenas se diferenciaba de la exterior. El decorador, que insistía en el tema navideño, había revestido las paredes de cartón imitación de pino y sillas con agrietado vinilo rojo y complementado los detalles con anuncios de cervezas. Compartimientos de negra madera se alineaban en un muro y, contra el otro, se amontonaban cajas de cerveza. Aunque el bar se encontraba casi vacío, el ambiente estaba enrarecido con el olor de humo de cigarrillos, bebidas alcohólicas baratas, vómitos, sudor y porros. Mi bloque de cemento comenzaba a resultar más atractivo.

Jewel y el camarero intercambiaron señales de salutación. El hombre tenía la piel de color de café aguado y espesas cejas bajo las cuales seguía todos nuestros movimientos.

La mujer avanzó lentamente por el recinto comprobando cada rostro con aparente desinterés. Un viejo la llamó desde su asiento en una esquina agitando una cerveza y haciéndole señas para que se reuniese con él. Ella le lanzó un beso, y él levantó el dedo significativamente.

Cuando pasamos ante la primera cabina asomó una mano que asió a Jewel por la muñeca. La mujer se soltó y apartó el brazo del personaje.

– Por hoy está cerrado, cariño.

Me metí las manos en los bolsillos y fijé los ojos en la espalda de mi compañera.

La mujer se detuvo en el tercer compartimiento, dobló los brazos y agitó lentamente la cabeza.

– Mon Dieu! -dijo al tiempo que chasqueaba la lengua.

La única ocupante del recinto se encontraba ante un vaso con un líquido de color castaño al que miraba con fijeza con los codos apoyados en la mesa y los puños en las mejillas. Lo único que se distinguía era su cabeza inclinada. Sus grasientos cabellos castaños le pendían lacios y en mechones desiguales a ambos lados de la cara y tenía la raya cubierta de motas blancas.

– Julie -llamó Jewel.

La muchacha no alzó el rostro.

Jewel chasqueó de nuevo la lengua y entró en la cabina. La seguí, agradecida, en aquel pequeño escondrijo. La mesa brillaba con algo que no logré identificar. Jewel apoyó un codo en un extremo y lo retiró rápidamente al tiempo que se lo limpiaba. Sacó un cigarrillo, lo encendió y echó una bocanada de humo hacia arriba.

– ¡Julie! -exclamó con más fuerza.

La joven contuvo el aliento y alzó la barbilla.

– ¿Julie? -repitió su propio nombre como si despertara de un sueño.

El corazón me latió apresuradamente al tiempo que me mordía el labio inferior.

¡Oh, Dios!

Aquel rostro no reflejaba más de quince años y estaba matizado por grises tonalidades. Con su palidez, los labios agrietados, la mirada ausente y las profundas ojeras alrededor de los ojos, parecía un ser largo tiempo privado de luz solar.

La muchacha nos miraba inexpresiva como si nuestras imágenes se formaran lentamente en su cerebro o reconocernos fuese un ejercicio complejo. Por fin se dirigió a mi compañera:

– ¿Me das uno, Jewel?

Y le tendió una temblorosa mano sobre la mesa. Al apagado resplandor del cubículo, la parte interior de su brazo se veía amoratada, y parecía que unos finos gusanos grises reptasen por las venas de su muñeca.

Jewel encendió un Player y se lo entregó. La muchacha aspiró con fruición el humo, lo retuvo en sus pulmones y lo expulsó hacia arriba imitando a Jewel.

– ¡Oh, es estupendo! -dijo.

Se le había pegado al labio inferior una mota de papel del cigarrillo.

Dio una nueva calada con los ojos cerrados, absorta por completo en el ritual de fumar. Aguardamos. La joven no estaba en condiciones de realizar dos cosas a la vez.

Jewel me miró con aire indescifrable. Dejé que tomase la iniciativa.

– Julie, querida, ¿has estado trabajando?

– Un poco.

La muchacha dio una nueva calada y profirió sendas vaharadas de humo por la nariz. Observamos disolverse las plateadas nubes entre la luz rojiza.

Jewel y yo guardamos silencio mientras Julie fumaba. La muchacha no parecía sorprenderse de vernos allí. Aunque dudé que algo la sorprendiera.

Cuando hubo concluido, aplastó la colilla y nos miró. Parecía considerar si mi presencia podría reportarle algún beneficio.

– Hoy no he comido -confesó.

Su voz sonaba tan hueca e inexpresiva como sus ojos.

Miré a Jewel, que se encogió de hombros y buscó otro cigarrillo. Examiné mi entorno: no se veían menús ni anuncios de comidas.

– Tienen hamburguesas.

– ¿Quieres una? -ofrecí.

Me pregunté cuánto dinero llevaría yo encima.

– Las prepara Banco.

– De acuerdo.

Se asomó por la cabina y llamó al camarero.

– ¿Me preparas una hamburguesa con queso, Banco?

Su voz parecía pertenecer a una niña de seis años.

– Tienes cuenta pendiente, Julie.

– Pagaré yo -dije asomando a mi vez la cabeza por la cabina.

Banco se apoyaba sobre el fregadero de la barra con los brazos cruzados en el pecho, que parecían ramas de baobab.

– ¿Una? -insinuó.

Me volví con aire interrogante hacia Jewel, que negó con la cabeza.

– Sí, una.

Regresé con ellas. Julie se había desplomado en el rincón y sostenía su vaso con ambas manos. Le pendía levemente la mandíbula, por lo que tenía la boca entreabierta. Aún seguía pegada a su labio inferior la mota de papel. Sentí deseos de retirársela, pero no parecía ser consciente de ello. Sonó el pitido de un microondas y luego su zumbido característico. Jewel seguía fumando.

En breve el microondas profirió cuatro pitidos y Banco apareció con la hamburguesa humeante en su envoltura de plástico. La colocó delante de Julie y nos miró a Jewel y a mí. Yo le encargué agua de Seltz y Jewel volvió a negar con la cabeza. Julie rompió la envoltura y levantó la parte superior de la hamburguesa para inspeccionar su contenido. Ya satisfecha, le dio un bocado. Cuando Banco sirvió mi bebida eché una mirada furtiva al reloj: eran las tres y veinte. Comenzaba a pensar que Jewel no volvería a pronunciar palabra.

– ¿Dónde has trabajado, cariño?

– En ningún lugar en especial -replicó la muchacha con la boca repleta de comida.

– Últimamente no te he visto.

– He estado enferma.

– ¿Te sientes mejor ya?

– Hum.

– ¿Has trabajado por el Main?

– Un poco.

– ¿Aún te ves con ese cerdo del camisón? -inquirió con aparente despreocupación.

– ¿A quién te refieres? -Pasó la lengua por el borde de la hamburguesa como un niño con un helado de crema.

– El tipo del cuchillo.

– ¿Del cuchillo? -repitió con aire ausente.

– Ya sabes a quién me refiero, querida: a ese fulano que se masturba mientras que tú te exhibes con el camisón de su mamá.

Julie masticó más despacio y por fin se interrumpió, pero no dijo palabra. Su rostro era como una máscara, inexpresivo, grisáceo y hierático.

Jewel repiqueteó las uñas sobre la mesa.

– ¡Vamos, querida, haz un esfuerzo! ¿No sabes de quién te hablo?

La joven tragó saliva, alzó la mirada y concentró de nuevo su atención en la hamburguesa.

– ¿Qué pasa con él? -dijo al tiempo que daba un bocado.

– Sólo te preguntaba si lo sigues viendo.

– ¿Quién es ella? -inquirió confusa.

– Tempe Brennan, una amiga de la doctora Macaulay, a quien ya conoces, ¿no es así, cariño?

– ¿Sucede algo malo con ese tipo, Jewel? ¿Tiene gonorrea, sida o algo por el estilo? ¿Por qué te interesas por él?

Era como interrogar a una bola negra mágica. Las respuestas flotaban al azar, sin vincularse a preguntas específicas…

– No, cariño. Sólo me preguntaba si sigue apareciendo.

Julie me miró a los ojos, imperturbable.

– ¿Trabajas con ella? -me preguntó con la barbilla brillante de grasa.

– Algo parecido -respondió Jewel por mí-. Le gustaría hablar con el tipo del camisón.

– ¿Acerca de qué?

– De cosas corrientes -repuso Jewel.

– ¿Acaso es sordomuda o algo parecido? ¿Por qué no responde ella misma?

Me disponía a hacerlo, pero Jewel me hizo señas de que callara. Julie no parecía esperar respuesta. Dio el último bocado y se chupó los dedos uno tras otro.

– ¿Qué pasa con ese tipo? -dijo por último-. ¡Jesús, él también hablaba de ella!

El miedo hizo vibrar todos los nervios de mi cuerpo.

– ¿Hablar de quién? -repliqué.

Julie me miró. De nuevo le pendía la mandíbula y tenía la boca entreabierta como antes. Cuando no hablaba ni comía parecía incapaz, o no deseosa, de mantenerla cerrada. Observé restos de comida en sus dientes.

– ¿Por qué quieres ahuyentarme a ese tipo? -preguntó.

– ¿Ahuyentarlo?

– Es el único cliente fijo que tengo.

– No le interesa ahuyentar a nadie; sólo quiere hablar con él -afirmó Jewel.

Julie tomó un trago de su vaso. Lo intenté de nuevo.

– ¿Qué quieres decir con eso de que también él habla de ella? -inquirí-. ¿De quién habla, Julie?

Su rostro expresó desconcierto, como si ya hubiera olvidado sus palabras.

– ¿De quién hablaba tu cliente, Julie? -El tono de Jewel reflejaba cansancio.

– Ya sabes, la mujer mayor que merodea por aquí, un poco marimacho, con el anillo en la nariz y los cabellos tan raros.

Se recogió un lacio mechón detrás de la oreja.

– Aunque es agradable: a veces me ha comprado donuts. ¿No hablabais de ella?

Hice caso omiso del guiño de advertencia de Jewel.

– ¿Qué comentarios hacía sobre ella?

– Estaba enfadado o algo parecido. No lo sé. No escucho lo que dice esa gente. Follo con ellos y mantengo la boca y los oídos cerrados: es más saludable.

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