– Pero ese individuo es un cliente regular.
– Más o menos.
– ¿En ocasiones especiales? -inquirí sin pensarlo.
Jewel hizo un gesto expresivo como si me dejara actuar por mi cuenta.
– ¿Qué es esto, Jewel? -se quejó Julie-. ¿Por qué me pregunta estas cosas? -De nuevo se expresaba como una criatura.
– Tempe quiere hablar con él: eso es todo.
– No puedo seguir adelante si molestáis a ese tipo. Es un cerdo, pero me proporciona unos ingresos periódicos que necesito muchísimo.
– Lo sé, querida.
Julie agitó el resto de su bebida y la apuró de golpe al tiempo que evitaba mi mirada.
– Y no pienso dejar de trabajarlo. No me importa lo que diga nadie. Por raro que sea el tipo, no va a matarme ni nada parecido. ¡Diablos, ni siquiera tengo que follar con él! ¿Y qué otra cosa haré los jueves? ¿Tomar clases de algo? ¿Ir a la ópera? Si no lo hago con él, lo hará cualquier otra.
Era la primera emoción que demostraba: una bravuconería de adolescente en contraste con su anterior apatía. Lo sentí por ella, pero temía por Gabby y no renunciaría.
– ¿Has visto a Gabby últimamente? -inquirí procurando expresarme con suavidad.
– ¿A quién?
– A la doctora Macaulay. ¿La has visto recientemente?
Las arrugas de su entrecejo se intensificaron, y me recordó a Margot, aunque la perra probablemente disfrutaba de mejor memoria a corto plazo.
– La mujer mayor con el anillo en la nariz -le aclaró Jewel acentuando el indicador de la edad.
– ¡Ah! -Julie cerró la boca y luego volvió a quedarse boquiabierta-. No, he estado enferma.
«Tranquilízate, Brennan. Ya casi has acabado.»
– ¿Estás mejor ahora? -le pregunté.
Se encogió de hombros.
– ¿Estarás bien?
Asintió.
– ¿Quieres algo más?
Negó con la cabeza.
– ¿Vives cerca de aquí?
Me dolía utilizarla de aquel modo, pero deseaba conseguir algo más.
– En casa de Marcela. Ya sabes dónde está, Jewel, en Sainte Dominique. Muchas de nosotras vamos a parar allí.
Seguía sin mirarme.
Sí. Tenía lo que necesitaba. O lo tendría en breve.
La hamburguesa y el alcohol -o lo que ella hubiese tomado- producían sus efectos en Julie. Desaparecía su jactancia y retornaba la apatía. Estaba desplomada en el rincón de la cabina con los ojos clavados en el vacío, como los oscuros círculos de un mimo de rostro agrisado. Los cerró y aspiró profundamente mientras inflaba su huesudo pecho bajo el vestido de algodón. Parecía agotada.
De pronto se apagó la iluminación navideña. El resplandor de los fluorescentes inundó el bar, y Banco anunció a gritos su inminente cierre. Los escasos clientes que quedaban marcharon hacia la puerta gruñendo descontentos. Jewel se metió los Player en el escote y nos indicó que debíamos irnos. Consulté mi reloj: eran las cuatro de la mañana. Miré a Julie, y el sentimiento de culpabilidad que me había atormentado toda la noche resurgió con plena intensidad.
Bajo la implacable iluminación Julie estaba casi cadavérica, como alguien que avanza lentamente hacia la muerte. Sentí el deseo de abrazarla estrechamente, de llevarla a Beaconsfield, Dorval o North Hatley, donde tomaría una comida rápida, iría al baile de gala de la escuela y se encargaría pantalones tejanos del catálogo de Land's End. Pero sabía que no era posible. Me constaba que Julie sería un dato estadístico y que, antes o después, se encontraría en los sótanos del Parthenais.
Pagué la cuenta y salimos del bar. El aire precursor de la mañana era húmedo y frío y transmitía olores del río y de la fábrica de cerveza.
– Buenas noches, señoras -dijo Jewel-. No os vayáis a bailar.
Agitó los dedos, se volvió y se marchó taconeando rápidamente por la callejuela. Julie partió en dirección opuesta sin decir palabra. La perspectiva del hogar y del lecho me atraían como un imán, pero aún tenía que conseguir más información.
Aguardé unos instantes y vi escabullirse a Julie. Supuse que me sería fácil seguirla, pero me equivoqué. Cuando me asomé, ya había desaparecido por la esquina siguiente, y me vi obligada a correr para alcanzarla.
La joven se internó por un sendero zigzagueante y atravesó solares y atajos hasta llegar a un ruinoso edificio de tres plantas de Ste. Dominique cuya escalera subió; buscó a tientas la llave y desapareció por una puerta verde desconchada. Vi oscilar la cortina tras la puerta y luego inmovilizarse, apenas alterada por su indiferente portazo. Anoté el número.
«De acuerdo, Brennan: es hora de acostarse». Veinte minutos después llegaba a mi casa.
Entre las sábanas, con Birdie en mis rodillas, esbocé un plan. Era fácil decidir lo que no debía hacer: no llamar a Ryan, no espantar a Julie, no alertar al chiflado del cuchillo y del juego del camisón. Descubrir si se trataba de Saint Jacques, enterarme de dónde vivía o cuál era su actual escondrijo. Conseguir algo concreto y comunicarlo a la brigada de ineptos. «Aquí está, muchachos, registrad este lugar.»
Parecía muy sencillo.