Cuando llegué al Mazda traté de reanudar mi estereotipado soliloquio deportivo, pero no resultó: se había evaporado mi ingenio. Mi expectación hacia cuanto había planeado para aquella tarde me absorbía demasiado para permitirme pensamientos creativos. Me dirigí a mi apartamento y tan sólo me detuve en Kojak para recoger un plato de souvlaki.
Al llegar a casa fui directamente al refrigerador en busca de una coca cola light sin hacer caso del acusador saludo de Birdie. Deposité la botella en la mesa junto a la bolsa grasienta que contenía mi comida e inspeccioné el contestador, que permanecía silencioso e inexpresivo. Gabby no había llamado. Una creciente sensación de ansiedad me invadía por momentos y, al igual que un director absorto en su música, mi corazón palpitaba prestissimo.
Fui al dormitorio y revolví la mesita de noche. Encontré lo que buscaba en el tercer cajón y me lo llevé al comedor, donde lo extendí sobre la mesa. A continuación abrí mi botella y el paquete de comida. Pero no funcionó. La visión del arroz grasiento y de la carne guisada en exceso me revolvió el estómago como un cangrejo. Cogí un pedazo de pan integral.
Localicé mi calle en la zona ya familiar y seguí el camino al centro de la ciudad y al otro lado del río hasta la playa sur. Cuando encontré el barrio que buscaba doblé el mapa de modo que aparecieron las ciudades de St. Lambert y Longueuil. Traté de ingerir otro bocado de souvlaki mientras examinaba los puntos de referencia, pero mi estómago se resistía a admitir ningún alimento.
Birdie se había aproximado a unos diez centímetros de mí.
– ¡Envenénate si quieres! -le dije al tiempo que le acercaba el plato de aluminio.
Aunque sorprendido e indeciso fue hacia él iniciando su ronroneo.
En el armario del vestíbulo encontré una linterna, unos guantes de jardinería y una lata de repelente insecticida. Los metí en una mochila junto con el mapa, un bloc y una carpeta de pinza. Me puse una camiseta, pantalones téjanos y zapatillas de lona y trencé con energía mis cabellos. En el último momento cogí una camisa vaquera de manga larga y la metí dentro de la mochila. En el bloc que tenía junto al teléfono anoté: «Voy a inspeccionar la tercera equis de St. Lambert.» Comprobé en mi reloj que eran las ocho menos cuarto de la tarde, consigné asimismo la fecha y la hora y dejé el bloc en la mesa del comedor. Sin duda sería innecesario, pero al menos habría dejado una pista si tropezaba con dificultades.
Me colgué la mochila en el hombro y marqué el código del sistema de seguridad, pero en mi creciente excitación equivoqué los números y tuve que repetir el intento. Tras confundirme por segunda vez, hice una pausa, cerré los ojos y repetí palabra por palabra un trabalenguas para despejar mi mente. Era un ejercicio trivial, un truco que había aprendido en la escuela de posgraduados y que, como de costumbre, funcionó. Aquellos instantes de abstracción me ayudaron a recobrar mi autocontrol, marqué el código sin problemas y abandoné el apartamento.
Al salir del garaje rodeé la manzana, tomé Ste. Catherine al este, fui hacia De la Montagne y seguí un camino serpenteante en dirección sur, hasta el puente Victoria, uno de los tres que conectan la isla de Montreal con la playa sur del río San Lorenzo. Las nubes que habían asomado discretamente en el cielo durante la tarde se agrupaban en aquellos momentos para entrar seriamente en acción. Llenaban el horizonte, oscuras y amenazadoras, tiñendo el río de un gris hostil y negro.
Río arriba distinguía Île Notre Dame e Île Ste. Héléne, con el arco del puente Jacques Cartier. Las pequeñas islas mostraban un sombrío contorno entre la creciente oscuridad. Durante la Expo del 67 debían de haber rebosado actividad, pero en aquellos momentos estaban ociosas, silenciosas, dormidas como los yacimientos de una antigua civilización.
Río abajo se encontraba la Île des Soeurs, isla de las Monjas. En otros tiempos propiedad de la iglesia era a la sazón un gueto de yupis, una pequeña acrópolis de condominios, campos de golf, pistas de tenis y piscinas, que se unía umbilicalmente a la ciudad gracias al puente Champlain. Las luces de sus torres de múltiples pisos titilaban en la oscuridad como si compitieran con el distante relámpago.
Al llegar a la playa sur salí al bulevar Sir Wilfred Laurier. En el tiempo que me llevó cruzar el río, la noche le había conferido un misterioso verdor. Me detuve a un lado para examinar el mapa. Tras detectar las pequeñas formas de color esmeralda que representaban un parque y el campo de golf St. Lambert, situé la localización de mi objetivo y coloqué el mapa en el asiento contiguo al mío. Al ponerme en marcha, la descarga de un relámpago electrificó la noche. El viento se había recrudecido y gruesas gotas de agua comenzaban a salpicar el parabrisas.
Me interné entre la tenebrosa oscuridad que precede a la tormenta reduciendo la marcha en cada cruce para asomar la cabeza y tratar de descifrar los letreros de las calles. Seguía el camino que me había grabado mentalmente, girando a la izquierda en determinado punto, en otro lugar a la derecha, dando luego dos vueltas más a la izquierda…
Al cabo de otros diez minutos me detuve y aparqué el coche. Mi corazón palpitaba como una pelota de ping-pong en pleno partido. Me froté las húmedas palmas en los pantalones y miré alrededor de mí.
El cielo había seguido ensombreciéndose y la oscuridad era casi total. Había atravesado barrios residenciales de pequeños búngalos y calles donde se alineaban los árboles, pero en aquellos momentos me encontraba en el extremo de un aparcamiento industrial solitario, que aparecía como una pequeña media luna gris en el mapa. Estaba definitivamente sola.
Una hilera de almacenes abandonados se extendía en el lado derecho de la calle, cuyas formas inanimadas tan sólo se hallaban iluminadas por un farol callejero. Los edificios más próximos al poste del farol destacaban con una claridad fantasmagórica, como un escenario bajo las luces de un estudio, mientras que las construcciones vecinas se esfumaban en el entorno cada vez más lúgubre y las más alejadas se sumían en absoluta negrura. En algunos edificios aparecían anuncios de agentes inmobiliarios ofreciéndolos en venta o alquiler. En otros no se veía ninguno, como si sus propietarios hubieran renunciado a ello. Las ventanas estaban rotas y los aparcamientos agrietados y cubiertos de basuras. Era un escenario en blanco y negro que recordaba Londres durante el bombardeo aéreo.
El panorama de la izquierda no era menos desolador. No se veía nada: reinaba una absoluta oscuridad. Aquel vacío correspondía a la zona verde no señalada en el mapa donde Saint Jacques había situado su tercera equis. Yo había confiado en encontrar allí un cementerio o un parquéenlo.
¡Maldición!
Apoyé las manos en el volante y fijé los ojos en la oscuridad.
¿Qué hacer?
En realidad no se me había ocurrido tal contingencia.
Un relámpago iluminó la escena y por un momento la calle se iluminó vivamente. Algo voló de entre las sombras y chocó contra el parabrisas. Me sobresalté y proferí un chillido. La criatura persistió allí un momento, aleteó contra el cristal como un tatuaje espasmódico y luego regresó volando a las sombras cual errático jinete entre el creciente viento.
«Tranquila, Brennan, respira a fondo.» Mi nivel de ansiedad se remontaba a la ionosfera.
Cogí la mochila, me puse la camisa vaquera y, con los guantes en el bolsillo posterior y la linterna en el cinturón, me apeé tras dejar el bloc de notas y el bolígrafo.
Comprendía que no tendría que tomar notas.
La noche olía a lluvia sobre cemento cálido. El viento empujaba las basuras por la calle, formaba remolinos con las hojas y los papeles en forma de pequeños ciclones y luego los dejaba caer en montones para agitarlos de nuevo. El viento se aferró también a mis cabellos y mis ropas, agitando los extremos de la camisa como ropas colgadas en un tendedero. Me metí la prenda en los pantalones y cogí la linterna con mano temblorosa.
Proyecté el rayo delante de mí, crucé la calle y, al llegar a la esquina, me encontré en un estrecho tramo de hierba. No me había equivocado. Una verja de hierro oxidado de unos dos metros de alto discurría por el borde de la finca y en su extremo más alejado árboles y matorrales formaban una densa maraña, una especie de selva que se interrumpía bruscamente, como controlada por la férrea barrera. Proyecté la luz hacia adelante tratando de escrutar entre los árboles, pero no logré distinguir hasta qué extremo se extendían ni lo que había tras ellos.
Mientras seguía la línea de la verja, las ramas salientes se inclinaban y levantaban a impulsos del viento y sus sombras bailaban en el pequeño y amarillo círculo de mi linterna. Las gotas de lluvia azotaban las hojas sobre mi cabeza y algunas se filtraban y me salpicaban en el rostro. El aguacero no se haría esperar. El descenso de la temperatura o el entorno hostil me hacían estremecer. Probablemente ambos. Me maldije por haber cogido el insecticida en lugar de una chaqueta.
Había avanzado tres cuartas partes de camino por la manzana cuando me encontré ante un brusco desnivel del terreno. A la luz de la linterna comprobé que se trataba de una especie de camino de entrada de servicio que conducía hacia un claro entre los árboles. En la verja, sendas puertas estaban sujetas por una cadena y un candado a juego. Aquel acceso no parecía haber sido usado recientemente. Las malas hierbas crecían entre la gravilla que cubría el camino y el límite de la basura que discurría a lo largo de la verja no estaba interrumpido en la entrada. Proyecté la luz hacia el acceso, pero apenas penetró entre la oscuridad: era como usar una cerilla para iluminar el firmamento.
Tardé una eternidad en avanzar otros cincuenta metros para llegar al final de la manzana. Al llegar a la esquina miré en torno. La calle que había seguido concluía en sendos desvíos a derecha e izquierda. Agucé la vista entre las sombras hasta el extremo más alejado del cruce, asimismo oscuro y solitario.
Distinguí una extensión asfaltada que discurría a lo largo de la manzana, rodeada por una cadena a modo de verja, y supuse que en otros tiempos debía de haber sido la zona de aparcamiento de alguna fábrica o almacén. El deteriorado complejo se hallaba iluminado por una sola bombilla que pendía de un improvisado arco en un poste telefónico. La bombilla estaba protegida por una pantalla metálica y difundía su iluminación unos seis metros. Por la desierta calzada se extendían los escombros y de vez en cuando se distinguía la silueta de una pequeña chabola o cobertizo de almacenaje.