Me detuve unos momentos a escuchar. Percibí el bramido del viento, las gotas de lluvia, un trueno distante y los latidos de mi corazón. La luz que cruzaba el camino aclaraba lo suficiente la oscuridad para permitirme distinguir mis temblorosas manos.
«¡Basta! -me dije a mí misma-. Sin esfuerzo nada se consigue.»
– Hum… ¡Bien dicho! -exclamé en voz alta.
Mi voz sonaba rara, sofocada, como si la noche absorbiera mis palabras antes de que llegasen a mis oídos.
Regresé a la verja. En el extremo de la manzana, describía un brusco giro a la izquierda, en sentido paralelo a la calle que acababa de alcanzar. Seguí su curso. A unos tres metros de distancia los postes metálicos concluían en un muro de piedra. Retrocedí y enfoqué la luz hacia allí. La pared era grisácea, de unos dos metros y medio de altura, y estaba coronada por un resalte de piedras que sobresalían quince centímetros lateralmente desde la fachada. Entre la oscuridad tan sólo distinguí que discurría a lo largo de la calle con un acceso hacia la mitad de la manzana que parecía constituir el frente de la propiedad.
Seguí a lo largo de la pared y advertí la presencia de papeles empapados, cristales rotos y contenedores de aluminio que se habían amontonado en su base. Sorteé una variedad de objetos que no me preocupé en identificar.
A los cincuenta metros la pared daba paso de nuevo a una reja metálica oxidada con una nueva verja, asegurada como la que se encontraba en el acceso lateral. Aproximé la linterna para inspeccionar la cadena y el candado y observé que los eslabones metálicos brillaban: aquella cadena parecía nueva.
Me guardé la linterna en el cinturón y tiré con fuerza de ella, pero resistió. Insistí con idéntico resultado. Retrocedí, recuperé la luz y paseé lentamente el foco arriba y abajo de las barras.
En aquel momento algo se aferró a mi pierna. Al sentirlo asido al tobillo dejé caer la linterna. Mentalmente creí ver unos ojos enrojecidos y dientes amarillos; tanteé con la mano y me encontré con una bolsa de plástico.
– ¡Mierda! -exclamé.
Mientras la desenredaba de mi pierna advertí que tenía la boca seca y las manos más temblorosas que antes. «¡He sido asaltada y maltratada por una bolsa de plástico!», me dije con sorna.
Solté la bolsa, que se alejó azotada por el viento, y la oí crujir mientras buscaba mi linterna a tientas en el suelo. Pero cuando la encontré se negó a funcionar. Al principio, nada; la golpeé contra la palma de mi mano, y la bombilla destelló pero luego se apagó. Nuevo golpecito y el foco persistió, aunque tembloroso e inseguro. Abrigué pocas esperanzas en un prolongado uso.
Vacilé un instante entre la oscuridad mientras consideraba qué hacer seguidamente. ¿Deseaba con sinceridad seguir adelante? En nombre de Dios, ¿qué me proponía conseguir? El mejor plan consistía en regresar a casa, darme un baño caliente y acostarme.
Cerré los ojos y traté de concentrarme en el sonido, esforzándome por filtrar cualquier rastro de presencia humana entre el estrépito de los elementos. Más tarde, en las múltiples ocasiones en que representaría aquella escena en mi mente, me preguntaría si no se me habría escapado algo. El crujido de neumáticos en la grava. El chirrido de una bisagra. El zumbido del motor de un coche. Tal vez yo estuviera algo desconcertada, tal vez contribuyera a ello la tormenta que se fraguaba, el caso es que no advertí nada.
Aspiré a fondo, erguí los hombros y traté de distinguir entre las sombras, más allá de la pared. En una ocasión, en Egipto, cuando me encontraba en una tumba del Valle de los Reyes, falló la luz. Recuerdo haber permanecido en aquel reducido espacio sumergida no sólo en la oscuridad sino en una absoluta ausencia de luz. Me había sentido como si el mundo se hubiera apagado. Mientras trataba de captar algo en el vacío que se encontraba tras la valla, recobré aquella sensación. ¿Qué contenía secretos más tenebrosos? ¿La tumba del faraón o la oscuridad reinante tras aquel muro? «La equis señalaba algo: algo que está ahí adentro. ¡Adelante!»
Retrocedí hasta la esquina y seguí junto a la verja hasta la entrada lateral. ¿Cómo abrir el candado? Cuando pasaba la luz por las barras metálicas en busca de una respuesta, un relámpago iluminó la escena como el flash de una cámara fotográfica. Percibí el ozono del aire y sentí un hormigueo en el cuero cabelludo y en las manos. Entre la breve explosión de luz distinguí un letrero a la derecha de las puertas. Cuando lo examiné a la luz de la linterna descubrí que se trataba de una pequeña placa metálica que colgaba de los barrotes. Aunque oxidada y ennegrecida, su mensaje era claro: Entrée interdite. Prohibida la entrada. Acerqué la luz y traté de descifrar las palabras impresas debajo. Se trataba de algo acerca de Montreal: algo parecido a «Archiduque». ¿Archiduque de Montreal? No creí que existiera ninguno.
Observé un diminuto círculo que aparecía bajo el escrito. Retiré suavemente un poco de óxido con la uña y comenzó a aparecer un emblema similar a un blasón o escudo de armas que me resultaba vagamente familiar.
De repente comprendí: allí decía Archidiócesis, Archidiócesis de Montreal. ¡Naturalmente! Se trataba de una propiedad eclesiástica, probablemente de un convento o monasterio abandonados de los que Quebec estaba atestado.
«Bien, Brennan, eres católica y, por consiguiente, en una propiedad eclesiástica te hallas protegida. A salvo de todo peligro.» ¿De dónde procedían aquellos clichés? Surgían con oleadas de adrenalina y se alternaban con estremecimientos de temor.
Metí la linterna en los pantalones, cogí la cadena con la mano diestra y así un oxidado fragmento de metal con la izquierda. Me disponía a tirar con fuerza pero no ofreció resistencia alguna. Eslabón tras eslabón la cadena se deslizó entre los barrotes y se enroscó en mi muñeca como una serpiente en una rama. Solté la verja y tiré de la cadena con las dos manos, pero no se desprendió por completo sino que se detuvo cuando el candado se atascó entre los barrotes. Lo contemplé incrédula: se había enganchado en el último eslabón pero los dientes estaban abiertos.
Desenganché el candado, pasé el resto de la cadena entre las barras y me quedé observándolos. El viento se había calmado durante mis manipulaciones, y reinaba un inquietante silencio que me hería los oídos.
Colgué la cadena en la puerta derecha y atraje la izquierda hacia mí. Los goznes chirriaron en el vacío dejado por el viento. Ningún otro sonido quebraba el silencio; ni ranas ni grillos ni el distante silbido de algún tren. Era como si el universo contuviera el aliento en espera de la próxima descarga de la tormenta.
La verja se movió dificultosamente, pasé por ella y la cerré a mis espaldas. Seguí el camino acompañada por el suave crujido de mis zapatillas sobre la grava mientras paseaba la luz desde la carretera a la densa arboleda de ambos lados. A unos diez metros me detuve y dirigí el foco hacia arriba. Las ramas, amenazadoramente inmóviles, se entrelazaban formando un arco sobre mi cabeza.
Allí estaba la iglesia y la aguja del campanario. ¡Magnífico! ¡Volvía a la infancia! Vibraba por causa de la tensión y rebosaba de energías como para repintar el Pentágono. Me dije que no debía divagar. Tenía que pensar en Claudel. ¡No, más concretamente en Gagnon, Trottier y Adkins!
Giré a mi derecha y paseé la luz hasta donde me fue posible, deteniéndome brevemente en cada árbol de los que bordeaban el camino en interminable hilera. Al repetir la maniobra a la izquierda me pareció distinguir un pequeño claro a unos diez metros.
Avancé en esa dirección sin desviar el foco de aquel punto. Lo que parecía un hueco, en realidad no lo era. La fila de árboles no se interrumpía, pero el lugar en cierto modo parecía distinto, alterado. Entonces descubrí lo que había atraído mi atención. No se trataba de los árboles sino de la maleza. La vegetación era allí escasa y desigual, y los matorrales se veían enclenques comparados con los más próximos. Como un claro que hubiera vuelto a crecer parcialmente.
Pensé que eran matas más jóvenes, más recientes. Proyecté la luz en todas direcciones. La reducida vegetación parecía extenderse en una franja estrecha, como un riachuelo que serpenteara entre los árboles o un sendero. Apreté con fuerza la linterna y seguí su recorrido. Al dar los primeros pasos estalló la tormenta.
La firme llovizna se convirtió en un repentino torrente, y los árboles se agitaron convulsivos como poseídos por todos los diablos. Los relámpagos se recortaban en el cielo y los truenos les respondían una y otra vez cual criaturas demoníacas que se persiguieran. Restallido luminoso: ¿dónde estás? Resonancia acústica: aquí. El viento había regresado con plena furia y empujaba la lluvia en diagonal.
El agua empapaba mis ropas, me aplastaba los cabellos en la cabeza, chorreaba por mi rostro, empañaba mi visión y revivía el escozor de la herida de mi mejilla. Me recogí los cabellos tras las orejas y me pasé la mano por los ojos. Con una punta de la camisa protegí la linterna para que el agua no se calase en su interior.
Seguí el sendero con los hombros encorvados, sin reparar en cuanto se hallaba más allá del palmo de diámetro iluminado por el foco amarillo que se proyectaba ante mí y que yo paseaba a uno y otro lado del camino a fin de explorar el bosque a ambos lados, como un perro sostenido por una correa que marchara husmeando e inspeccionando el terreno.
Lo descubrí a metro y medio aproximadamente. Al recordarlo comprendo que se produjo una repentina sinapsis, que en una milésima de segundo mi cerebro conectó la aportación visual del momento con una experiencia recientemente almacenada del pasado. En cierto nivel de conciencia comprendí lo que veía antes de que mi mente consciente elaborase la imagen.
A medida que me acercaba y el foco se centraba en mi hallazgo entre la oscuridad del entorno, volvió a mi mente el recuerdo y un amargo sabor me inundó la boca desde el estómago.
Bajo el fluctuante rayo de luz distinguí una bolsa de basura de plástico que asomaba entre la tierra y las hojas, con los extremos retorcidos y atados entre sí. El nudo surgía del suelo como un león marino que se asomase a respirar.
Observé que la lluvia descargaba sobre ella y la tierra circundante. El agua ametrallaba los bordes del superficial escondrijo, convertía la tierra en barro y lenta, pero persistentemente, exponía el agujero. Sentí que me temblaban las rodillas a medida que aquel bulto aparecía a la vista.
El resplandor de un relámpago me arrancó de mi abstracción. Corrí hacia la bolsa y me incliné a examinarla. Volví a guardar la linterna en los pantalones, la así por la atadura y tiré de ella, pero aún estaba demasiado hundida para ceder. Traté de deshacer el nudo, mas mis dedos mojados resbalaban por el húmedo plástico y no cedía. Me acerqué a olfatear por la abertura: tan sólo se percibía olor a barro y a plástico.