Practiqué un pequeño agujero en la bolsa con la uña y olí de nuevo. Aunque débil, el olor era inconfundible: el dulzón y fétido hedor a carne corrompida y huesos podridos. Debatiéndome entre huir o descargar mi furia, percibí el sonido de una rama al quebrarse y distinguí unos movimientos tras de mí. Cuando trataba de echarme a un lado, un relámpago descargó dentro de mi cabeza y me sumergió en aquella tumba faraónica.