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Capítulo 43

Ryan acudió a visitarme a casa el miércoles. La tierra había girado siete veces desde aquella noche pasada en el infierno y había tenido tiempo de elaborar una versión oficial para mí misma. Pero había agujeros que deseaba llenar.

– ¿Ha sido ya acusado Fortier?

– El lunes. Cinco cargos de primer grado.

– ¿Cinco?

– Pitre y Gautier probablemente no están relacionados.

– Dígame algo. ¿Cómo sabía Claudel que Fortier aparecería aquí?

– En realidad no lo sabía. Por sus preguntas acerca de la escuela comprendió que Tanguay no podía ser el culpable. Comprobó, descubrió que los alumnos entran a las ocho y salen a las tres y cuarto, y que Tanguay no había dejado de asistir a ninguna de su clases. No había faltado un solo día desde que comenzó ni habían sido fiestas escolares los días que usted le hizo comprobar. Asimismo se enteró de lo sucedido con el guante.

»Comprendió que usted se hallaba en peligro y se apresuró a venir a su casa para vigilar hasta que llegara una brigada a montar guardia. Llegó en el mismo instante en que se apagaba la luz. Intentó telefonear y comprobó que también estaba interrumpida la línea; saltó por la verja del jardín y encontró que las puertas ventanas no tenían pasado el cerrojo. Ustedes dos estaban demasiado ocupados con su danza para oírlo. Hubiera roto el cristal, pero usted debía de haber abierto el pestillo cuando trató de huir.

Claudel: de nuevo mi rescatador.

– ¿Ha aparecido algo nuevo?

– Encontraron una bolsa deportiva en el coche de Fortier con tres cadenas para el cuello, unos cuchillos de caza, una caja de guantes quirúrgicos y un traje de calle.

Yo hacía mi equipaje mientras él hablaba apoyado en los pies de mi cama.

– Su equipo.

– Sí. Estoy seguro de que el guante de la rue Berger y el de Gabby coincidirán con la caja que llevaba en su coche.

Lo imaginé aquella noche, vestido como Spiderman, las manos enguantadas con los nudillos blancos en la oscuridad.

– Siempre vestía el traje de ciclista y llevaba los guantes puestos cuando salía a actuar. Incluso en Berger. Por ello siempre nos quedábamos con las manos vacías: sin cabellos, sin fibras, sin pruebas.

– Ni rastro de esperma.

– ¡Ah, sí! ¡También llevaba una caja de condones!

– Perfecto.

Fui al armario en busca de mis viejas zapatillas de lona y las metí en la bolsa.

– ¿Por qué lo hacía?

– Dudo que lleguemos a saberlo. Al parecer su abuela lo obligó a purificarse centenares de veces.

– ¿Qué quiere decir?

– Era una persona dura y fanática.

– ¿Acerca de qué?

– Del sexo y de Dios. Y no necesariamente en tal orden.

– ¿Por ejemplo?

– Sometía a Leo a un enema y lo arrastraba a la iglesia cada mañana para limpiar su cuerpo y su alma.

– Misa diaria y protocolo de limpieza.

– Una vecina recuerda una ocasión en que el niño jugaba por el suelo con el perro de la casa. La vieja casi sufrió un ataque porque el Schnauzer tuvo una erección. Dos días después el animal apareció muerto por ingestión de veneno de ratas.

– ¿Se enteró Fortier?

– No habla de ello. Sólo alude a una ocasión en que tenía siete años y ella lo descubrió masturbándose. La abuela le ató las muñecas a las de ella y lo llevó a rastras durante tres días. Se pone frenético cuando se mencionan las manos.

Hice una pausa mientras doblaba un suéter.

– Manos.

– Sí.

– Y eso no es todo. También había un tío, un sacerdote que se había visto obligado a jubilarse anticipadamente. El hombre andaba por la casa con bata y es probable que abusara del niño. Es otro tópico sobre el que no pronuncia palabra. Estamos haciendo averiguaciones.

– ¿Dónde se encuentra ahora la abuela?

– Falleció. Poco antes de que él asesinara a Damas.

– ¿Cómo?

– Quién sabe.

Comencé a escoger los trajes de baño, pero renuncié y los metí todos en la bolsa.

– ¿Qué hay de Tanguay?

Ryan sacudió la cabeza y suspiró profundamente.

– Al parecer se trata de otro ciudadano con graves dificultades para enfrentarse al sexo.

Dejé de escoger calcetines y lo miré.

– Es como un pastel de frutas, pero probablemente inofensivo.

– ¿Qué quiere decir? -pregunté.

– Era profesor de biología. Recogía a los animales accidentados, hervía sus cadáveres y montaba los esqueletos. Preparaba una colección para su clase.

– ¿Y las garras?

– Las secaba para formar una colección de garras de vertebrados.

– ¿Mató a Alma?

– Alega haberla encontrado muerta en la calle cerca de UQAM y habérsela llevado a su casa, para su colección. Acababa de descuartizarla, cuando leyó el artículo de la Gazette. Entonces se asustó, la metió en una bolsa y la abandonó en la estación del autobús. Probablemente nunca sabremos cómo consiguió salir el animal del laboratorio.

– Tanguay es el cliente de Julie, ¿verdad?

– El mismo. Se excita contratando una prostituta para que vista el camisón de mamá. Y…

Se interrumpió vacilante.

– ¿Qué?

– ¿Está preparada para esto? Tanguay era también el hombre de los maniquíes.

– ¡No! ¿El asaltante de los dormitorios?

– Eso es. Por ello se le pusieron los testículos por corbata cuando comenzamos a interrogarlo. Creía que lo acusábamos de ello. El pobre imbécil acabó confesándolo por sí solo. Al parecer cuando no podía arreglárselas en la calle utilizaba el plan B.

– Irrumpir en una casa y atizar a un pijama relleno.

– Sin duda algo mejor que jugar a bolos.

Aún había algo que me seguía molestando.

– ¿Y las llamadas telefónicas?

– Plan C. Telefonear a una mujer y colgar le estimulaba los genitales. Característica típica de los voyeurs. Tenía una lista de números.

– ¿Han podido descubrir cómo consiguió el mío?

– Probablemente se lo cogió a Gabby: la asediaba a ella.

– ¿Y el dibujo que encontré en mi papelera?

– Obra de Tanguay. Es aficionado al arte aborigen. Era una copia de algo que había visto en un libro. Se lo entregó a Gabby. Quería pedirle que no lo excluyera del proyecto.

Miré a Ryan.

– Muy irónico. Ella creía que tenía un perseguidor y en realidad eran dos.

Sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas. Se formaba la cicatriz sentimental, pero aún en estado embriónico. Me costaría bastante tiempo poder pensar en ella.

Ryan se levantó y se estiró.

– ¿Dónde está Katy? -preguntó cambiando de tema.

– Ha ido a comprar loción solar.

Tiré de los cordones de la bolsa y la dejé caer en el suelo.

– ¿Cómo lo lleva?

– Al parecer, bien. Me cuida como una enfermera particular.

Me rasqué de modo inconsciente los puntos del cuello.

– Pero acaso la preocupe más de lo que deja entrever. Sabe que existe violencia, pero la que aparece en las noticias televisivas, en el sur de Los Ángeles, en Tel Aviv y en Sarajevo. Son cosas que suceden siempre a otras personas. Pete y yo le hemos ocultado intencionadamente mis actividades. Ahora son algo real, íntimo y personal. Ha trastornado su mundo, pero lo superará.

– ¿Y usted?

– Estoy muy bien, de verdad.

Permanecimos en silencio y nos examinamos mutuamente. Luego él cogió su chaqueta y se la echó en el brazo.

– ¿Se van a la playa?

No resultaba muy convincente su afectada indiferencia.

– A todas cuantas podamos encontrar. Lo hemos apodado «La gran búsqueda de la arena y el surf». Primero Ogonquit, luego una vuelta por la costa. Cabo Cod, Rehobeth, Cabo May, playas de Virginia. Nuestro único propósito definido es estar en Nags Head el 15.

Pete lo había dispuesto así: se proponía encontrarse allí.

Ryan me puso la mano en el hombro. Sus ojos expresaban algo más que un interés profesional.

– ¿Volverá con nosotros?

Me lo había estado preguntando a mí misma toda la semana. ¿Lo haría? ¿Volver a qué? ¿Al trabajo? ¿Podría volver a pasar por todo aquello de nuevo y encontrarme con otro psicópata retorcido? ¿Regresar a Quebec? ¿Soportaría que Claudel me hiciera picadillo y me sometiera a alguna junta disciplinaria? ¿Y qué sucedía con mi matrimonio? Aquello no tenía nada que ver con Quebec. ¿Qué haría con Pete? ¿Qué sentiría al verlo?

Tan sólo había tomado una decisión: no pensar en ello de momento. Me había prometido dejar a un lado el incierto porvenir y disfrutar despreocupadamente de mi tiempo libre con Katy.

– Desde luego -respondí-. Tendré que concluir mis informes y luego declarar.

– Sí.

Se produjo un tenso silencio. Ambos sabíamos que no era aquélla la respuesta esperada.

Ryan se aclaró la garganta y sacó algo del bolsillo de su chaqueta.

– Claudel me pidió que le entregara esto.

Me tendía un sobre marrón con las siglas del CUM en la esquina superior izquierda.

– Estupendo.

Me lo metí en el bolsillo y lo acompañé a la puerta. Lo vería más tarde.

– Ryan.

El hombre se volvió.

– ¿Puede usted hacer esto día tras día, año tras año y no perder la fe en la especie humana?

No respondió en seguida. Pareció centrarse en un punto del espacio que había entre nosotros; luego fijó su mirada en la mía.

– De vez en cuando la especie humana engendra depredadores que se alimentan de aquellos que los rodean. Pero no pertenecen a la especie: son mutaciones de ella. A mi parecer, esos monstruos no tienen derecho a respirar el oxígeno de la atmósfera. Pero están ahí, por lo que contribuyo a enjaularlos y a meterlos donde no puedan dañar a los otros. Consigo que la vida sea más segura para la gente que se levanta, acude al trabajo cada día, cría a sus hijos, cultiva sus tomates o cuida sus peces tropicales y ve los partidos de fútbol los domingos. Ésa es la especie humana.

Lo vi marcharse y de nuevo admiré el modo en que llenaba su pantalón. Y también su cerebro. Tal vez, me dije sonriente. Tal vez Dios lo quisiera.

Al anochecer Katy y yo salimos a tomar un helado y luego subimos a la montaña. Sentada en mi punto de observación preferido distinguía todo el valle. Recortado por el San Lorenzo como una negra línea en la distancia, el rutilante panorama de Montreal se extendía desde sus márgenes.

Desde mi observatorio, como un pasajero en la Montaña Rusa, contemplaba el paisaje. Pero el trayecto por fin había acabado. Tal vez me encontraba allí para despedirme.

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