En esta ocasión Claudel se limitó a mirarme. Apretó el entrecejo con los dedos y prosiguió:
– Salvo en el caso de la muchacha y de la abuela, en realidad hasta aquel punto Fortier sólo había hecho mucho ruido. Pero al asesinar a Grace Damas descubrió un placer especial que lo hizo pasar a hechos mayores. Fue en aquel momento cuando alquiló su primer escondrijo. El de la rue Berger fue el último.
– No quería compartir su afición con su mujer -dijo Ryan.
– ¿De dónde obtenía el dinero para el alquiler si sólo trabajaba media jornada?
– Su mujer trabaja. Probablemente se lo sacaba contándole alguna mentira. O quizá tenía otra afición que aún desconozcamos. Seguro que no tardaremos en descubrirla.
Claudel reanudó su exposición con expresión ausente.
– Un año después comenzó a perseguir en serio, de manera sistemática. Usted no se equivocaba en cuanto al metro. Se aficionó al número seis. Comenzó viajando seis paradas y luego seguía a una mujer que se adecuara a su prototipo. Su primera elección recayó en Francine Morisette-Champoux. Nuestro hombre coge el metro en Berri-UQAM, se apea en Georges Vanier y la sigue hasta casa. La acosa durante varias semanas y por fin se decide a actuar.
Recordé las palabras de la mujer y sentí una oleada de ira. Deseaba sentirse segura, intocable en su hogar: la habitual fantasía femenina. La voz de Claudel me devolvió a la realidad.
– Pero el acecho continuado es demasiado arriesgado, algo incontrolado para él, por lo que se le ocurre la idea de utilizar los anuncios de ventas de fincas inmobiliarias al ver uno en casa de Morisette-Champoux. Es el acceso perfecto.
– ¿Y Trottier? -Me sentía enferma.
– En esa ocasión utilizó la línea verde, se apeó en su sexta parada y salió en Atwater. Estuvo dando vueltas hasta que localizó un letrero. El piso de su padre. Observa, se toma su tiempo, ve entrar y salir a Chantale. Dice que distinguió el letrero del Sacre Coeur en su uniforme y que incluso fue a la escuela algunos días. Luego se produjo la emboscada.
– Por entonces también había encontrado un lugar más seguro donde asesinar -intervino Ryan.
– El monasterio: perfecto. ¿Cómo accedió Chantale a seguirlo?
– Un día aguarda hasta que sabe que está sola, llama a la puerta y le dice que desea ver la casa. Se presenta como un comprador potencial. Pero ella no lo deja entrar. Al cabo de unos días la aborda cuando sale de la escuela. ¡Qué coincidencia! Pretende haberse citado con su padre y no haber encontrado a nadie en la casa. Chantale sabe cuánto desea vender el viejo, por lo que accede a ir con él. El resto ya lo sabemos.
El tubo fluorescente que tenía sobre mi cabeza emitía un suave zumbido. Claudel prosiguió:
– Fortier no desea arriesgarse a enterrar otro cadáver en los jardines del monasterio, por lo que la conduce hasta St. Jerome. Pero tampoco le agrada aquel lugar: es demasiado largo el trayecto en coche. ¿Y si alguien lo detiene? Ha visto el seminario y recuerda la llave. En la siguiente ocasión lo hará mejor aun.
– Gagnon.
– Curva de aprendizaje.
– Voilá.
En aquel momento apareció la enfermera, una versión más joven y dulce de mi cuidadora diaria. Leyó mi gráfico, me tocó la cabeza y me tomó el pulso. Por vez primera advertí que me habían quitado el suero intravenoso del brazo.
– ¿Se cansa?
– Estoy perfectamente.
– Si es necesario le administraremos otro calmante.
– Veremos si es necesario -respondí.
Se marchó con una sonrisa.
– ¿Y qué hay acerca de Adkins?
– Cuando habla de ella se muestra muy agitado -dijo Ryan-. Se cierra en banda. Es como si estuviera orgulloso de las demás, pero que sus sentimientos difirieran en cuanto a ella.
Por el pasillo pasó un carrito de medicina, con sus ruedas de caucho deslizándose en silencio sobre el embaldosado.
¿Acaso Adkins no se ceñía al prototipo?
Una voz mecánica instó a alguien a marcar el 237.
¿Por qué tan complicado?
Las puertas del ascensor se abrieron y el montacargas se cerró.
– Piense en ello -dije-. Él tiene su escondrijo en la rue Berger. El sistema funciona. Encuentra a sus víctimas en el metro y en los letreros «en venta», y luego las sigue hasta que llega el momento. También cuenta con un lugar seguro donde sacrificarlas y otro no menos seguro donde ocultar los cadáveres. Tal vez todo funciona demasiado bien. Tal vez ya no existe emoción, por lo que tiene que aumentar los riesgos. Y decide volver a introducirse en los hogares de las víctimas como había hecho con Morisette-Champoux.
Recordé las fotos. El descompuesto chándal. El rojo charco de sangre que rodeaba el cadáver.
– Pero se vuelve chapucero. Sabemos que llamó previamente para concertar una entrevista con Margaret Adkins. No contaba con que el marido telefoneara durante la visita. Tiene que matarla rápidamente, despedazarla en seguida, mutilarla con algo que tenga a mano. Se marcha, escapa, pero ha tenido que precipitarse: no ha dominado la situación.
La estatua, el seno mutilado.
Ryan asintió.
– Tiene sentido -proseguí-. El asesinato sólo es el acto final en su fantasía de control. Puedo matarte o dejarte vivir. Puedo ocultar tu cuerpo o exhibirlo. Puedo privarte de tu género mutilando tus senos o tu vagina. Puedo dejarte indefensa cortándote las manos. Pero de pronto llama el marido y hace tambalearse toda su fantasiosa satisfacción.
– Lo obliga a actuar con precipitación -intervino Ryan.
– Hasta Adkins nunca había utilizado objetos robados. Tal vez usó su tarjeta de crédito después para reafirmar su control.
– O acaso se encontrara con problemas financieros, necesitaba hacer algún gasto extraordinario y carecía de poder adquisitivo -dijo Claudel.
– Es extraño. No se reserva nada acerca de las otras, pero se convierte en un pozo cerrado cuando se refiere a Adkins -observó Ryan.
Permanecimos un rato en silencio.
– ¿Y Pitre y Gautier? -inquirí evitando lo que realmente tenía que saber.
– Pretende que no ha tenido nada que ver.
Ryan y Claudel intercambiaban palabras que yo no escuchaba. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, una pregunta que se iba conformando. Se fundió, persistió su fuego y luego se deslizó por lo labios transformándose en palabras.
– ¿Y Gabby?
Claudel bajó los ojos.
Ryan se aclaró la garganta.
– Ha tenido usted un…
– ¿Y Gabby? -repetí con los ojos henchidos de lágrimas.
Ryan asintió.
– ¿Por qué?
Nadie respondió.
– Fue por mí, ¿verdad? -Me esforzaba por mantener tranquila la voz.
– Ese condenado está loco -dijo Ryan-. Está obsesionado por el control. Apenas mencionó su infancia, pero se expresó con tanta rabia acerca de su abuela que nos rechinaban los dientes al salir de la habitación. Le atribuye todos sus problemas. Insiste en que arruinó su vida. Según tenemos entendido era muy dominante y fanáticamente religiosa. Los sentimientos de impotencia de Leo probablemente proceden de lo que sucediera entre ellos.
– Significa que era un verdadero perdedor con las mujeres y culpa de ello a la anciana -añadió Claudel.
– ¿Qué tiene eso que ver con Gabby?
Ryan parecía reacio a continuar.
– Al principio conseguía una sensación de control mirando. Podía observar a sus víctimas, seguirlas, enterarse de cuanto les concernía, y ellas ni siquiera eran conscientes de su presencia. Tenía sus agendas y recortes y elaboraba mentalmente un espectáculo fantástico. Por añadidura, no existía ningún riesgo de rechazo. Pero más adelante ello no le bastó. Mató a Damas, descubrió que disfrutaba con ello y decidió ir más adelante. Y comenzó a secuestrar y asesinar a sus víctimas. El control definitivo: vida y muerte. Domina la situación y es imparable.
Fijé mis ojos en sus azules iris.
– Entonces aparece usted y desentierra a Isabelle Gagnon.
– Soy una amenaza -dije previendo lo que seguiría.
– Su perfecto modus operandi está en peligro, se siente amenazado. Y la causa es la doctora Brennan. Usted puede derrumbar el fantástico mundo del que es supremo actor.
Revisé mentalmente los acontecimientos de las últimas seis semanas.
– Desenterré e identifiqué a Isabelle Gagnon a comienzos de junio. Tres semanas después Fortier mató a Margaret Adkins, y al día siguiente nos introdujimos en la rue Berger. Tres días más tarde encontré el esqueleto de Grace Damas.
– Eso es.
– Y ello lo enfurece.
– Exactamente. La caza es su sistema de exteriorizar su ira hacia las mujeres…
– O su odio hacia la abuela -intervino Claudel.
– Tal vez. De todos modos entiende que usted lo obstaculiza.
– Y soy una mujer.
Ryan buscó un cigarrillo pero renunció al recordar dónde estaba.
– Y asimismo comete un error. Adkins fue un caso chapucero. Utilizar su tarjeta le costó muy caro.
– Por lo que necesita inculpar a alguien -acoté.
– El tipo no puede admitir que lo están acorralando. Y en modo alguno aceptará que una mujer lo pueda descubrir.
– ¿Pero por qué Gabby? ¿Por qué no yo?
– ¿Quién sabe? ¿Oportunidad? ¿Coincidencia? Quizás ella apareció antes que usted.
– No lo creo -respondí-. Es evidente que me estaba acechando desde hacía algún tiempo. ¿Acaso no puso el cráneo en mi jardín?
Señales de asentimiento.
– Podría haber esperado y luego capturarme como hizo con las demás.
– Es un jodido enfermo -dijo Claudel.
– Gabby no era como las demás, no fue la muerte de una desconocida escogida al azar. Fortier sabía dónde vivía yo, sabía que se alojaba conmigo.
Hablaba más para mí que con Ryan o Claudel. Un aneurisma emocional formado durante las últimas seis semanas y controlado por una fuerte voluntad amenazaba con estallar.
– Lo hizo adrede. El maldito psicópata deseaba hacérmelo saber. Era un mensaje, como el cráneo.
Elevaba mi tono de voz sin poder evitarlo. Recordé el sobre en mi puerta, un óvalo de ladrillos, el rostro hinchado de Gabby con sus pequeños ídolos de plata. Una foto de mi hija.
El pequeño mundo de mi globo emocional estalló, y semanas de dolor reprimido y tensiones se precipitaron por el pinchazo.
– ¡No, no! -grité, arañada la garganta por el dolor-. ¡Maldito hijo de perra!
Ryan cruzó unas breves palabras con Claudel, noté que me sujetaba los brazos, y apareció la enfermera, que me inyectó algo. A continuación perdí el sentido.