Gabby me llamaba por el altavoz. Yo llevaba una maleta enorme y no podía manejarla por el pasillo del avión. Los restantes pasajeros estaban molestos, pero nadie me ayudaba. Katy se asomaba a observarme desde la fila delantera de primera clase. Lucía el vestido de seda que habíamos escogido para su graduación en el instituto, de color verde musgo. Aunque más tarde me confesó que no le gustaba, que lamentaba tal elección y que hubiera preferido el estampado con flores. ¿Por qué lo llevaba entonces? ¿Por qué Gabby estaba en el aeropuerto cuando debería encontrarse en la universidad? Sus palabras por el altavoz eran cada vez más sonoras y estridentes.
Me incorporé en el lecho. Eran las siete y veinte de la mañana del lunes. La luz iluminaba los bordes de la persiana sin apenas infiltrarse en la habitación.
Seguía oyendo la voz de Gabby.
– … pero sabía que más tarde no iba a encontrarte. Supongo que eres más madrugadora de lo que pensaba. De todos modos, acerca de…
Descolgué el teléfono.
– ¡Hola! -saludé.
Me esforcé por parecer menos aturdida de lo que me sentía. La voz se interrumpió en mitad de una frase.
– ¿Eres tú, Tempe?
Asentí.
– ¿Te he despertado?
– Sí.
Aún no estaba preparada para respuestas ingeniosas.
– Lo siento. ¿Quieres que te llame más tarde?
– ¡No, no! ¡Estoy levantada!
Me resistí a añadirle que me había levantado para responder al teléfono.
– Vuelve a la cama, pequeña. Es temprano y la mañana, cálida. Escucha, se trata de esta noche. ¿Qué te parece si…?
Un chirrido estrepitoso interrumpió sus palabras.
– No cuelgues. Debo de haber dejado el contestador en marcha.
Dejé el aparato y salí al salón. La luz roja destellaba. Descolgué el auricular portátil, regresé al dormitorio y colgué el teléfono de la habitación.
– Ya está.
Por entonces estaba completamente despierta y ansiaba tomarme un café. Fui a la cocina.
– Te llamaba para ponernos de acuerdo acerca de esta noche.
Parecía enojada y no podía censurarla. Trataba de concluir una frase desde hacía cinco minutos.
– Lo siento, Gabby. He pasado todo el fin de semana leyendo la tesis de un alumno y anoche me acosté muy tarde. Dormía profundamente y ni siquiera oí el timbre del teléfono.
Aquello sonaba extraño, incluso para mí.
– ¿De qué se trata?
– De esta noche. ¿Podemos salir a las siete y media en lugar de las siete? El proyecto me ha puesto tan nerviosa como una jaula de grillos.
– Desde luego. No hay inconveniente. Tal vez también sea preferible para mí.
Apoyé el aparato en el hombro, saqué el bote de café del armario y eché tres cucharadas al molinillo.
– ¿Quieres que te recoja? -me preguntó.
– Como gustes. Si lo prefieres, conduciré yo. ¿Adonde iremos?
Pensé en moler café, pero decidí esperar. Ella ya parecía algo susceptible.
Silencio. La imaginaba jugando con el aro de la nariz mientras pensaba en ello. O quizás en esta ocasión se tratara de un tachón. Al principio me había molestado y había tenido dificultades para concentrarme en las conversaciones que sostenía con Gabby. Acababa centrándome en el aro y me preguntaba cuánto debía doler agujerearse la nariz. Pero, a la sazón, ya no reparaba en ello.
– Me gustaría pasar una noche agradable -dijo-.¿Qué te parece algún lugar en el que podamos cenar al aire libre? ¿Por Prince Arthur o Saint Denis, por ejemplo?
– Estupendo -respondí-. Entonces no tienes por qué venir a casa. Estaré ahí sobre las siete y media. Piensa en algún lugar nuevo. Me agradaría probar algo exótico.
Aunque aquello podía ser arriesgado con Gabby, constituía nuestra habitual rutina. Puesto que conocía la ciudad mucho mejor que yo, la elección de restaurantes solía recaer en ella.
– De acuerdo. Á plus tard.
– Á plus tard -respondí.
Estaba sorprendida y algo aliviada. Por lo general ella solía quedarse largo tiempo al teléfono. Con frecuencia tenía que imaginar pretextos para evadirme.
El teléfono siempre había sido un cordón umbilical para Gabby y para mí. Yo la relacionaba con aquel aparato más que a nadie. Las pautas se instauraron al comienzo de nuestra amistad. Nuestras conversaciones de estudiantes universitarias constituían un extraño alivio de la melancolía que me envolvía aquellos años. Cuando mi hija Katy por fin estaba alimentada, bañada y en su cuna, Gabby y yo pasábamos largas horas en la línea y compartíamos excitadas nuestras impresiones sobre algún libro recién descubierto o hacíamos comentarios sobre nuestras clases, profesores y compañeros de estudios, de todo y de nada en particular. Era la única frivolidad que nos permitíamos en una época nada frivola de nuestras vidas.
Aunque ahora cada vez hablamos con menos frecuencia, aquella norma apenas se ha alterado en el curso de las décadas. Juntas o separadas, estamos siempre mutuamente disponibles para los altibajos de la compañera. Fue Gabby quien me llamó durante los días de mi rehabilitación alcohólica, cuando la necesidad de beber influía en mis horas de vigilia y me conducía hasta la noche temblando y sudorosa. Es a mí a quien ella recurre, estimulada y optimista, cuando el amor entra en su vida; solitaria y desesperada cuando, de nuevo, se aleja.
En cuanto el café estuvo preparado me lo llevé a la mesa de cristal del comedor. Los recuerdos de Gabby se reproducían en mi mente. Siempre sonreía al pensar en ella. Gabby en el seminario de graduación; Gabby en la universidad; Gabby en las excavaciones, con un pañuelo rojo torcido, agitada su rizada melena teñida de castaño rojizo mientras rascaba la tierra con su paleta. Cuando alcanzó el metro ochenta y dos comprendió claramente que nunca sería una belleza convencional y no se esforzó por adelgazar, broncearse ni depilarse piernas ni axilas.
Gabby era Gabby. Gabrielle Macaulay, de TroisRiviéres, en Quebec, de madre francesa y padre inglés.
En la universidad estuvimos muy unidas. Ella odiaba la antropología física y sufría en las clases por mí preferidas. Yo sentía lo mismo por sus seminarios de etnología. Cuando nos marchamos del noroeste yo fui a Carolina del Norte y ella regresó a Quebec. Durante aquellos años apenas nos vimos, pero el teléfono nos mantuvo unidas. Principalmente gracias a ella me ofrecieron un puesto de profesora tutora en McGill en 1990. Durante aquel año había comenzado a trabajar en el laboratorio a tiempo parcial y continué con aquel sistema tras regresar a Carolina del Norte, trasladándome a Canadá cada seis semanas, según dictaba el número de casos. Aquel año había pedido la excedencia de la universidad Charlotte, de Carolina del Norte, y me había instalado de modo permanente en Montreal. Había echado de menos la compañía de Gabby y disfrutaba al renovar nuestra amistad.
La luz destellante del contestador automático atrajo mi atención. Debía de haberse recibido otra llamada antes de la de mi amiga. Lo había preparado para que funcionara al cuarto timbrazo a menos que la cinta ya estuviera en marcha, en cuyo caso lo recogería tras el primero. Me preguntaba cómo podía haber permanecido dormida mientras sonaban cuatro timbrazos y se grababa una llamada y me acerqué a pulsar el botón. La cinta se rebobinó, se detuvo y se puso de nuevo en marcha. Tras un breve silencio sonó un clic seguido de un breve pitido y luego se oyó la voz de Gabby. Sin duda habrían colgado. Bien. Rebobiné de nuevo la cinta y me vestí para ir a trabajar.
El laboratorio médico legal se encuentra en el edificio conocido como el PPQ o SQ, según preferencias lingüísticas. Para los anglófonos, es la Policía Provincial de Quebec; para los francófonos, la Sûreté du Quebec. El Laboratorio de Medicina Legal, similar a un consultorio de reconocimiento médico estadounidense, comparte la quinta planta con el Laboratoire de Sciences Judiciaires, el laboratorio central del crimen para la provincia, y junto con él constituyen una unidad conocida como la Direction de L'Expertise Judiciaire: DEJ. Existe una cárcel en la cuarta planta, que corona otras tres del edificio. El depósito y las salas de autopsia se encuentran en el sótano. En cuanto a las ocho plantas restantes, las ocupa la policía provincial.
Esta disposición tiene sus ventajas: estamos todos juntos. Si necesito una opinión sobre fibras, un informe o una muestra de tierra, me basta con recorrer el pasillo que me lleva directamente al experto. Pero también cuenta con desventajas porque somos fácilmente accesibles. A cualquier investigador de la SQ o agente municipal que desee tramitar papeleo o necesite pruebas, le basta con coger el ascensor hasta nuestros despachos.
Como ejemplo, aquella mañana. Cuando llegué, Claudel ya me esperaba en la puerta de mi despacho. Llevaba un sobrecito de color marrón con cuyo borde se daba impacientes golpecitos en la palma de la mano. Decir que parecía agitado sería como opinar que Gandhi se veía hambriento.
– Tengo el historial dental -dijo a modo de saludo.
Y agitó el sobre como un presentador de los premios de la Academia.
– Lo recogí yo mismo.
Leyó el nombre que figuraba allí anotado:
– Doctor Nguyen. Tiene un consultorio en Rosemont. Hubiera llegado antes, pero su secretaria es una verdadera cretina.
– ¿Quiere un café? -le pregunté.
Aunque no conocía a la secretaria del doctor Nguyen, sentí simpatía hacia ella. Comprendía que no habría tenido una buena mañana.
El hombre abrió la boca, ignoro si para aceptar o rechazar mi oferta. En aquel momento asomaba por la esquina Marc Bergeron. Sin parecer advertir nuestra presencia pasó junto a la sucesión de puertas de despacho de un negro brillante y se detuvo en una anterior a la mía. Dobló la rodilla para apoyar la cartera en su muslo de un modo que me recordó al operario de la grúa de Karate Kid y, así preparado, abrió la cartera, rebuscó entre su contenido y extrajo un llavero.
– ¡Marc! -lo llamé.
Se sobresaltó, cerró de golpe la cartera y la volvió hacia abajo en un solo movimiento.
– Bien fait -dije mientras contenía una sonrisa.
– Merci.
Nos miró a Claudel y a mí con la cartera en la mano izquierda y las llaves en la diestra.
Según todos los criterios el aspecto de Marc Bergeron era peculiar. Rondaba la sesentena, era alto y huesudo, andaba algo encorvado e inclinaba el pecho como si estuviera perpetuamente dispuesto a encajar un puñetazo en el estómago. Sus cabellos comenzaban en la mitad de la cabeza y estallaban en una corona ensortijada blanca, con lo que alcanzaba una estatura superior al metro ochenta y seis. Los cristales de sus gafas con montura metálica siempre estaban grasientos y moteados de polvo, y solía bizquear como si leyera la letra menuda de una póliza de seguros. Parecía más bien una creación de Tim Burton que un dentista forense.