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«Ayúdame a componer la música de la noche…»

– Tengo que irme, J. S.

– Prométeme que harás lo que te digo, Tempe. Es una posibilidad remota, pero ese gusano de Gabby puede ser el psicópata que se refugiaba en la rue Berger y podría ser asimismo el asesino que buscas. De ser así, estás en peligro. Obstruyes su camino y constituyes una amenaza para él. Tenía tu foto y pudo ser él quien dejó el cráneo de Grace Damas en tu jardín. Sabe quién eres y dónde estás.

Ya no escuchaba a J. S. Estaba actuando mentalmente.

Tardé media hora en cruzar el centro de la ciudad, llegar al Main y situarme en mi lugar habitual de la callejuela. Mientras pasaba sobre las piernas extendidas de un borracho derrumbado contra una pared, que balanceaba la cabeza al ritmo de la apagada música que llegaba a través de la pared, el hombre sonrió, levantó una mano y me hizo señas con un dedo mientras extendía la otra palma hacia mí.

Busqué en el bolsillo y le di una moneda. Tal vez vigilara mi coche.

El Main era una mezcla heterogénea de visitantes nocturnos entre los que pugné por abrirme camino. Mendigos, prostitutas, drogadictos, turistas, contables y vendedores proliferaban agrupados en ruidosa y despreocupada algazara. Para algunos era un ruidoso juego; para otros, una triste realidad. Bienvenidos al hotel St. Laurent.

A diferencia de mi última visita, en aquella ocasión tenía un plan. Me dirigí hacia Ste. Catherine en la confianza de encontrar a Jewel Tambeaux. No era tan fácil. Aunque ante el hotel Granada se hallaba reunido el grupo habitual, Jewel no formaba parte de él.

Crucé la calle y examiné a las mujeres. Ninguna parecía prestarme atención. Lo consideré una buena señal. ¿Qué hacer pues? Desde mi última visita social a aquellas damas sabía con bastante certeza lo que no debía hacer. Sin embargo, ello no me iluminaba acerca de lo que debía hacer.

Tenía una norma que me había sido muy útil toda la vida: «Cuando dudes, no actúes. Si no estás segura, no lo compres, no hagas comentarios, no te comprometas: quédate inmóvil.» Con frecuencia he tenido que lamentar desviarme de esta máxima: el vestido rojo con chorreras, la promesa de discutir el Creacionismo, la carta escrita en un arrebato y enviada al rector. En esta ocasión me atuve a mi política.

Encontré un bloque de cemento, aparté cristales rotos y me senté con las rodillas apretadas y sin perder de vista el Granada. Y aguardé incansable.

Durante un rato me intrigó el culebrón que se desarrollaba alrededor de mí. Cómo se transforma el Main. Llegó y pasó la medianoche, luego la una y las dos. El guión desplegó su argumento de seducción y explotación. Mis hijas heridas. El joven y el desesperado. Realizaba juegos mentales creando toda clase de títulos ingeniosos.

Hacia las tres, redactar guiones ya no tenía interés para mí. Estaba cansada, desanimada y aburrida. Me constaba que la vigilancia no era atractiva, pero no estaba preparada para lo fastidiosa que resultaba. Había tomado suficiente café para llenar un acuario, preparado mentalmente listas interminables, elaborado varias cartas que nunca escribiría y jugado a «inventar la historia de la vida» de gran número de ciudadanos de Quebec. Prostitutas y fulanos habían llegado y se habían ido, pero Jewel Tambeaux seguía sin aparecer.

Me levanté e hice flexiones hacia atrás. Pensé en frotarme el insensible trasero, pero me abstuve de ello. La próxima vez nada de cemento, ni hablar de sentarme toda la noche esperando a una prostituta que podía encontrarse en Saskatoon.

Cuando me disponía a regresar a mi coche apareció por la esquina un Pontiac blanco y de él surgió una cabellera anaranjada seguida de un rostro y una blusa familiares.

Jewel Tambeaux cerró de un portazo y luego se asomó por la ventanilla del pasajero para decirle algo al conductor. Al cabo de unos momentos el coche se largó, y Jewel se reunió con dos mujeres que estaban sentadas en la escalera del hotel. A la intermitente luz del neón parecían un trío de amas de casa que charlaran en el umbral de una casa de vecinos, y sus risas resonaban en el preludio del amanecer. Al cabo de unos momentos Jewel se levantó, se ajustó su minifalda de licra y se alejó del edificio.

El Main se relajaba, los buscones desaparecían y surgían los buscadores de basura. Jewel marchaba lentamente, ondulantes las caderas siguiendo un ritmo personal. Atravesé la calle y fui tras ella.

– ¡Jewel!

Se volvió con expresión sonriente e interrogante, pero no era lo que esperaba. Paseó la mirada por mi rostro, sorprendida y decepcionada. Aguardé a que me reconociera.

– Margaret Mead -dijo.

– Soy Tempe Brennan -repuse con una sonrisa.

– ¿En busca de algún libro? -Movió la mano en dirección horizontal, como si señalara un título-. «Un trasero en el tejado» o «Mi vida entre prostitutas».

Se expresaba con suave y cadencioso acento sureño.

– Tal vez fuera comercial -repuse riendo-. ¿Puedo acompañarte?

Se encogió de hombros y, con un resoplido, se volvió y reanudó su lenta cadencia pélvica. Me situé a su lado.

– ¿Aún buscas a tu amiga, chérie?

– En realidad esperaba encontrarte a ti. No creí que llegaras tan tarde.

– La guardería infantil aún está abierta, querida. Para hacer negocios hay que estar en los negocios.

– Cierto.

Anduvimos unos pasos en silencio; mis zapatillas de lona acompañaban su taconeo metálico.

– He renunciado a buscar a Gabby: no creo que desee que la encuentre. Vino a verme hace una semana y luego volvió a marcharse. Supongo que cuando quiera reaparecerá.

Esperé su reacción. Jewel volvió a encogerse de hombros sin decir palabra. Sus cabellos lacados oscilaban en la oscuridad mientras caminábamos. De vez en cuando un letrero de neón parpadeaba mientras las últimas tabernas cerraban sus puertas, guardando una noche más los hedores a cerveza rancia y humo de cigarrillos.

– Lo cierto es que me gustaría hablar con Julie.

Jewel se detuvo y se volvió a mirarme. Tenía expresión de cansancio como si la noche -la vida- la hubiera vaciado. Sacó un paquete de Players de su escote en forma de uve, encendió un cigarrillo y profirió una bocanada de humo.

– Tal vez deberías volver a casa, guapa.

– ¿Por qué dices eso?

– Aún sigues buscando asesinos, ¿verdad, chérie?

Jewel Tambeaux no era ninguna necia.

– Creo que corre uno por aquí, Jewel.

– ¿Y piensas que es ese vaquero que se ve con Julie?

– Me gustaría hablar con él.

Dio una calada a su cigarrillo, lo sacudió con su larga uña roja y observó las chispas que caían en la acera.

– Te dije la última vez que tiene el cerebro de una salchicha y la personalidad de un asesino de carreteras, pero dudo que haya matado a nadie.

– ¿Lo conoces? -le pregunté.

– No. Estos imbéciles son tan insignificantes como la mierda de paloma. No me dedico a pensar en ellos.

– Dijiste que ese tipo era un mal bicho.

– En realidad por aquí es lo habitual, querida.

– ¿Lo has visto últimamente?

Me observó unos momentos; luego miró en otra dirección, abstrayéndose en alguna imagen o pensamiento que yo no podía imaginar. Otro mal bicho.

– Sí, lo he visto.

Aguardé. Dio otra calada y observó un coche que avanzaba lentamente por la calle.

– No he visto a Julie.

Nueva calada, cerró los ojos, retuvo el humo y luego lo profirió en lo alto.

– Ni a tu amiga Gabby.

¿Sería una oferta? ¿Debería insistir?

– ¿Crees que podría encontrarlo?

– Francamente, querida, no creo que pudieras encontrar tu propio trasero sin un mapa.

Era agradable verse respetada.

Jewel dio una última calada, tiró la colilla y la aplastó con el zapato.

– Vamos, Margaret Mead. Buscaremos a algún asesino de carreteras.


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