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Utilicé el escalpelo para retirar la carne que rodeaba las articulaciones de las rodillas y de los codos, que no ofreció resistencia. También los huesos largos estaban por completo formados. Posteriormente lo comprobaría por rayos equis, pero aquello significaba que el crecimiento óseo ya se había alcanzado y no se advertían cambios ni rebordes artríticos en las articulaciones. Era adulta pero joven, lo cual resultaba coherente con la falta de desgaste observada en la dentadura.

Pero me autoexigía más precisión: Claudel así lo esperaría. Examiné la clavícula en su punto de unión con el esternón, en la base de la garganta. Aunque la parte derecha estaba separada, la superficie de unión seguía encajada en un nudo consistente de cartílagos y ligamentos secos. Recorté con unas tijeras todo el tejido correoso posible y a continuación envolví el hueso con otro paño húmedo y centré mi atención en la pelvis.

Retiré el paño y de nuevo comencé a aserrar suavemente con el escalpelo el cartílago que unía las dos mitades frontales. Al humedecerlo se había vuelto más flexible, más fácil de cortar, pero aun así el proceso era lento y tedioso. No quería arriesgarme a lesionar las superficies subyacentes. Cuando por fin se separaron los huesos púbicos seccioné los escasos restos de músculo seco que unían la pelvis al extremo inferior de la columna vertebral por la parte posterior, la desprendí y la sumergí en el agua de la pila.

Seguidamente regresé junto al cuerpo y destapé la clavícula dispuesta a desprender todo el tejido posible. Acto seguido llené de agua un recipiente de plástico para muestras, lo coloqué contra la caja torácica y metí en él el extremo del hueso.

El reloj de pared señalaba las doce y veinticinco minutos del mediodía. Me aparté de la mesa, me quité los guantes y me erguí lentamente. Tenía la espalda como si un equipo de rugby se hubiera ejercitado en ella. Apoyé las manos en las caderas y me estiré, arqueándome hacia atrás y haciendo girar la parte superior de mi cuerpo, lo que en realidad no me alivió el dolor, aunque tampoco lo empeoró. Mi columna parecía resentirse mucho últimamente, y permanecer tres horas inclinada sobre una mesa de autopsias solía agravarla. Me negaba a creer o a admitir que ello tuviera que ver con la edad. Mi recién descubierta necesidad de gafas para lectura y el aumento -al parecer, permanente- de peso, de cincuenta y dos a cincuenta y cinco quilos, no era probable que se debieran a envejecimiento. Nada tenía que ver con ello.

Al volverme descubrí que Daniel, uno de los técnicos de autopsias, me observaba desde el despacho contiguo. Tenía un tic en el labio superior. Cerró un instante los ojos y se movió bruscamente, desplazando todo su peso a una pierna y ladeando la otra, como una gaviota que esquivase una ola.

– ¿Cuándo querrá que haga las radiografías? -preguntó.

Las gafas le resbalaban por la nariz y parecía mirar por encima más que a través de ellas.

– Calculo que concluiré hacia las tres -respondí.

Tiré los guantes en el recipiente destinado a desechos biológicos. De pronto reparé en que estaba muy hambrienta. El café de la mañana seguía sobre el mostrador, frío e intacto. Lo había olvidado por completo.

– De acuerdo.

Saltó hacia atrás, giró en redondo y desapareció por el pasillo.

Tiré las gafas en el mostrador, saqué una hoja de papel blanco de un cajón del armario y, tras desplegarlo, cubrí el cadáver. Me lavé las manos y regresé a mi despacho de la quinta planta, donde vestí mis ropas de calle para salir a comer. Aquel día necesitaba ver la luz del sol, algo insólito en mí.

A la una y media, cuando regresé, Claudel estaba ya en mi despacho como había prometido. Se hallaba sentado ante mi escritorio, fija su atención en el cráneo reconstruido que tenía sobre mi mesa de trabajo. Al oírme, volvió la cabeza, pero sin pronunciar palabra. Yo colgué mi abrigo detrás de la puerta, pasé por su lado y me instalé en mi silla.

– Bonjour, monsieur Claudel. Comment ça va? -lo saludé sonriente.

– Bonjour.

Al parecer no le interesaba saber cómo me iban las cosas. Bien. Aguardé: no pensaba sucumbir a sus encantos.

Tenía una carpeta en la mesa, frente a él. Puso la mano sobre ella y me miró. Su rostro me recordaba el de un loro. Los rasgos formaban ángulos agudos desde las orejas a la línea central y se proyectaban hacia adelante en la nariz parecida a un pico. A lo largo de ese vértice, su barbilla, su boca y la punta de la nariz apuntaban hacia abajo formando una serie de uves. Cuando sonreía -algo poco frecuente- la uve de la boca se acentuaba y los labios se encogían en lugar de ir hacia atrás.

Suspiró. Se mostraba muy paciente conmigo. Era la primera vez que trabajaba con él, pero conocía su reputación. Se creía dotado de excepcional inteligencia.

– Tengo varios nombres posibles -dijo-. Todos de personas desaparecidas durante los últimos seis meses.

Ya habíamos discutido la cuestión del tiempo transcurrido desde la muerte, y el trabajo realizado aquella mañana no me había hecho cambiar de idea. Estaba segura de que hacía menos de tres meses que la víctima había fallecido, de modo que el crimen debía de haberse producido en marzo o algo después. Los inviernos son fríos en Quebec, duros para los vivos, pero considerados con los difuntos. Los cadáveres helados no se descomponen ni atraen bichos. Si la hubiesen tirado allí el pasado otoño, antes de comenzar el invierno, hubiera habido huellas de plagas de insectos. La presencia de huevos o larvas indicaría una invasión otoñal abortada y no se advertían indicios de ello. Teniendo en cuenta que habíamos pasado una primavera cálida, la abundancia de gusanos y el grado de deterioro coincidían con un intervalo de unos tres meses. La presencia de tejido conjuntivo junto con la virtual ausencia de visceras y contenido cerebral sugerían asimismo un invierno tardío y el fallecimiento a comienzos de primavera.

Me recosté en el asiento y lo contemplé expectante. También yo podía ser reservada. El hombre abrió la carpeta y hojeó su contenido. Aguardé.

– Myriam Weider -leyó, tras escoger uno de los impresos.

Hizo una pausa mientras examinaba con suma atención la información contenida en el documento.

– Desaparecida el 4 de abril de 1994. -Nueva pausa-. Hembra. Raza blanca. -Pausa más prolongada-. Fecha de nacimiento: 9 de junio de 1948.

Calculamos mentalmente: cuarenta y cinco años.

– Es posible -dije.

Le indiqué que prosiguiera con un ademán.

Dejó el impreso en el escritorio y procedió a leer el siguiente.

– Solange Leger. Denunciada la desaparición por su marido.

Se detuvo un instante mientras se esforzaba por descifrar la fecha.

– 2 de mayo de 1994. Hembra. Blanca. Fecha de nacimiento: 17 de agosto de 1928.

– No -negué con la cabeza-. Demasiado vieja.

Depositó el documento en la parte posterior de la carpeta y escogió otro.

– Isabelle Gagnon. Vista por última vez el 1 de abril de 1994. Hembra. Blanca. Nacida el 15 de enero de 1971.

– Veintitrés años. Sí -asentí lentamente-, es posible.

El documento fue a parar sobre el escritorio.

– Suzanne Saint Pierre. Hembra. Desaparecida desde el 9 de marzo de 1994. -Movía los labios al leer-. No regresó de la escuela.

Nueva pausa mientras calculaba a su vez.

– Dieciséis años. ¡Jesús!

De nuevo negué con la cabeza.

– Demasiado joven. No se trata de una criatura.

Frunció el entrecejo y extrajo el último impreso.

– Evelyn Fontaine. Hembra. Treinta y seis años. Vista por última vez en Sept Íles el 28 de marzo. ¡Ah, sí, es indígena!

– Lo dudo -respondí.

No creía que los restos correspondieran a una aborigen.

– Eso es todo -concluyó.

Sobre la mesa había dos impresos relativos a Myriam Weider, de cuarenta y cinco años, y a Isabelle Gagnon, de veintitrés. Tal vez una de ellas yaciera abajo, en la sala cuatro. Claudel me miró y enarcó las cejas de modo que en el centro se le formó otra uve, ésta invertida.

– ¿Qué edad tendría ella? -preguntó.

Había acentuado el verbo y puesto así de relieve su infinita paciencia.

– Bajemos a verla.

Pensé que aquello aportaría un poco de luz en su jornada.

Sería mezquina, pero no podía evitarlo. Conocía la fama que tenía Claudel de evitar la sala de autopsias y deseaba hacerle pasar un mal rato. Por un momento pareció atrapado y me complació comprobar su malestar. Cogí una bata de laboratorio del colgador de la puerta, me apresuré a salir al pasillo e introduje la llave para llamar al ascensor. El hombre permaneció silencioso mientras descendíamos, como un paciente que se somete a un examen de próstata. Claudel raras veces utilizaba aquel ascensor, que sólo se detenía en el depósito.

El cuerpo yacía inmutable. Me puse los guantes y retiré la lámina de papel. Observé de reojo a mi compañero, que se había detenido en la puerta y se asomaba lo suficiente para justificar su presencia en aquel lugar. Paseó la mirada por los mostradores de acero inoxidable, por los armarios de puertas acristaladas con su provisión de recipientes vacíos de plástico y por la báscula colgante, por doquiera con excepción del cadáver. Yo ya lo había visto anteriormente: las fotografías no constituían una amenaza, la sangre vertida se hallaba en un lugar distante, el escenario del crimen era un ejercicio objetivo que no presentaba problemas. Había que diseccionarlo, examinarlo, resolver el rompecabezas. Pero situarse ante un cadáver colocado en una mesa de autopsias era algo diferente. Claudel había adoptado una expresión neutra con la que confiaba parecer tranquilo.

Retiré la pelvis del agua y separé ambas partes con suavidad. Con ayuda de una sonda aparté los bordes de la funda gelatinosa que cubría la superficie del hueso derecho, que se fue desprendiendo de modo gradual hasta ceder por completo. El núcleo subyacente estaba marcado con profundos surcos y rugosidades que discurrían en sentido horizontal por su superficie. Era una fina franja de sólida materia ósea parcialmente enmarcada por el margen exterior, que formaba un delicado e incompleto borde en torno a la superficie púbica. Repetí el proceso en la parte izquierda, que apareció idéntica.

Claudel no se había movido de la puerta. Acerqué la pelvis a la lámpara, extendí el brazo hacia mí y pulsé el interruptor. La luz fluorescente iluminó el hueso. A través del cristal redondo de aumento aparecieron detalles que no habían sido visibles a simple vista. Contemplé la curva superior de cada cadera y descubrí lo que esperaba.

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