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Antes de que se me ocurriera una respuesta se volvió hacia mí con el rostro tenso y se expresó con gran dureza.

– Yo había ido a ver a mi cuñado que sabía de algunos posibles trabajos para mí. Estuve con él toda la mañana. Luego… regresé aquí sobre el mediodía y ya estaba muerta. Todo eso ya lo comprobaron en su momento.

– Monsieur Champoux, yo no sugería…

– No creo que lleguemos a ninguna parte. Estamos repitiendo las mismas palabras.

Se levantó y comprendí que daba por concluida la entrevista.

– Lamento haber despertado recuerdos dolorosos en usted.

Me miró sin pronunciar palabra y se dirigió hacia el recibidor. Lo seguí.

– Gracias por el tiempo que me ha dedicado, monsieur Champoux. -Me despedí y le tendí mi tarjeta-. Si se le ocurre algo en algún momento, llámeme, por favor.

El hombre asintió. Tenía el aspecto ausente de aquel que se halla sumido en una gran desdicha, sin poder olvidar que sus últimas palabras y actos hacia la esposa que había amado habían sido mezquinas y muy poco apropiadas para una última despedida. ¿O acaso existe una despedida adecuada?

Al marcharme sentí su mirada fija en mí. Pese al calor reinante me invadía un frío interior. Me apresuré a subir en mi coche.

La entrevista con Champoux me había trastornado. Mientras me dirigía a mi casa me formulé mil preguntas.

¿Qué derecho tenía yo de reavivar el dolor de aquel hombre?

Recordé la mirada de Champoux.

¿Tanto dolor le habían despertado los recuerdos que yo le había suscitado?

No, yo no había sido la causante de aquel enorme dolor: Champoux vivía inmerso en sus propios remordimientos.

¿Remordimientos por qué? ¿Por causar daño a su mujer?

No, no era propio de él.

Remordimientos por no prestarle atención, por hacerle creer que no era importante: así de sencillo. En la víspera de su muerte se había negado a hablar con ella, le había dado la espalda y se había dormido. No se había despedido de ella por la mañana y ya nunca podría hacerlo.

Giré en dirección norte por St. Marc y me interné en las sombras del paso superior. ¿Acaso mis preguntas habían conseguido algo más que extraer recuerdos dolorosos a la superficie que reportarían nuevos dolores?

¿Podía ser yo realmente útil cuando había fracasado un ejército de profesionales, o simplemente me había propuesto aquella entrevista personal para alardear ante Claudel?

¡No!

Golpeé el volante con el dorso de la mano.

¡Maldita sea, no!, me repetí. No era aquél mi objetivo. Sólo yo estaba convencida de que únicamente existía un asesino y de que volvería a matar. Para evitar nuevas víctimas debía descubrir más hechos.

Salí de las sombras a la luz del sol. En lugar de girar hacia el este, hacia mi casa, crucé Ste. Catherine, volví por la rue du Fort y salí a la 20 Oeste. Los ciudadanos las denominaban la dos y veinte, pero yo aún no había encontrado quien me explicara o situara la dos.

Me alejé de la ciudad descargando mi impaciencia en el volante. Eran las tres y media y el tráfico ya retornaba por el paso elevado de Turcot. Una hora muy intempestiva.

Tres cuartos de hora después encontraba a Genevieve Trottier, que escarbaba las tomateras tras la casa de un verde descolorido que había compartido con su hija. Al verme aparcar ante su sendero se interrumpió y me observó mientras cruzaba por el césped.

– Oui?

Se había apoyado en sus talones y me interrogaba con aire amistoso y los ojos entornados.

Llevaba unos pantalones cortos de intenso amarillo y una blusa sin espalda demasiado grande para sus senos. Su cuerpo brillaba sudoroso y sus cabellos se aplastaban en torno a su rostro. Era más joven de lo que yo había imaginado.

A medida que le explicaba quién era y las razones que me llevaban allí se ensombrecía su expresión. Con cierta vacilación dejó su azada en el suelo, se levantó y se limpió las manos de tierra. El olor a tomates impregnaba el ambiente.

– Será mejor que entremos -dijo fijando la mirada en el suelo.

Al igual que Champoux tampoco cuestionó mi derecho a interrogarla.

La seguí a través del patio, temerosa de la conversación que debíamos entablar. La atadura de la blusa pendía sobre sus pronunciadas vértebras y tenía pegadas briznas de hierba a las pantorrillas y por encima de los pies.

Su cocina resplandecía a la luz del atardecer, y las superficies de porcelana y de madera evidenciaban años de cuidados. En las ventanas enmarcadas por guinga amarilla se alineaban las macetas de kalanchoe. Los pomos de los armarios y de los cajones también eran amarillos.

– He preparado limonada -dijo dispuesta ya a servirla.

Se sentía cómoda en su entorno familiar.

– Muchas gracias, es muy amable.

Me senté ante la pulida mesa de madera y la observé mientras extraía unos cubitos de hielo de una bandeja de plástico, los echaba en sendos vasos y añadía la limonada. Se acercó con los vasos y se sentó frente a mí evitando mi mirada.

– Me resulta difícil hablar de Chantale -dijo mientras observaba su bebida.

– Lo comprendo y lamento la pérdida que ha sufrido. ¿Cómo lo lleva?

– Algunos días me resulta más fácil que otros.

Cruzó las manos y se puso en tensión irguiendo los hombros bajo la blusa.

– ¿Viene a darme alguna noticia?

– Me temo que no, señora Trottier. Ni tampoco tengo preguntas específicas que hacerle. Pensé que acaso recordara usted algo, alguna cosa que en principio no considerara importante.

No apartaba los ojos de la limonada. Afuera ladró un perro.

– ¿Se le ha ocurrido algo desde que habló por última vez con los detectives? ¿Algún detalle sobre la desaparición de Chantale?

No hubo respuesta. El ambiente era denso y cálido por causa de la humedad. Olía tenuemente a desinfectante al limón.

– Sé que es espantoso para usted, pero seguimos necesitando su ayuda para que haya esperanza de encontrar al asesino de su hija. ¿Hay algo que la preocupe? ¿Algo que se le haya podido ocurrir posteriormente?

– Habíamos discutido.

De nuevo el sentimiento de culpabilidad. El arrepentimiento de las palabras pronunciadas y el deseo de sustituirlas por otras.

– Ella se negaba a comer. Pensaba que estaba engordando.

Yo estaba al corriente de ello por el informe.

– No estaba gruesa. Tendría que haberla visto: era muy hermosa. Sólo tenía dieciséis años. Como la canción inglesa.

Por fin me miraba a los ojos. Se desprendieron sendas lágrimas de sus párpados, que resbalaron por las mejillas.

– Lo siento -dije con la mayor delicadeza posible.

A través de las persianas de la ventana se percibía el olor que el sol arrancaba a las plantas.

– ¿Se sentía Chantale desdichada por algo?

Apretó los dedos en el vaso.

– Por eso es tan duro para mí. Era una criatura amable, siempre contenta, siempre llena de vida y rebosante de planes. Ni siquiera mi divorcio pareció afectarla. Se lo tomó con calma y sin estridencias.

¿Cierto o fantasía retrospectiva? Recordé que los Trottier se habían divorciado cuando Chantale tenía nueve años. Su padre vivía en otro lugar de la ciudad.

– ¿Puede explicarme algo acerca de las últimas semanas? ¿Había alterado Chantale su rutina de algún modo? ¿Recibía llamadas extrañas? ¿Había hecho nuevas amistades?

Movía la cabeza lentamente en continua negación.

– ¿Tenía dificultades para entablar amistades?

– No.

– ¿Le disgustaba a usted alguno de sus amigos?

– No.

– ¿Tenía novio?

– No.

– ¿Salía con alguien?

– No.

– ¿Tenía problemas con los estudios?

– No.

Parecía una deficiente técnica interrogatoria. Necesitaba conseguir que se expresara la interrogada en lugar de hacerlo yo.

– ¿Qué sucedió aquel día? ¿El día en que la muchacha desapareció?

Me miró con expresión indescifrable.

– ¿Puede decirme qué sucedió aquel día?

Sorbió un poco de limonada con deliberada lentitud y de igual modo depositó el vaso en la mesa.

– Nos levantamos sobre las seis y preparé el desayuno. -Asía el vaso con tanta fuerza que temí que lo rompiese-. Chantale se marchó a la escuela. Iba con sus amigas en tren puesto que la escuela se encuentra en el centro de la ciudad. Dijeron que había asistido a todas las clases. Y luego ella… -Una brisa agitó la cortina de la ventana-. No volvió a casa.

– ¿Tenía algún plan especial aquel día?

– No.

– ¿Solía regresar en seguida a casa al salir de la escuela?

– Sí.

– ¿La esperaba aquel día?

– No. Tenía que visitar a su padre.

– ¿Lo hacía con frecuencia?

– Sí. ¿Por qué tengo que responder a estas preguntas? Es inútil. Ya se lo dije todo a los policías. ¿Por qué he de seguir repitiendo las mismas cosas una y otra vez? No sirve de nada. No sirvió entonces ni ahora.

Fijó sus ojos en los míos con un dolor casi palpable.

– ¿Sabe? Mientras rellenaba impresos sobre personas desaparecidas y respondía a preguntas, Chantale ya estaba muerta. Estaba descuartizada en un vertedero. Ya había muerto.

Hundió la cabeza en el pecho y sus hombros se estremecieron. Estaba en lo cierto: no teníamos nada. Yo trataba de encontrar algo, y ella había aprendido a amortiguar su dolor, a plantar tomates y a vivir mientras que yo la acechaba y la obligaba a exhumarlo.

Debía ser amable y largarme.

– De acuerdo, señora Trottier. Si no recuerda algún detalle adicional, probablemente no será nada importante.

Le dejé mi tarjeta y formulé mi petición habitual. «Llámeme si recuerda algo». Dudé que lo hiciera.

La puerta de Gabby estaba cerrada cuando volví a casa, su habitación en silencio. Pensé en entrar a mirar pero me resistí a ello sabiendo cuan sensible se mostraba acerca de su intimidad. Me acosté y traté de leer, pero las palabras de Genevieve Trottier seguían martilleando mi cerebro. Déjá morte. Ya estaba muerta. Champoux había utilizado la misma frase. Sí. Ya estaba muerta. Cinco habían sido las víctimas, tal era la escandalosa realidad. Al igual que Champoux y Trottier, también acudían a mi mente pensamientos que me impedían descansar tranquila.


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