Me lo llevé al despacho junto al Journal matutino. Mientras lo leía, sorbía el café. Las noticias apenas variaban de la Gazette inglesa; los editoriales, enormemente. ¿Cómo lo calificaba Hugh MacLennan? Las Dos Soledades.
Me arrellané en el asiento. Surgía de nuevo la comezón subliminal. Tenía los fragmentos pero no conseguía que encajaran. «De acuerdo, Brennan: sé sistemática.» La sensación había comenzado aquel día. ¿Qué había hecho? Poca cosa. Leer el periódico. Llevar el coche al taller. Coger el metro. Revisar archivos.
¿Alma?
Me sentía mentalmente insatisfecha. Había algo más.
¿El coche?
Nada.
¿El periódico?
Tal vez.
Volví a hojearlo. Las mismas historias, los mismos editoriales, los mismos anuncios por palabras.
Me detuve.
Anuncios por palabras. ¿Dónde había visto yo anuncios?
Montones de ellos.
En la habitación de Saint Jacques.
Los revisé lentamente. Trabajos, pérdidas y hallazgos, ventas de garajes, mascotas, fincas inmobiliarias.
¿Fincas inmobiliarias? ¡Fincas inmobiliarias!
Busqué el archivo de Adkins y localicé las fotos. Sí, allí estaba. El letrero oxidado y ladeado, apenas visible en el descuidado patio. Á vendré. Alguien vendía un apartamento en el edificio de Margaret Adkins.
¿Y bien?
Piensa.
Champoux. ¿Qué había dicho? Que no le gustaba aquel lugar. Por ello iban a marcharse, o algo por el estilo.
Llamé por teléfono sin obtener respuesta.
¿Y qué había acerca de Gagnon? ¿No alquilaba el hermano? Tal vez el propietario vendía el edificio.
Comprobé las fotos. No había ningún letrero. ¡Maldición!
Probé de nuevo el teléfono de Champoux y tampoco obtuve respuesta.
Marqué el número de Geneviéve Trottier, que contestó al segundo timbrazo.
– Bonjour -me saludó animosa.
– ¿Madame Trottier?
– Oui.
Su acento revelaba curiosidad.
– Soy la doctora Brennan. Ayer hablamos.
– Oui.
Expresión temerosa.
– ¿Me permite formularle una pregunta?
– Oui -repuso ya con resignación.
– ¿Tenía su casa en venta cuando desapareció Chantale?
– Pardonnez moi?
– ¿Trataba de vender su casa en octubre del pasado año?
– ¿Quién se lo ha dicho?
– Nadie. Simple curiosidad.
– No, no. He vivido aquí desde que mi marido y yo nos separamos. No tenía intención de mudarme. Chantale… yo… era nuestra casa.
– Gracias, madame Trottier. Lamento haberla molestado.
De nuevo había violado el acuerdo alcanzado por ella con sus recuerdos.
Aquello no conducía a ninguna parte. Tal vez fuese una necedad.
Llamé de nuevo a Champoux. Una voz masculina respondió cuando me disponía a colgar.
– Oui.
– ¿Monsieur Champoux?
– Un instant.
– Oui -respondió una segunda voz masculina.
– ¿Monsieur Champoux?
– Oui.
Le expliqué quién era y le formulé mi pregunta. Sí, habían tratado de vender la finca. Estaba anunciada por ReMax. Cuando su esposa fue asesinada retiró la oferta del mercado. Sí, creía que los anuncios habían funcionado, pero no estaba seguro. Le di las gracias y colgué.
Dos de cinco. Era posible. Tal vez Saint Jacques utilizaba los anuncios por palabras.
Llamé a investigación. Los materiales del apartamento de la rue Berger eran de propiedad.
Consulté mi reloj: las doce menos cuarto, hora de reunirme con Ryan. No picaría el anzuelo: necesitaba algo más.
De nuevo extendí las fotos de Gagnon y las examiné una por una. En esta ocasión lo vi. Cogí una lupa y la ajusté hasta que el objeto apareció centrado. Me aproximé ajustando y reajustando para asegurarme.
– ¡Maldito calor!
Metí las fotos en su sobre y a continuación en mi cartera y fui corriendo al restaurante.
Le Paradis Tropique se halla enfrente del edificio de la SQ. La comida es pésima, pero el pequeño local siempre está atestado a mediodía, debido en gran parte a la exuberancia de su propietario Antoine Janvier. Aquel día me saludó como de costumbre.
– ¡Ah, madamel ¿Está hoy muy ocupada? ¡Sí! ¡Cuánto me alegro de verla después de tanto tiempo!
Su rostro de ébano exhibía una burlona desaprobación.
– Sí, Antoine, he estado muy ocupada.
Era cierto, pero también que no me entusiasmaba su comida caribeña.
– ¡Ah, trabaja demasiado! Pero hoy tenemos un pescado magnífico, fresco; aún colea: gotea agua del océano. Cuando se lo coma, se sentirá mejor. Y tengo una mesa estupenda para usted. La mejor de la casa. Sus amigos ya están aquí. -¿Amigos? ¿Quién más habría venido?-. Acompáñeme, por favor.
En el interior debía de haber un centenar de personas sudorosas que comían bajo sombrillas de vivos colores. Seguí a Antoine por el laberinto de mesas hasta un estrado que se levantaba en un extremo. La figura de Ryan se recortaba contra una ventana falsa cubierta con cortinas amarillas y lavanda recogidas para mostrar una puesta de sol pintada. Un ventilador que pendía del techo giraba lentamente sobre su cabeza mientras charlaba con un hombre con chaqueta deportiva de hilo. Aunque se hallaba de espaldas, reconocí el corte de cabello y las perfectas rayas.
– ¡Hola, Brennan! -me saludó Ryan semiincorporándose en su asiento.
Al detectar mi expresión entornó los ojos como si me advirtiera: «Sea paciente.»
– ¡Hola, Ryan!
De acuerdo, pero que él también se controlase.
Claudel me saludó con una inclinación, sin moverse de su asiento. Me instalé junto a Ryan. Apareció la mujer de Antoine y, tras intercambiar cumplidos, los detectives encargaron cerveza y yo pedí una cola.
– Bien. ¿Cuáles son los progresos? -Nadie podía tener más aires de superioridad que Claudel.
– ¿Por qué no pedimos primero? -intervino Ryan pacificador.
Ryan y yo cambiamos impresiones sobre el tiempo y convinimos en que hacía calor. Cuando Janine regresó le pedí un plato especial de pescado; en cuanto a los detectives encargaron especialidades jamaicanas.
Comenzaba a sentirme extraña.
– Bien. ¿Qué ha descubierto? -dijo Ryan moderador.
– El metro.
– ¿El metro?
– Eso reduce la situación a cuatro millones de personas: dos si nos ceñimos a los varones.
– Déjala hablar, Luc.
– ¿Qué sucede con el metro?
– Francine Morisette-Champoux vivía a seis paradas de la estación de Berry-UQAM.
– Ya llegamos a alguna parte.
Ryan le dirigió una mirada fulminante.
– Y lo mismo sucede con Isabelle Gagnon y Margaret Adkins.
– Hum.
Claudel no hizo comentario alguno.
– Trottier está demasiado lejos.
– Sí. Y Damas demasiado cerca.
– El apartamento de Saint Jacques se halla a pocas manzanas de distancia.
Comimos un rato en silencio. El pescado estaba seco, las patatas fritas y el arroz, grasientos. Una combinación difícil para que funcionara bien.
– Acaso sea más complicado que sólo eso.
– ¿Sí?
– Francine Morisette-Champoux y su marido habían puesto su casa en venta con la firma ReMax.
No hubo observación alguna.
– Había un letrero ante el edificio de Margaret Adkins, asimismo de ReMax.
Aguardaron a que prosiguiera, pero no lo hice. Busqué en mi bolso, saqué las fotos de Gagnon y deposité una de ellas sobre la mesa. Claudel pinchó un pescado frito con el tenedor.
Ryan cogió la foto, la examinó y me miró inquisitivo. Le ofrecí la lupa y le señalé un objeto apenas visible situado en un extremo de la foto, que examinó largo rato. Luego, sin decir nada, la tendió, así como la lupa, al otro lado de la mesa.
Claudel se enjugó las manos, arrugó la servilleta de papel y la arrojó en su plato. Cogió la foto y repitió las acciones de Ryan. Al reconocer el objeto, apretó las mandíbulas y permaneció largo rato mirándolo sin pronunciar palabra.
– ¿Vecino? -preguntó Ryan.
– Parece ser.
– ¿ReMax?
– Eso creo. Se distinguen la R y parte de la E. Podemos hacer ampliar la foto.
– Sería fácil seguir la trayectoria. La inscripción sólo tiene cuatro meses de antigüedad. ¡Diablos, en este tipo de negocios probablemente aún esté en vigor! -comentó Ryan, que tomaba notas.
– ¿Y qué hay acerca de Damas?
– No lo sé.
Me abstuve de responder que no había querido molestar a la familia de la víctima.
– ¿Y Trottier?
– No. Hablé con la madre de Chantale y me dijo que no pensaba vender, que nunca había ofrecido la propiedad.
– Podría tratarse del padre.
Nos volvimos hacia Claudel, que me miraba; en esta ocasión no se había expresado con altivez.
– ¿Cómo? -repuso Ryan.
– Pasaba mucho tiempo con su padre. Tal vez él se propusiera vender. ¿Lo confirmamos?
– Lo comprobaré -asintió Ryan sin dejar de tomar notas.
– Ella iba allí el día que fue asesinada -dije.
– Iba un par de días por semana.
Claudel se mostraba paternalista, pero no despectivo: hacíamos progresos.
– ¿Dónde vive?
– En Westmount. Un condominio multimillonario en Barat, cerca de Sherbrooke.
Traté de situarlo. Aquello debía de encontrarse en los límites del centro de la ciudad, no lejos de mi apartamento.
– ¿Por encima del Forum?
– Eso mismo.
– ¿Cuál es la estación de metro más próxima?
– Debe de ser Atwater. Se encuentra a un par de manzanas de allí.
Ryan consultó su reloj, procuró atraer la atención de Janine y le hizo señas como si firmara en el aire. Pagamos, y Antoine nos obsequió con puñados de caramelos.
En cuanto llegué a mi despacho saqué el mapa, localicé la estación de Atwater y conté las paradas que había desde Berri-UQAM. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis. En aquel momento sonó el teléfono y me apresuré a responder a la llamada.