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Los restos del lago St. Louis supusimos que corresponderían a un caballero fallecido el otoño anterior en accidente marítimo tras desafiar la autonomía de un contrabandista de tabaco competidor suyo. Me dedicaba a recomponer su cráneo cuando sonó el teléfono.

Esperaba aquella llamada, aunque no tan pronto. Mientras escuchaba, el corazón me palpitaba con fuerza y la sangre latía en mi esternón como agua carbónica agitada en una botella. Sentí una oleada de calor.

– Hace menos de seis horas que está muerta -decía LaManche-. Creo que debería echarle una mirada.


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