– Quiero entregarle una copia de la foto del permiso de conducción para que tenga alguna idea de cuál es su aspecto por si se lo encontrase de cerca de modo personal. Aunque creo que es mejor que no se aleje de casa hasta que cacemos a ese gusano.
– Iré ahí. Si identificación ha concluido con los guantes deseo someterlos a biología y luego a Lacroix.
– Pienso que debería…
– No sea machista, Ryan.
Distinguí un profundo suspiro desde el otro extremo de la línea.
– ¿Me oculta algo?
– Está usted informada de todo cuanto sabemos, Brennan.
– Estaré ahí dentro de media hora.
Antes de media hora había llegado al laboratorio. Habían concluido el reconocimiento y enviado los guantes al departamento de biología.
Consulté mi reloj: era la una menos veinte. Llamé al departamento de identificación del cuartel general del CUM para preguntar si podía ver las fotos tomadas en el apartamento de Saint Jacques de la rue Berger. Era hora de almorzar. El oficinista entregaría el mensaje.
A la una me dirigí a la sección de biología. Una mujer con los cabellos ahuecados y rostro regordete de ángel navideño agitaba un frasco de cristal. En el mostrador, a su espalda, se encontraban dos guantes de látex.
– Bonjour, Francoise.
– ¡Ah! Esperaba poder verla hoy. -Sus ojos seráficos expresaron preocupación-. Lo siento. No sé qué decirle.
– Merci. Se lo agradezco. -Señalé los guantes-. ¿Ha encontrado algo?
– Éste está limpio: sin sangre.
Me indicaba el guante de Gabby.
– Comenzaba a trabajar con el hallado en la cocina. ¿Quiere verlo?
– Gracias.
– He cogido raspaduras de esas manchas marrones y rehidratado la muestra con solución salina.
Examinó el líquido y depositó el frasco en una bandeja de probetas. Luego extrajo una pipeta de cristal con un saliente largo y hueco, lo sostuvo sobre una llama para sellarlo y suprimió la punta.
– Primero comprobaré si se trata de sangre humana.
Sacó del refrigerador una botellita cuyo sello quebró e insertó la punta delgada y tubular de una pipeta nueva. Como un mosquito que chupara la sangre, el antisuero se remontó por el pequeño conducto. La mujer cerró el extremo opuesto con el pulgar.
A continuación insertó el largo pitorro de la pipeta en aquella sellada a fuego, soltó el pulgar y dejó gotear el antisuero.
– La sangre conoce sus propias proteínas o antígenos -comentó sin interrumpir su trabajo-. Si reconoce agentes extraños, antígenos que no corresponden, trata de destruirlos con anticuerpos. Algunos anticuerpos destruyen los antígenos extraños; otros, los agrupan. En este caso se trata de una reacción aglutinadora.
»El antisuero se crea en un animal, por lo general un conejo o pollo, al inocularle sangre de otra especie. La sangre del animal reconoce a los invasores y crea anticuerpos para protegerse. Al inyectar sangre humana a un animal se fabrica antisuero humano; si se inyecta sangre de cabra, se produce antisuero de cabra; la sangre de caballo origina antisuero de caballo.
»El antisuero humano crea una reacción aglutinadora al mezclarse con la sangre humana. Fíjese. Si ésta fuese sangre humana, se formaría un precipitado visible en el tubo de ensayo, en el mismo lugar donde se encuentren la solución de muestra y el antisuero. Compararemos con la solución salina para controlar.
Tiró la pipeta en un recipiente de desechos biológicos y recogió el frasco que contenía la solución con la muestra de Tanguay. Utilizó otra pipeta para absorber la muestra por el tubo, la soltó en el antisuero y depositó la pipeta en un soporte.
– ¿Cuánto tiempo tardará? -le pregunté.
– Según la potencia del antisuero, de tres a quince minutos. Éste es bastante bueno; no creo que tarde más de cinco o seis minutos.
Lo comprobamos transcurridos cinco minutos. Francoise sostenía las pipetas bajo una lámpara con una cartulina negra colocada como fondo. Lo reintentamos tras diez minutos; luego a los quince: nada.
No aparecía ninguna franja blanca entre el antisuero y la solución de muestra. La mezcla permanecía tan clara como la solución salina de control.
– Bien, no es humana. Veremos si es animal.
Fue al refrigerador y regresó con una bandeja de botellitas.
– ¿Puede descubrir la especie exacta? -me interesé.
– No; por lo general, sólo la familia: bóvidos, cérvidos, cánidos…
Observé la bandeja. Junto a cada botellita figuraba el nombre de un animal: cabra, rata, caballo. Recordé las garras descubiertas en la cocina de Tanguay.
– Probaremos si se trata de un perro.
No resultó.
– ¿Y si fuese algo parecido a una ardilla o una taltuza?
La mujer meditó unos momentos y por fin se decidió por un frasco.
– Tal vez una rata.
Antes de cuatro minutos se había formado una especie de helado en el tubo, amarillo por encima, más claro en la parte inferior y con una capa nebulosa blanca en medio.
– Voilá -dijo Francoise-. Procede de un animal: un animal pequeño, mamífero, como un roedor; un topo o algo por el estilo. Eso es todo cuanto puedo definir. Ignoro si le será útil.
– Sí -repuse-. Me sirve. ¿Puedo utilizar su teléfono?
– Bien sûr.
Marqué el número de una extensión situada en el vestíbulo.
– Aquí Lacroix.
Me identifiqué y le expliqué lo que deseaba.
– Desde luego. Concédame veinte minutos. Estoy acabando una prueba.
Firmé por los guantes, regresé a mi despacho y dediqué la siguiente hora a comprobar y firmar informes. Luego me dirigí al pasillo ocupado por biología y entré por una puerta que anunciaba Incendies et explosifs. Incendios y explosivos.
Un hombre con bata de laboratorio se encontraba frente a una enorme máquina con una etiqueta que la identificaba como un difractómetro de rayos equis. El hombre no pronunció palabra ni yo dije nada hasta que hubo retirado una diapositiva con una manchita blanca que colocó en una bandeja. Luego me miró con tanta dulzura como un cervatillo de Disney, con los párpados entornados y las pestañas curvadas cual pétalos de margarita.
– Bonjour, monsieur Lacroix. Comment ça va?
– Bien, bien. ¿Los trae consigo?
Le mostré dos bolsas de plástico.
– Comencemos cuanto antes.
Me condujo a una habitación pequeña con un aparato del tamaño de una fotocopiadora, dos monitores y una impresora. De la pared pendía un gráfico periódico de los elementos.
Lacroix depositó las bolsas que contenían las pruebas sobre un mostrador y extrajo de ellas los guantes quirúrgicos. Con grandes precauciones sostuvo cada uno de ellos, los inspeccionó y los depositó sobre la bolsa correspondiente. Los guantes que cubrían sus manos parecían idénticos a los que se hallaban sobre el mostrador.
– Primero buscaremos las características más generalizadas, los detalles de fabricación: peso, densidad, color, cómo se han rematado los bordes.
A medida que hablaba los volvía a uno y otro lado y los examinaba.
– Parecen muy similares. Observe que tienen la misma técnica de acabado.
Me fijé en ello. El puño de cada guante concluía con un borde que se enrollaba en sí mismo hacia afuera.
– ¿No son todos así?
– No. Algunos se enrollan hacia adentro, y otros, hacia afuera. Éstos son hacia afuera. Bien. Ahora veremos qué hay en ellos.
Se llevó el guante de Gabby a la máquina, levantó la tapa y lo colocó en una bandeja interior.
– Cuando se trata de muestras muy pequeñas utilizo estos pequeños sujetadores.
Señaló una bandeja de tubitos de plástico.
– Extiendo un recuadrado de película de polipropileno sobre el soporte, y luego utilizo lengüetas prensadoras que formen un punto pegajoso para sujetar el fragmento. Pero en este caso no es necesario. Nos limitaremos a meter el guante entero.
Lacroix conectó un interruptor, y el aparato entró en funcionamiento. Se iluminó una caja situada en un poste de la esquina y aparecieron las palabras Rayos Equis en blanco contra un fondo rojo. Al mismo tiempo se iluminó un panel de botones que indicaban la situación en que se encontraba la máquina. Rojo: rayos equis; blanco: en marcha; anaranjado: obturador abierto.
Lacroix pasó unos momentos ajustando los diales y a continuación cerró la tapa y se instaló en una silla frente a los monitores.
– S'il vous plaît -me invitó, señalándome otra silla.
En el primer monitor apareció un paisaje desierto, un fondo granulado de anticlinales y sinclinales, con sombras y cantos rodados diseminados por doquier y por encima una serie de círculos concéntricos, los dos menores y más centrales configurados como balones de fútbol. Dos líneas confusas se cruzaban en ángulos rectos y formaban una cruz directamente sobre los círculos de ojo de buey.
Lacroix ajustó la imagen manipulando un pulsor de mando. Los cantos rodados entraron y salieron de los círculos.
– Éste es el guante que estamos examinando aumentado ochenta veces. Trato de escoger una localización adecuada. Cada serie muestra una zona de unas trescientas mieras, aproximadamente la zona interior del círculo moteado. De modo que puede dirigir los rayos equis a la zona más conveniente de la muestra.
Se desvió de las retículas unos momentos y se instaló en una zona libre de cantos rodados.
– Aquí está. Éste será adecuado.
Conectó un interruptor y la máquina entró en funcionamiento.
– Ahora estamos creando un vacío. Esto costará unos minutos. Luego el escáner es muy rápido.
– Y eso determinará qué existe en el guante.
– Oui. Es un sistema de análisis por rayos equis. La micro-fluorescencia de los rayos equis puede determinar los elementos que se hallan presentes en una muestra.
El zumbido de la máquina se interrumpió y comenzó a formarse un esquema en el monitor de la derecha. Por el fondo de la pantalla comenzaron a brotar una serie de diminutos montículos rojos que a continuación se remontaron contra un fondo de viva intensidad azulada separados por una tenue franja amarilla en el centro de cada uno. En la esquina inferior, a la izquierda, se veía la imagen de un teclado y cada una de las teclas estaba marcada con la abreviatura de un elemento.
Lacroix tecleó unas órdenes, y en la pantalla aparecieron letras. Algunos montículos siguieron siendo pequeños; otros se remontaron hasta formar altas cumbres como los gigantescos castillos de termitas que había visto en Australia.
– C'est ça. Eso es.
Lacroix señaló una columna del extremo derecho que se levantaba desde el fondo hasta lo alto de la pantalla, donde se truncaba su parte superior. Un pico más reducido a su derecha se remontaba hasta un cuarto de su altura. Ambos estaban marcados con las letras «Zn».