Cuando el Maestro abandonó el hospital de San Lucas, hubo un receso de tres meses en el juego, el cual se reanudó en la posada Dankoen en Ito. El primer día se hicieron solamente cinco jugadas, de Negro 101 a 105. Una discusión se suscitó con la programación de la sesión siguiente. Otake rechazaba la modificación de reglas que el Maestro solicitaba por razones de salud, y decía que estaba dispuesto a invalidar el juego. La discusión era mucho más tercamente complicada que un desacuerdo similar que había tenido lugar en Hakone.
Tensos días se sucedieron en tanto los contrincantes y los organizadores permanecían "enclaustrados" en la posada. Un día el Maestro se fue en automóvil hasta Kawana en busca de un cambio de aire. Era algo extraordinario en un hombre que detestaba esas salidas a la ventura por su cuenta. Yo fui con él, al igual que Murashima del quinto rango, y que era uno de sus discípulos, y también la joven, ella misma jugadora profesional de Go, que registraba el desarrollo del juego.
No parecía conveniente que, llegados al hotel Kawana, el Maestro se quedara sentado en el enorme vestíbulo de estilo occidental tan sólo bebiendo té negro.
Cercado de vidrio, el salón semicircular avanzaba hacia el jardín. Como un observatorio o un solario. A la derecha e izquierda del vasto césped había canchas de golf, la cancha Fuji y la Oshima. Más allá del césped y de las canchas estaba el mar.
Desde hacía tiempo me encantaba la vista brillante y sin límites que ofrecía Kawana. Me había propuesto revelársela al melancólico anciano y observar su reacción. Estaba sentado en silencio, como si no tuviera conciencia del paisaje que tenía delante. No miraba a los otros huéspedes. No había ningún cambio en su expresión y no decía nada sobre la vista o el hotel; y su mujer, como siempre, actuaba como su vocera y apuntadora. Elogiaba el escenario y lo invitaba a hacerse eco. El ni asentía ni objetaba.
Deseaba que tomara un poco de sol, y lo invité a salir al jardín.
– Bien, salgamos -dijo su mujer-. No tengas miedo de tomar frío, seguramente te hará sentirte mejor.
Ella colaboraba conmigo. El Maestro no parecía juzgar la petición como una imposición.
Era uno de esos cálidos días de finales de otoño cuando la isla de Oshima se ve en medio de la bruma. Los barriletes rozaban la superficie o se hundían en el mar calmo. En un extremo del césped había una hilera de pinos, contorneando el mar con su verde. Varias parejas de recién casados estaban de pie en la línea que corría entre el césped y el mar. Quizá por el brillo y la plástica expansión de la escena, se veían inusualmente serenos para ser recién casados. De lejos, con el fondo de los pinos y el mar, los kimonos lucían más frescos y coloridos, me pareció, que de muy cerca. La gente que venía a Kawana pertenecía a la clase acomodada.
– Recién casados, todos, supongo -dije al Maestro, con una envidia próxima al resentimiento.
– Han de estar aburridos -musitó.
Mucho después recordé su voz inexpresiva.
Me habría gustado vagar por el césped, sentarme sobre él; pero el Maestro se quedaba de pie inmóvil en un lugar, y yo sólo atinaba a quedarme a su lado.
Regresamos con el auto por el camino del Lago Ippeki. El pequeño lago se veía increíblemente hermoso, profundo y calmo en esa tarde soleada de finales de otoño. El Maestro también bajó y se entregó brevemente a la contemplación.
Complacido con la luminosidad del Hotel Kawana, hasta allí conduje a Otake la mañana siguiente. Actuaba yo paternalmente. Con la ilusión de que el lugar mitigara la tensión de las emociones. Invité a Yawata, secretario de la Asociación de Go, y a Sunada del periódico Nichinichi a venir con nosotros. Almorzamos sukiyaki [4] en una cabaña rústica que pertenecía al conjunto del hotel. Nos quedamos hasta la noche. Yo estaba bien familiarizado con el lugar, pues ya había ido por mi cuenta y con un grupo de bailarinas, así como por invitación de Okura Kishichiro, el fundador de las empresas Okura. El conflicto persistía tras nuestro regreso de Kawana. Y hasta los espectadores, como lo era yo, nos sentíamos compelidos a mediar. Por fin el juego se reanudó el 25 de noviembre.
El Maestro disponía de un gran brasero oval de paulonia a su lado y de uno ovalado a sus espaldas, sobre el cual ponía a calentar agua. A instancias de Otake, se había envuelto con una bufanda, y como una protección extra contra el frío se había puesto una suerte de abrigo, que parecía hecho con una frazada y que tenía un forro tejido. En su habitación lo vestía permanentemente. Tenía un poquito de fiebre esa mañana, según había dicho.
– ¿Cuál suele ser su temperatura normal, señor? -le preguntó Otake al sentarse frente al tablero.
– Entre 36 y 37 -dijo el Maestro con tranquilidad, como deleitado con estas palabras-. Nunca pasa de 37.
En otra ocasión, cuando le preguntaron su altura, dijo: "Medía poco menos de un metro cincuenta cuando hice mi examen de rutina para el ejército. Después crecí un centímetro y superé esa altura. A medida que uno envejece pierde altura, y ahora mido exactamente un metro cincuenta".
"Tiene el cuerpo de un niño desnutrido", había dicho el doctor cuando el Maestro cayó enfermo en Hakone. "Casi no tiene carne en las pantorrillas. Uno se pregunta cómo logra desplazarse. No puedo recetarle medicinas en dosis normales. Debo darle lo que tomaría alguien de trece o catorce años".