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Para ser precisos, el juego finalizó a las 2:42 de la tarde del 4 de diciembre de 1938. La última jugada fue Negro 237, a cargo del adversario del Maestro.

Silencioso, el Maestro ocupó un lugar neutral.

– ¿Otorgamos cinco puntos? -dijo uno de los jueces, Onoda del sexto rango, con su modo educado y distante. Probablemente lo había dicho como atención al Maestro, a fin de aminorarle la irritación de ver el tablero reordenado en un momento crítico [3] y que evidenciaba su caída de cinco puntos.

– Cinco puntos -murmuró el Maestro. Y con una mirada de párpados desfallecientes, no se opuso al reacomodamiento del tablero.

Ninguno de los funcionarios que colmaban el salón se animaba a hablar.

– Si no me hubiera internado en el sanatorio, podríamos haber terminado con esto en Hakone. -El Maestro hablaba con calma, como para aligerar la pesadez que flotaba en el ambiente.

Preguntó cuánto tiempo había empleado en el juego.

– Blanco: diecinueve horas con cincuenta y siete minutos. Tres horas más, señor, y habríamos llegado exactamente a la mitad del tiempo permitido -dijo la joven que se ocupaba de los registros-. Negro: treinta y cuatro horas y diecinueve minutos.

A los jugadores de alto rango generalmente se les conceden diez horas de juego, pero para este encuentro se hizo una excepción y se multiplicó por cuatro el tiempo asignado. Al Negro le quedaban todavía varias horas, pero las treinta y cuatro que había utilizado resultaban de todos modos algo excepcional, en verdad algo probablemente único en los anales del juego desde la imposición de límites para el tiempo.

Eran casi las tres cuando el juego terminó. Llegó la criada con el té. El público permanecía sentado en silencio, con los ojos fijos en el tablero.

El Maestro le sirvió a su contrincante, Otake del séptimo rango.

Después de decir las apropiadas palabras de agradecimiento al final del juego, el joven Otake se había quedado sentado inmóvil, con la cabeza inclinada. Con las manos sobre las rodillas, su pálido rostro demacrado.

Al igual que el Maestro, que había empezado a retirar las fichas blancas, él empezó a colocar las negras en su tazón. El Maestro se puso de pie y, como de costumbre, abandonó la sala imperturbable. No había hecho comentario alguno sobre el juego. El adversario más joven obviamente no tenía ninguno que hacer. Otra habría sido la situación de haber sido él el perdedor.

Ya en mi habitación, miré a través de la ventana. Con pasmosa rapidez Otake se había cambiado por un kimono acolchado y había bajado al jardín. Estaba sentado en un banco en un costado a lo lejos, solo, con los brazos firmemente cruzados. Miraba al piso. Su actitud allí en el espacioso y frío jardín, en la proximidad del crepúsculo de finales de otoño, sugería una profunda meditación.

Deslicé la puerta de vidrio del balcón.

– Señor Otake -llamé-. Señor Otake.

Se volvió y me miró, como con fastidio. Tal vez estaba llorando.

Volví a mi habitación. La mujer del Maestro había entrado.

– Ha sido mucho tiempo, y usted muy bondadoso con nosotros.

Intercambiamos algunas observaciones, y para entonces Otake ya había abandonado el jardín. Después de otro veloz cambio, visitaba, esta vez en formal kimono, la habitación del Maestro y de cada uno de los numerosos organizadores y administradores. Vino también a la mía.

Yo me dirigí a presentar mis respetos al Maestro.

[3] Un complejo proceso de simplificación de las líneas tiene lugar al final de una partida importante, para hacer más claro el resultado a los espectadores menos expertos.


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