– Rogué y rogué para que esto no sucediera -me dijo la mujer del Maestro la mañana del 5 de agosto-. Quizá mi fe no fue suficiente.
Y luego:
– Me temía que esto iba a suceder, y tal vez sucedió porque me preocupé demasiado. Ahora no queda más que rezar.
Como curioso y atento informante de un combate, había puesto toda mi atención en el Maestro como héroe de la batalla; y ahora las palabras de su esposa, que había estado a su lado a lo largo de tantos años, me revelaban su punto débil. No tenía respuesta.
El largo, extenuante certamen había agravado su condición cardíaca que desde hacía mucho lo hacía padecer, y aparentemente el dolor en su pecho había sido intenso durante algunos días. Pero no se había permitido deslizar ni una palabra sobre esto.
Desde principios de agosto su rostro había empezado a hincharse y los dolores en el pecho habían empeorado.
La sesión estaba programada para el 5 de agosto. Se había decidido que el juego se limitaría a dos horas en la mañana. El Maestro debía ser examinado antes de empezar.
– ¿Y el doctor? -preguntó. El doctor había ido a Sengokuhara para una emergencia.
– Bueno, supongo que hemos de empezar entonces.
Sentado al tablero, el Maestro tomó con calma un tazón de té con ambas manos y sorbió la intensa infusión. Luego colocó sus manos ligeramente sobre las rodillas y se enderezó. Tenía la expresión de un niño a punto de sollozar. Los labios apretados hacían una mueca hacia delante, y las mejillas estaban hinchadas, así como los párpados.
La sesión se inició casi en horario, a las diez y siete. Nuevamente ese día una neblina se convirtió en una densa lluvia. Y luego el cielo río abajo se despejó. Blanco 88, la jugada sellada, fue abierta. Otake jugó Negro 89 a los cuarenta y ocho minutos. Llegó el mediodía, pasó una hora y media, y todavía el Maestro no había decidido su Blanco 90. Con gran incomodidad física, se tomó unas excepcionales dos horas y siete minutos para la jugada. Durante todo el tiempo que estaba sentado se erguía de repente. Parecía que la cara se deshinchaba. Por fin se decidió un descanso para almorzar.
El habitual descanso de una hora se extendió a dos, en cuyo transcurso se procedió a examinar al Maestro.
Otake informó que también él se sentía mal. Su digestión lo estaba molestando. Tomó tres remedios para el estómago y una medicina para prevenir desmayos. Era conocido por haberse desvanecido durante un juego.
– Me sucede cuando estoy jugando mal, cuando me estoy excediendo con el tiempo, y cuando no me siento bien -dijo-. Él insiste en jugar. Yo, por mi parte, no reiniciaría tan pronto.
El Maestro decidió su jugada sellada Blanco 90 mientras regresaban al tablero.
– Usted ha de estar exhausto -dijo Otake.
– Disculpe. He sido demasiado exigente.
No era usual que el Maestro pidiera disculpas. Así finalizó la sesión del día.
– La hinchazón no es algo que me preocupe demasiado -explicó a Kumé, editor literario de Nichinichi-. Sino todas las cosas que suceden aquí -y dibujó un círculo sobre su pecho-. Tengo problemas para respirar, y sufro palpitaciones, y a veces siento como si un enorme peso me presionara. Me gusta imaginarme joven. Pero me he vuelto muy consciente de los años desde que cumplí cincuenta.
– Qué bueno sería que un luchador pudiera combatir los años -dijo Kumé.
– Yo también siento la edad, señor -dijo Otake-, y recién tengo treinta.
– Es un poco pronto para eso -dijo el Maestro.
Por un rato el Maestro permaneció sentado en la antesala en compañía de Kumé y algunos otros. Habló de los viejos tiempos, y de cómo siendo un muchacho había ido a Kobe y en una exhibición de barcos de guerra de la Marina había visto lamparillas eléctricas por primera vez.
– Me han prohibido jugar al billar -se puso de pie riendo-. Pero un poco de shogi se me permite. Vamos a jugar.
La idea de "poco" que tenía el Maestro no resultaba tal.
– Tal vez deberíamos intentar con el mahjong -dijo Kumé, desafiando a otra lucha-. Así no necesita usted pensar tanto.
El Maestro sólo almorzó arroz y ciruelas saladas.